sábado, 19 de octubre de 2013

PARA MIS ALUMNOS DE PRIMERO "A"

Marcela

Capítulo 1: En el taller de Olivares

Soy Emilio Olivares y ahora estoy a cargo del taller textil de mi padre. La fábrica es un inmenso aparato de producción en tejidos diversos, sin embargo, al principio yo sólo hacía trabajos de oficina.

La historia que voy a contarles comenzó hace algunos años, durante una temporada buena en el trabajo pero difícil para mi vida personal. Sí… creo que fue la época más dura y sombría que me ha tocado pasar.

Una tarde de sol invernal, a través de los cristales opacos de mi oficina, en el altillo de la fábrica, vi por primera vez a Marcela. Y en cuanto la vi, me llamaron poderosamente la atención su encarnizada dedicación al trabajo, su belleza juvenil y su profunda tristeza. Desde el instante mismo en que la descubrí sentí el impulso de acercarme a ella. A como diera lugar.

Tal vez las apariencias me engañaban y Marcela, cuyo nombre aún ignoraba, era una mujer vulgar, una muchacha superficial de esas con las que no se puede conversar de veras, de esas que ven a un hombre en lugar de a una totalidad humana, de esas que no podían congeniar conmigo en absoluto. La misma duda fue como un acicate para salir de ella.

Por otra parte, en mis treinta años, jamás había visto a alguien como ella y no sé qué inspiración sobrenatural me indujo a aproximarme a aquella muchacha apesadumbrada. Tenía que encontrar alguna excusa elegante para hablarle o saludarla.

Yo era (y soy) bastante parco, mas cuando escribo, experimento que el corazón se me derrama en el papel y cambia mi visión de todas las cosas. Quizá las penurias pasadas me han transformado en un hombre más comunicativo. En una de esas logré madurar por fin y así he conseguido desempolvar aquellos hechos que casi acabaron con mi vida.

Fue otra tarde del mismo invierno –lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer- la imagen de la suave mujer se coló entre los ventanales de la oficina y colmó mi alma. Llegó la hora del almuerzo y salí a buscarla.

La vi de repente: ella caminaba lánguidamente por la acera mojada por la llovizna. Se quedó en la plazoleta que dista dos cuadras del taller y se sentó en un banco abrigado de la lluvia por la copa de un pino añoso. Comió un sánguche pero su mente no estaba con su cuerpo. De a ratos, se perdía su mirada como absorta en la lejanía.

Me senté en el extremo opuesto del mismo banco, pero ella me ignoró. No me atreví a hablarle por no echar a perder la oportunidad. Un momento después terminó su almuerzo y sacudiéndose algunas migas que le habían caído en la falda, regresó al taller.

La seguí desde lejos: ella continuaba pensativa y tan triste como puede estarlo una persona que está a punto de llorar, pero no llega a hacerlo.

Tres o cuatro veces volví a escoltarla en secreto, hasta que un día me animé a decirle “¡Hola!”. La muchacha me miró apenas y, sin darse por aludida, siguió su camino.

Lo enigmático de su personalidad me cautivaba y exacerbaba mi curiosidad cada vez más. Jamás respondió a mis saludos, mas una vez se detuvo en mitad de la vereda y me espetó con cierto enojo aunque con dulce voz:

-¿Qué le pasa? ¿Por qué se empeña en hostigarme?

-Yo… yo… -en verdad no sabía qué responder.

-¡¿Qué quiere?!

-Discúlpeme, señorita… No quise molestarla. Es que la conozco de la fábrica y pensé que a lo mejor podíamos hablar… no sé…

-Yo no lo conozco… Ni me importa si Ud. trabaja o no en la fábrica…

-Estoy en otro sector…

-No me interesa, ya le dije. Y ya hablé demasiado con un extraño.

Dio media vuelta y se alejó con paso firme. Su voz aún sonaba en mis oídos como el arrullo de una paloma. Melodiosa, tierna, pero extremadamente afligida. Aquella joven cargaba con la amargura del desesperado, del abandonado, del que no tiene razones para vivir.

Al día siguiente se escabulló por las callejuelas y no pude encontrarla. Y así sucedió por días… semanas… hasta un par de meses… No obstante aquella resistencia suya, debo reconocer que siempre he sido obstinado, por lo cual no desistí de buscarla y poder algún día hablar con ella. Aunque en el taller no dejé que me viese, siempre estaba observando sus movimientos. Así supe que no hablaba con nadie, que trabajaba maravillosamente bien y que era soltera. Eso último lo averigüé cuando me fijé en su legajo: se llamaba Marcela Guzmán y tenía 26 años.

La jornada más fría de aquel año descubrí a Marcela llorando desconsoladamente en el referido banco de la plazoleta. Me conmovió por completo, por eso me arrimé y me senté junto a ella. Secó sus lágrimas con un pañuelo blanquísimo y me miró como diciendo “¿Qué hace Ud. aquí?”.

-Hola… -la saludé sin poder decir otra cosa.

-¿Qué quiere?

-Justo pasaba por aquí y la vi… así… ¿Puedo ayudarla en algo?

-¡Váyase ahora!- me rechazó con brusquedad.

-¿Por qué?- yo y mi terquedad.

-Porque necesito estar sola. ¿No se ha dado cuenta ya?

-Respeto su dolor, pero… tal vez si Ud. conversa con alguien… se va a sentir mejor.

-No hay nada que pueda hacerme sentir mejor. –se puso en pie y tornando a secar sus ojos, se marchó.

Ya no la seguí, pues su respuesta había sido dada con amargura. Me quedé allí un rato pensando y, cuando ya se había helado por demás el banco, volví a la fábrica mientras internamente prometía no volver a molestar a esa pobre chica.

No me duró mucho rato aquel propósito… Tiempo después la aceché a la salida y me arrellané junto a ella en el escaño de siempre. Era un glorioso día, un maravilloso día de final de invierno, el día en el que ella me dirigió una mínima sonrisa tristona y así dejó entrever una esperanza.

-Hola…- la saludé alegre.

-Hola…- respondió con un gesto de “Me doy por vencida”.

-¿Qué pasó? ¿Acaso antes de llegar, la primavera está obrando milagros?

-No… La Virgen Pura lo ha hecho.

-Ah… -entendí que hablaba de un cambio muy profundo. –Me llamo Emilio. Un gusto.

Le tendí mi mano. Ella la estrechó tímida.

-Y yo, Marcela… ¿Seguro que trabaja en la fábrica?

-Sí…

Dando por terminada la charla, ella se incorporó y enfiló hacia la fábrica.

-¿Puedo acompañarla?

-Está bien… pero, por favor, no entremos juntos al taller.

-De acuerdo. Será “nuestro” secreto.

Me miró espantada y reaccionó de modo extraño: apuró sus pasos y no pude alcanzarla.

Ese sábado sentí que ameritaba una extensa conversación con ella. Después de buscar su dirección en el legajo personal, compré un ramo de rosas y llamé a la puerta de su casa.

Cuando la muchacha acudió a atender, me clavó una mirada reprobatoria:

-¿Qué hace Ud. aquí?-salió y cerró la puerta tras de sí.

-Vine a visitarla.

-¿Y quién lo invitó?

-Es que averigüé su dirección… Quería charlar… Le traje estas flores.

-¡Váyase!

-Pero… ¿Por qué?

-No hable fuerte… No quiero que se entere mi madre. ¿Quiere matarla de un disgusto?

Le alcancé las rosas y ella se rehusó a recibirlas.

-Jamás vuelva a hacer una cosa así, Emilio. Se lo pido por el amor de Dios. Mi madre está muy enferma… Adiós…

Se encerró nuevamente y yo me quedé frente a la puerta verde con mi ramo de rosas alicaídas en la mano. Tuve una rabia sorda, pero luego de reflexionar un instante entendí que aquella negativa respondía a una razón por demás justificada: la enfermedad de la madre de Marcela.

“Plan B” me dije dejando las flores junto al marco de la entrada. Me marché mientras discurría en otras tácticas para hablar con la esquiva muchacha.

Capítulo 2: Marcela Guzmán

Si uno tiene una sombra y un día esa sombra desaparece, tal vez no lo note al principio, pero al cabo de un tiempo por fuerza comprenderá que ya no está. Eso le aconteció a Marcela Guzmán conmigo: dejé de seguirla. En el taller, ella no me podía ver, con todo yo seguía observando cada uno de sus pasos y así dejé desfilar algunos días antes de volver a la carga.

Como quien no quiere la cosa, una tarde, a la salida, me plantifiqué en una parada de colectivos cercana al taller: yo sabía que ella tenía que transitar por allí. Se acercó por la derecha, fingí no verla. Advertí que se detuvo perpleja en un costado. Pregunté la hora a un transeúnte y, como impaciente por haber perdido el colectivo, tomé el camino que sabía debía hacer Marcela. Un par de cuadras después, escuché la voz de la muchacha:

-¡Emilio!... ¡Emilio!

Retrocedí hasta ella con indiferencia.

-¿Qué se le ofrece?

-Hola… -me saludó tímida.

-Hola.

-Hacía mucho que no lo veía. ¿Estaba enfermo?

-Ah… se dio cuenta… No. No estaba enfermo. Estaba desilusionado.

Ella bajó sus ojos pardos hacia las baldosas grises de la vereda. Suavicé un poco el tono de voz:

-Pero, no se aflija… No es culpa suya…Me parece mentira que Ud. haya advertido mi desaparición…

-Es que me preocupó pensar que le había pasado algo… no sé…o que ya no trabajara en el taller.

-Es decir, que Ud. me extrañó.

-No es eso… Estuve pensando que fui muy brusca con Ud. cuando fue a mi casa… No era para tanto.

-No le voy a negar que me trató mal… y yo simplemente quería charlar un rato con Ud.

-Después guardé esas rosas.

-Al menos las recibió mejor que a mí.

-Puede ser… pero créame que reaccioné así por el estado de salud de mi madre.

-La entiendo… ¿Ahora va para su casa?

-Sí…

-¿La molesto si la acompaño?

-No, para nada.

-¿De verdad que no me extrañó?-le pregunté mientras caminábamos.

-Me extrañó no verlo…

Cuando nos despedimos, en la esquina de su casa, me tendió la mano y sonrió:

-Hasta otro día.

-Hasta pronto, Marcela.

Esa semana misma la encontré sollozando en la plazoleta. “Ha perdido a un ser querido” pensé y me senté a su lado. Ella se tragó las lágrimas.

-Hola- dije- continúe… por mí no se moleste…

-¡Ya está!- trató de sonreír.

-¿No quiere contarme?

-No… no.

-¿Por qué?

-Es una historia larga y lamentable.

-Pero confíe en mí… Yo querría ser su amigo, Marcela.

-No fuerce la situación y lo será.

Me ofusqué un poco y me quedé callado un largo rato.

-¿Se enoja?

-No… es que ya no sé qué hacer para que Ud. me tenga en cuenta. Desconfía de mí pero tampoco me da la oportunidad de darme a conocer.

Marcela guardó silencio.

-¿Quiere salir conmigo este sábado? A tomar un café… Nada más.

-No tiene sentido.

-Para mí, sí.

Sus ojos se cuajaron de lágrimas cristalinas. Me tendió la mano y yo besé su mejilla.

-¿Qué dice? ¿Paso el sábado?

-A las ocho…- indicó con precipitación.

Se fue y el corazón me saltaba en el pecho, loco de alegría. No podía creer lo que había sucedido.

A pesar de aquella aceptación el sábado nadie acudió a recibirme cuando golpeé su puerta. Había imaginado el momento a lo largo de toda aquella semana. Fue un descalabro total. La decepción me ganó y volví a mi casa decidido a olvidar a la ingrata.

El viernes siguiente fue ella quien vino con premura hacia mí. Casi ni la miré.

-Emilio, ¿se enojó conmigo? ¿No es cierto?

-Me enojé conmigo porque soy muy terco. En lugar de recapacitar con todas sus evasivas, me he empeñado en una tarea imposible.

-Es que no tuve cómo avisarle… Mi mamá empeoró por la mañana y pasó sábado y domingo internada… Por su problema renal. Estos días lo he buscado por el taller para disculparme y como no me había dicho en qué sector trabajaba… no di con Ud. ¿Me cree?

Me relajé.

-Claro que le creo… ¿Cómo está su mamá?

-Mejor, gracias a Dios.

-Discúlpeme, Marcela… Yo pensé que Ud. había querido burlarse de mí.

-Eso nunca… Es más, mi mamá quiere conocerlo… ¿Querría almorzar con nosotras el domingo que viene?

Me quedé atónito por la emoción.

-¿Considera que es mucho compromiso, Emilio? Entonces… salimos cuando mi madre se haya repuesto… ¿Le parece?

-Es que me ha dejado helado, Marcela… Claro que iré gustoso a comer con ustedes.

-Mi madre se va a poner muy contenta.

-¿Acaso Ud. le ha hablado de mí?

-Sí… Muchas veces…- se ruborizó al responder.

Yo estaba a punto de estallar de felicidad: la nueva actitud de Marcela me había tomado por sorpresa.

-¿A qué hora?

-Al mediodía…

-Después de misa… ¿Tengo que llevar algo?

-No… Ud. es el invitado.

Así comenzó a cambiar mi historia y aquella fue la puerta que Marcela, sin querer, dejó abierta para que yo pudiera entrar en su casa y en su vida.

Capítulo 3: Las madres

Cuando el domingo me detuve ante la puerta verde inglés con cierto recelo, no alcancé a llamar y ya Marcela había atendido radiante. Me esperaba.

-Emilio… ¡Bienvenido!

-¿Qué tal, Marcela? Traje este vino. – Le alcancé la botella de borgoña y besé su suave mejilla.

-No se hubiera molestado. Pase… Mi mamá acaba de levantarse… y yo ya tengo los fideos listos.

-¿Son caseros?

-Por supuesto…

La madre de Marcela era una señora envejecida prematuramente, con aire bondadoso y de poco hablar. Me saludó amable y nos acompañó sólo un rato durante el almuerzo. Seguidamente Marcela la sostuvo por el brazo cuando se fue a recostar.

Con Marcela hablamos de la familia. Omití, por razones obvias, la referencia a mi padre, pues temía que el hecho de conocer mi verdadera identidad alejaría a Marcela de mi lado. Di el apellido de mi madre, es decir, que comencé mintiendo a medias. Asimismo, me enteré de que el padre y un hermano pequeño de Marcela habían muerto casi al mismo tiempo. La muchacha dio un hondo suspiro al recordar aquello. Supe que no siempre habían sido tan pobres y que Marcela por muy poco no se había recibido de maestra.

-¿Qué pasó?-le pregunté.

-Hubo algunos problemas.-fue todo lo que dijo dando otro suspiro.

Había terminado mi café, así que pensé que ya era hora de partir.

-Gracias por todo, Marcela.

-Gracias a Ud. por venir a visitarnos a nuestra humilde casa.

-Me considero afortunado por haber podido venir. Y su casa es muy bonita.

-Chiquita…

-Pero muy acogedora, como sus dueñas…

-¡Muy amable!

Me despedí besando nuevamente su mejilla y sintiendo un aleteo de entusiasmo en el espíritu. Ya estaba enamorado de Marcela Guzmán con todo mi ser.

El lunes, a la salida del taller, aguardé a Marcela con una caja de bombones. Caminamos juntos.

-Gracias… Ud. siempre con esos detalles de atención.

-¿Qué le ha dicho su mamá acerca de mí?

-Me dijo que se nota que Ud. es un hombre de bien… sincero y trabajador…

-Hmmmm… y Ud. ¿qué piensa? ¿Seré digno merecedor?

Marcela me miró con asombro y comentó:

-No entiendo la pregunta.

Me tomé un momento para contemplarla. Los rayos del sol primaveral caían sobre nosotros en la conocida plazoleta. Los castaños cabellos de la joven parecían haberse encendido en destellos dorados. Estaba sublimemente hermosa.

-Quería saber… Marcela… si alguna vez existirá la posibilidad… Es decir, si podremos llegar a ser algo más que amigos. Si no quiere responderme ahora, no lo haga. O si todavía no está segura…

-Es que estoy muy segura, Emilio… Y la respuesta es “no”. Yo he aceptado que conversemos, que estemos juntos y que Ud. me visite en mi casa, siempre, por supuesto, en términos de amigo. Pero, sepa que me es imposible pensar siquiera en lo que Ud. pretende.

-Y… ¿cuál es la razón de su rechazo? Si se puede saber…

-La razón es mi propia historia: hubo algunos sucesos que me llevaron a tocar fondo y que hoy me pesan como plomo. Tal vez Ud. cree que yo soy una buena mujer, un partido aceptable… Pero, le aseguro que no le convengo y no merezco su amor.

-¡Eso no puede decirlo!

-Algún día va a descubrir que es como lo digo y va a lamentar haber puesto sus ojos en mí.

Guardé silencio con el sabor ácido de la derrota en los labios. Marcela volvió a retirarse como la marea de la playa. Ya no tenía plan que me resultara para derribar la fortaleza que ella había construido a su alrededor. Me dolía el corazón al pensar en lo cerca y en lo lejos que nos encontrábamos el uno del otro.

Volví a visitarla en su casa, mas no pude abordar otra vez el tema que más me interesaba y que ocupaba todo mi pensamiento: amaba a esa mujer con locura. Y cuanto más lejana de mí la veía, más se avivaban el cariño y el deseo de estar junto a ella para siempre.

Por aquellos días, mi tía abuela Rosa Figueroa de Gómez Ruiz me presentó o intentó presentarme a una sobrina de su difunto esposo con la finalidad de que congeniáramos.

-¡Ya cumpliste treinta años, Emilito! ¿Qué estás esperando?

-Es que…

-¿Estás de novio?

-No…

-¿Entonces?

-No me parece un momento oportuno para conocer a nadie.

-Ana Clara es una muchacha excelente y una preciosidad, además… Tiene veinticuatro años… ¡Justo para vos! Y le agradás, aparte…

-¿Me conoce?

-Te vio en la fiesta de recepción de los Partenza…

-Yo no la vi.

-En esa época vos estabas de novio con esa tonta de María Luisa…

-Ah… sí…

El dingdong del timbre se esparció por el salón donde tomábamos el té con mi tía Rosa.

-Esperame acá… Debe ser ella.

La tía salió y regresó inmediatamente trayendo del brazo a una chica verdaderamente bonita, de cabellos rubios y ojos negros, muy alta y delgada, de modales delicados y medidos.

-Ella es Ana Clara Rey Gaola…-la presentó la tía- Este es Emilito, mi sobrino, creo que ya lo conocés…

Nos saludamos Ana Clara y yo. Éramos dos extraños y, teniendo en cuenta cuál era la intención de la tía, la extrañeza era mayor aún. Yo no tenía temas para conversar con una joven de la alta sociedad de San Fernando y, en verdad, no tenía interés en conocerla mejor o compartir mi interioridad con ella. Marcela ocupaba todo mi pensamiento. Pero, eso, por lo pronto no se lo diría a la tía. No por el momento.

Cuando, al rato, Ana Clara se fue, la tía me recriminó por mi falta de aplicación para con la muchacha.

-Ana Clara pertenece a una de las familias más tradicionales y adineradas de San Fernando. Es el mejor partido para un muchacho bueno e inteligente como vos, Emilio. Aparte, el otro día, me insinuó que tenía un cierto interés. Has hecho muy mal en desairarla.

-Tía… Mi corazón ya está ocupado…

-¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién es? ¿Yo la conozco?

-No.

-¿De qué familia es?

-De la familia de Fulano, Mengano y Zutano.

-¿Me estás tomando el pelo?

-No, tía, te prometo que apenas me ponga de novio con ella… si es que ella me acepta algún día y soy digno… voy a traértela para que la conozcás y la querás como yo…

-¡Dios! Es una chica difícil… ¿Es de la clase alta de San Lorenzo? ¿La hija menor de los Zagal Navarro?

-No. Ya te dije que no la conocés.

-Yo lo voy a averiguar por mis propios medios. Ninguna chica casadera que valga la pena ha escapado de mi ojo avizor.

-Ya sé que en eso sos infalible, tía, pero, esta vez, estoy seguro de que no la has visto jamás.

-¿Y una pista?

-Ni una…

Me despedí de mi tía, aquella tía abuela que había sido como mi madre cuando la pobre murió. Tía de mi madre, me cuidó durante su enfermedad hasta que mi padre se casó de nuevo con Marta, mi madrastra. Con esta yo me llevaba bastante bien, pero a la que quería casi como a mi madre era a mi tía Rosa. Ella también me quería mucho. Después supe que hay cariños que matan.

Capítulo 4: El pretendiente

Pasó sin novedades significativas otro año más: yo mismo me admiraba de la paciencia que empeñaba en aquel lance. Cada día que se deslizaba acrecentaba en mí el cariño por Marcela. Supuse que mi constancia darías sus frutos y lograría vencer los prejuicios de la joven. Ella me brindaba su amistad pero evitaba toda alusión a un acercamiento más profundo. Jamás hablaba de sus sentimientos.

Así fue como un día de primavera, al acabar el almuerzo, una mirada de ojos pardos que caía pensativa sobre mí me animó:

-Marcela… Yo te amo. –expresé besando su mano.

-¡¿Qué dijiste?!- ella parpadeó asustada, volviendo en sí.

-Dije que te amo.

Marcela se puso a llorar desconsoladamente.

-No… Emilio. No, por favor…

-¡Sí! Te amo… Y deseo gritarlo a los cuatro vientos. ¿Me dejás?

-¡Ni se te ocurra!- exclamó secándose los ojos. Luego se tranquilizó.

-Entonces… No sentís nada por mí…

-Ya te lo dije una vez. Estás equivocado. Y con el paso del tiempo me voy dando cuenta de todo lo que valés. Eso me hace decirte ahora que no puedo alentar tu cariño bajo ningún concepto.

-¿Vos me querés?

Vaciló un momento.

-Sí…- respondió “lento y maestoso”.

-Entonces está todo dicho. –concluí enfervorizado.

-No hay nada dicho… Y justamente lo que no se ha dicho es lo que nos separa…

-¿Estás casada?

-No… Pero, hubo circunstancias de mi vida pasada que me han cerrado la puerta del amor. No tengo derecho a amarte, ni merezco tu amor. Sos demasiado bueno para mí.

-Esos son escrúpulos exagerados.

-Algún día vas a darte cuenta de que no exagero y yo quiero evitarte un gran dolor porque también te amo.

Volvió a llorar y ya no paró hasta que se hizo la hora de entrar al taller. Marcela se fue sola y yo quedé perplejo y contrariado.

Con ese mismo estado de contrariedad fui a la fiesta de cumpleaños de mi tía Rosa algunos días más tarde.

Esa fue la última vez que vi a mi querida Cecilia. Estaba con su esposo y sus dos hijitos. Mi prima, cada vez más delgada por su enfermedad, desplegaba a su alrededor una alegría admirable. Todos sabíamos, incluida ella misma, que su mal era irreversible.

Su esposo, Samuel Escobar, no era santo de mi devoción: un tipo pedante, charlatán y despilfarrador… La tía Rosa los había presentado.

De nuevo a la carga, la celestina de la familia había invitado también a los Rey Gaola a su cena. Obviamente, Ana Clara, la menor de la familia, quedó sentada a mi lado…

Ana Clara ciertamente estaba interesada en mí: no cabía duda… Pero estaba interesada en lo que significaba Emilio Olivares, hijo de un acaudalado empresario textil. El proyecto adecuado con el candidato justo. No había en ella un amor sincero y doliente como el que yo había advertido en mi pobrecilla Marcela. No había en la chica amor verdadero, tal vez sí un afecto conveniente, una estima, un capricho.

Y como yo carecía de interés para con ella me limitaba a responder sus numerosas preguntas con frases cortantes y monosílabos sin retorno.

Al final de la velada se improvisó un baile y yo decliné la invitación de Ana Clara con la gentil excusa de que tenía que trabajar desde temprano al día siguiente.

El 21 de diciembre comenzaba el receso en la fábrica, al menos para los empleados. Sin premeditación, invité a Marcela a cenar.

-Vamos a festejar el fin de año.

-Pero… ¿Dónde?

-Te invito a comer en esa pizzería que hemos visto casi todos los días cuando salimos a almorzar… Es excelente.

-¿No irá a resultar un gasto excesivo para vos?

-Te aseguro que no.

Fue un maravilloso momento. Las circunstancias me alentaron para que yo hiciera mi segunda declaración:

-Querida Marcela… -tomé sus manos entre las mías- ¿Aceptarías ser mi novia?

Como un cristal muy delgado el momento se quebró y ella retiró sus manos visiblemente alarmada:

-Ya hemos hablado de este tema, Emilio. Me sorprende tu insistencia.

-No debería sorprenderte: estoy enamorado de vos.

-Yo ya lo dije: que llegáramos a concretar un noviazgo sólo te traería sufrimiento. Y no quiero cargar con esa culpa. Por otra parte, nuestra amistad es tan hermosa. Hemos compartido infinidad de momentos dichosos. Sería una pena acabar con ella.

-Yo te advertí desde un principio que quería ser algo más que tu amigo.

-Lo tengo presente…

-Y no acabo de comprender... Yo te quiero, vos me querés… ¿Qué otra cosa se necesita?

Marcela se encerró en un adusto silencio. Cambié de tema para evitar que se entregara al llanto. Brindé por el año que se esfumaba: había sido el mejor de mi vida pues había tenido la dicha de conocer a la mujer más hermosa del mundo. En mi corazón pedí al Niño próximo en nacer que diera a Marcela el valor para aceptar y corresponder mi cariño.

Posteriormente, Marcela viajó hasta Santa Lucía para pasar unos días con una hermana de su madre. Al cabo de once meses durante los cuales la había visto casi todos los días, su ausencia se me hizo insoportable. Consideré que estaba destinado a no separarme jamás de ella. Le escribí dos o tres cartas que lamentablemente para mí no respondió.

La fiesta de Año Nuevo fue –como siempre- un gran acontecimiento social en la casa quinta de mi tía Rosa. Por doquier, resplandecían los atuendos elegantes, los platos refinados y el brillo de la cristalería a tono con las dos enormes arañas del salón encendidas en todas sus bujías.

-¡Qué derroche!- expresó mi padre entre dientes y no era un avaro, por cierto.

Al finalizar el postre, después del brindis, entró una orquesta que esperaba en el hall y arrancó con los estridentes valses de Strauss. La tía me atrapó por el brazo antes de que pudiera escabullirme y nos convertimos en la admirada pareja que inició la danza.

Dos valses más tarde, comprendí cuál había sido su estrategia. Acababan de entrar los Rey Gaola con el objeto de saludar.

-Ana Clara… por favor, seguí vos con Emilito… Yo ya estoy rendida.

Negarme implicaba un desplante imperdonable para la tía y para la muchacha. Así es que tomé a la joven entre mis brazos y giré con ella al compás del “Danubio Azul”. Yo bailaba automáticamente. Ana Clara estaba feliz.

Al dar inicio a unas piezas más movidas, le expresé a la muchacha mi necesidad de beber un trago. Ella accedió gustosa. Tomé dos copas de champaña y di la suya a Ana Clara.

-¿Querés que caminemos por el parque?

-Me encantaría.

Nos alejamos del bullicio y deambulamos por el sendero adoquinado bordeado de rosales que atravesaba el espacioso jardín. Cada tanto, un rosal henchido de rosas y capullos formaba un arco sobre el camino. Charlando nos aproximamos a un bosquecillo de robles jóvenes en todo su esplendor. En un escaño de mármol nos sentamos a intercambiar impresiones. En verdad, yo deseaba estar allí solo.

-Emilio… ¿Puedo preguntarte algo?

-Por supuesto.

-¿Estás de novio?

-No…

-Entonces… ¿por qué te mostrás tan reticente a conversar y a estar conmigo?

-Voy a sincerarme con vos de una buena vez: yo estoy enamorado de una mujer hasta las telas más hondas de mi corazón. Ella y yo no nos hemos puesto de novios todavía, pero nos queremos con el alma.

-¿No es de “sociedad”? ¿Cierto?

-Cierto… no es de “sociedad”, como vos decís. Pero es una mujer extraordinaria…

-Y que goza de mi completa envidia…

Ana Clara Rey Gaola había quedado en evidencia, por lo tanto, se puso en pie orgullosa y se volvió hacia la casona, dejándome envuelto en los dulces pensamientos que me mostraban la figura, la belleza y la bondad de Marcela. ¡Cuánto la extrañé desde ese momento hasta su vuelta!

Capítulo 5: La novia

A pesar de que yo estaba casi seguro de la vuelta de Marcela, ella no se comunicó conmigo, aun a pesar de que le había dado el teléfono de mi casa pero esperé en vano escuchar su voz. Casi finalizado el mes de enero, acudí en estado de ansiedad a su casa. Marcela atendió la puerta.

-¡Emilio! Me imaginé que se trataba de vos.

Besé sus mejillas arreboladas por la emoción.

-¡Te extrañé!- dijimos casi al unísono y nos reímos. Noté una alegría eufórica en Marcela.

-Pasá, Emilio…

Allí estaba Doña María, su madre. La saludé con amabilidad pero no aparté mi vista de Marcela. Ya prepararon unos vasos con sidra y un pan dulce casero cortado en generosas rebanadas.

-¿Recibiste mis cartas? – pregunté a Marcela.

-Sí…

-¿Y por qué no me contestaste? Pensé que…

-No me pusiste la dirección del remitente.

-¿¡En serio!?

-Sí…- respondió Marcela muerta de risa.

-¡Qué tonto! Y yo preocupado todo este tiempo… ¿Querés que salgamos hoy?

-Si mi mamá no me necesita…

Por suerte, María no necesitaba de Marcela. Ella se puso un elegante traje celeste pálido y me acompañó a la kermés del parque. Después de probar mi habilidad en el tiro al blanco, la herradura y otros juegos pude adquirir una muñeca de un metro de altura, con rubios cabellos y traje de Caperucita Roja. Por supuesto, se la regalé a Marcela. Ella estaba conmovida.

-Jamás tuve una muñeca tan linda…

-No es más bonita que vos.

Nos sentamos con sendos copos de azúcar y disfrutamos de la algarabía general.

-Y… ¿cómo te fue en Santa Lucía?

-Muy bien… Pude hablar largo y tendido con mi tía Lila. Ella es la mujer más sabia que conozco después de mi madre. Le he hablado de vos… Emilio.

-¡Benditas sean las tías! ¡Vaya a saber lo que le contaste de mí!

-Le he dicho que sos único: que no he tratado jamás a un hombre tan íntegro y considerado…

-Hmmm … Me pongo ancho…

-Y le conté otras cosas más…- Me sentí halagado. Marcela había estado todo el tiempo pensando en mí. -¿Y vos? ¿Te has acordado de mí?

-No…-Me miró algo decepcionada. Me apuré a responder. –No he podido acordarme de vos porque has llenado mi mente todo el tiempo… No he hecho otra cosa que pensar en nuestro reencuentro.

Sonrió con dicha inefable. Entonces le di un tierno beso de amor en la frente.

-¿Querés ser mi novia, Marcela?

Ella desvió la vista hacia un costado evitando mi mirada escrutadora.

-Ya sé que insisto siempre con lo mismo… Pero es que ya no puedo vivir sin vos. Estos meses se me hicieron una eternidad.

Esta vez sí habló.

-¿Y estarías dispuesto a no pretender conocer lo que ha sucedido con mi vida en el pasado?

Ligeramente y por conseguir lo que tanto quería, respondí que sí.

-¿Y estarías dispuesto a afrontar el sufrimiento que seguramente vas a padecer por mi causa?

Aquello era serio, pero acepté nuevamente:

-Sí… sí… sí… Yo te amo, Marcela.

-En verdad, no sabés lo que decís, Emilio. Y es mucho lo que vamos a sufrir… pero si vos te animás a afrontar esto… yo no puedo ser menos. Es que también te amo.

La besé enloquecido de alegría y desde ese momento comencé a ser parte de su vida. Su ternura colmó mi alma por completo.

Todo marchaba sobre rieles hasta que debimos comenzar a trabajar nuevamente en la fábrica. Allí ya no pudimos estar juntos. Marcela no quería dar lugar a comentarios y yo, esperaba que ella no supiese todavía la verdad acerca de mi posición. Bastante me había costado que ella me aceptara para que ahora viniera la verdad a echarlo todo a perder.

Fue un grave error sostener aquella mentira, lo supe tal vez demasiado tarde. Pero como no hay verdad que no se sepa ni secreto que no se dé a conocer aquel andamio insostenible se vino abajo.

El quince de febrero organizamos una reunión de personal en la fábrica y mi padre, preocupado por mi futuro, delegó la dirección en mis manos para tal convocatoria. Viajaba por la mañana hasta San Isidro.

-Quiero que estés a cargo vos, Emilio…

- ¿Y si aplazamos la reunión hasta tu vuelta?

-Tenés que acostumbrarte… Yo me quiero retirar.

-¿Y si solamente citamos a los jefes de áreas y capataces?

-¿Qué pasa? ¿Tenés miedo a las obreras?

-No es eso… Pasa que hay una chica…

-Que no sabe que sos uno de los dueños de la empresa… ¿Cierto?

-¿Cómo lo sabés?

-No te olvidés de que soy muy observador, Emilio. He visto que pasás largos ratos mirando a una chica que está en la hiladora. Y tratás por todos los medios de que no te vea…

Bajé la mirada al piso avergonzado.

-Esa chica es mi novia, papá… Desde hace quince días… Y la amo con todo mi ser.

-Entonces tratala como se merece… Presentala en tu familia y respetala.

-Te juro que la he respetado, papá… No es por ella… Tengo miedo de que si se entera de que soy el hijo de su patrón… me deje. Ella es muy honesta y desinteresada…

-Me alegro por vos… Necesitás a una mujer como la gente, pero, insisto, sé sincero con ella. Por el bien de su amor. Si ella se entera mal de la verdad, va a creer que vos querés aprovecharte de ella. Ya lo viví cuando me enamoré de Marta…

No alcancé a ver a Marcela antes de la reunión y la reunión de personal giró en torno a una mejora salarial propuesta por uno de los capataces y analizada y aceptada con algunas condiciones. Sin embargo, fue un baldazo de agua fría cuando entré al comedor y comentaron “Aquí viene el Sr. Olivares. Él va a ocupar el lugar de su padre en esta reunión”. Tuve el tiempo suficiente como para ver la mirada decepcionada de Marcela y después ya no la vi más. Un nudo de angustia me oprimió la garganta y apenas oí lo que en aquella reunión se habló. A su término volé hasta la casa de Marcela pero ella se negó a recibirme.

Al otro día la esperé a la salida para el almuerzo. Ella agachó la cabeza y trató de escabullirse de mí caminando en sentido contrario.

-¡¡Marcela!! ¡¡Marcela!! Por amor de Dios…

Traté de tomarla por el brazo.

-No me toque, Sr. Olivares… Ahora que he sido una estúpida y es por eso que he estado en boca de todos… Un juguete del niño rico ¿verdad?

-Marcela…-supliqué.

-Basta… No hay nada que hablar. Está todo muy claro para mí ahora… Olvídese de que existo, olvídese de lo que dijo que sentía por mí, olvídeme… Para Ud. he muerto…

Llorando sin consuelo se subió a un taxi y se alejó de mí sin darme tiempo a que pudiera decirle lo mucho que la amaba.

Capítulo 6: Cecilia
Fui prácticamente todos los días a la casa de Marcela. No quería recibirme. Un día, su madre, bastante decaída, me atendió.

-Pase, Emilio… Marcela ha salido. Siéntese. ¿Quiere tomar un café?

-No, gracias. Mire, María… Yo sé que actué mal con Marcela al no decirle la verdad, pero le juro por la memoria de mi madre que no ha sido porque haya tenido alguna mala intención, sino porque sabía que ella no iba a aceptarme como el hijo de patrón… Es tan orgullosa…

-Marcela ha pasado por una experiencia muy dolorosa… Justamente en relación con la verdad y la sinceridad. A mi hija le había costado recuperar la confianza en las personas y creía ciegamente en Ud.

-Fue un macanazo grande ¿No es cierto? Pero, ¿qué puedo hacer ahora? Me moriría si la pierdo… Yo sé que estoy destinado a amarla para siempre.

-Las heridas del corazón de Marcela, se han abierto de nuevo… si Ud. no encuentra el modo de curarlas… no sé que pueda hacer yo…

-Interceda por mí, María… Necesito hablarle… Que ella me escuche… Yo la amo. Dígale que no puedo continuar sin ella… Que si es necesario voy a pedirle perdón todos los días de mi vida.

Transcurrieron así dos meses en los que fui perseverantemente a la casa de Marcela para conseguir hablar con ella. La interceptaba a la salida, le escribía cartas, me le acercaba en la fábrica.

Tanto va el cántaro a la fuente que al final un día ella consintió en hablar conmigo. Fuimos hasta un café no muy lejos de la fábrica.

-Estuve pensando mucho.-me dijo.

-¿Y?- reconozco que yo estaba muy ansioso.

-Se me ha hecho muy difícil no hablar con vos. He sufrido horrores esta separación. Lamentablemente para mí, ya te amo, Emilio.

-¿Entonces?

-Te perdono…

-Gracias, gracias, mi amor. –besé su frente mientras ella lloraba – Te juro que jamás voy a volver a hacer una cosa así. No acostumbro a mentir. Quería que no sufrieras por mi causa… y sentí que el no saber que yo era Emilio Olivares te daría mayor seguridad… Me equivoqué de medio a medio. Al final salió peor y casi te pierdo. ¡Nunca más vas a tener que pasar por esto! ¿Podrás volver a confiar en mí?

-No me será fácil, Emilio. Además, ahora me preocupa lo que tu familia pueda decir de mí…

-Todos te van a querer. Soy grande ya. ¿Quién podría oponerse?

-Pero Uds. tienen dinero. Van a pensar que ando detrás de tu fortuna.

-Yo sé que no es así… a mí me basta. Además no son desdeñables tus tesoros personales… Yo sé que sos la única mujer posible para mí. Y tengo que hacerte una propuesta laboral que seguramente va a darte mayor prestigio y libertad económica. Deseo dedicar una sección del taller a la moda y creo que serías la indicada para hacerte cargo de esa sección.

-¿Yo?

-Sí… He visto que tenés buen gusto para elegir tu ropa… combinar los colores… seleccionar el corte adecuado para tu figura.

-No sé qué decirte…

-Decí que sí… Además quiero que hoy mismo conozcás a toda mi familia… A mi padre, a mi mamina… a mi tía Rosa… A todos…

-No sé, me da miedo.

-Ya no hay que tener más miedo, Marcela. Hay que mirar hacia el futuro con esperanza.

Mamina, mi madrastra, atendió a Marcela como a una reina y mi padre, generalmente parco, habló con ella muy interesado. Tanto que al día siguiente, mientras desayunábamos, Marta me dijo:

-Me encantó Marcela, es la mujer justa para vos que sos sencillo y amante de la vida en familia. Además se nota muy inteligente… estaba muy nerviosa la pobre.

-Es que es de origen humilde y tenía miedo de ser rechazada.

-La entiendo… Yo tampoco tuve cuna de oro… y tuve que soportar muchas críticas cuando me casé con tu padre… por suerte, ya las aguas se han aplacado.

Fue por mayo… la noticia me llegó a través de un llamado telefónico de mi tía abuela Rosa: mi prima Cecilia había fallecido y dejaba en el mundo a sus hijitos gemelos, Francisco y Fernando junto al desolado esposo. Lamenté que Marcela no hubiera alcanzado a conocerla porque ella era mi mejor prima.

Acudimos con mi novia al velatorio y ella se alteró visiblemente cuando nos acercamos al ataúd, junto al cual lloraba ya sin lágrimas el viudo de mi prima, Samuel Escobar.

-Samuel… lo lamento… Ella es Marcela, mi novia… Una pena que te la presente en estas circunstancias.

Samuel apenas respondió y se volvió a mirar el cuerpo yerto y consumido de la sufrida Cecilia. Luego expresó casi en un susurro, hablando más con la muerta que con nosotros:

-Hoy me he dado cuenta de lo mucho que la amé… Y lo peor de todo es que ella ya no está conmigo… ¿Cómo se lo digo ahora? ¿Cómo?

-¿Y los niños?- pregunté.

-Con la abuela, supongo… No quise que vieran a su madre muerta… Que la recuerden sonriente y dulce, llena de vida. Son tan pequeños.

El viudo tornó a callar y volví la mirada hacia los frágiles restos de Cecilia… Ella descansaba ahora de todos los dolores provocados por la enfermedad.

Capítulo 7: Samuel Escobar

Fue a mediados de mayo cuando hablé seriamente con Marcela.

-¿Qué te parece el nueve de abril?

-¿Para qué?- me miró con espanto.

-Para que nos casemos ese día, pues…

-Dios mío… No… Entre todas las fechas tenías que elegir ese día. Me… parece muy pronto. Es poco menos de un año.

-A mí no me parece tan poco tiempo.

-No… esa fecha no puede ser.

-Pero… ¿por qué?

-Ese día me sucedió algo muy terrible… Algo que preferiría olvidar…

-Marcela… ¿Cuándo vamos a sincerarnos totalmente?

-Mejor decí “Marcela contame toda tu historia”…

-No es eso. Hay cosas que yo tampoco te he dicho.

-Cosas que tal vez no me lastimen, en el fondo…

-Tuve una novia, Ma. Luisa, con la que estuve a punto de casarme. Un día vi claramente que ella no era la mujer. Y no me equivoqué entonces… hoy lo sé.

-Lo mejor será dejar todo como está.

-Bien… Todo sea por el acuerdo que llevamos a cabo y porque te amo sobre todo. ¿Querés elegir vos la fecha, mi amor?

-Ya veremos…

Me preocupó sobremanera aquella evasiva de Marcela. Todas las mujeres quieren casarse lo antes posible. Una atroz sospecha comenzó a arraigarse en mi mente.

Un lunes de julio en que había ido a completar unos trámites en el centro y regresé al sector de modas de la fábrica, el viudo de Cecilia, Samuel Escobar me esperaba cómodamente sentado.

Marcela estaba en extremo nerviosa y la cara de mi primo había recuperado la habitual socarronería que no vi en ella el día del velatorio de Cecilia. Ellos estaban hablando y callaron cuando yo entré.

-¡Emilito!

-Samuel… viejo… ¿cómo estás?

-Ya un poco mejor… saliendo del dolor. Le decía a… Marcela… que mi mayor dificultad se centra en el cuidado de los niños… Ellos siempre estaban con Cecilia.

-¿Querés un café?

-Gracias… tu novia ya me preparó uno…

-Te preparo uno a vos – se apuró Marcela como queriendo huir.

Sentí algo raro en el ambiente de aquella oficina. Por otra parte advertí que Samuel no apartaba sus ojos de mi prometida. Lo cual me molestó, mas, no podía decir nada pues sólo se trataba de recelos míos quizá infundados.

Por otra parte, después de servir el café, Marcela ya no habló. Después de la partida de Samuel, Marcela me evitó por momentos. A la salida, aceptó acompañarme hasta el café de siempre. Ella no hablaba y parecía temerosa de lo que yo fuera a decirle.

-Marce…

-¿Qué?

-Te conozco bien…

-Lo sé.

-Algo está como fuera de su sitio… algo no encaja…

-Te parece…

-Esta tarde advertí que la presencia de Samuel Escobar te perturbó.

-Es que no estoy acostumbrada a tratar con personas como él… Tan altanero…

-Es cierto… es un altanero, un pedante orgulloso y un farsante… Creía que la muerte de mi prima había cambiado su forma de ser, pero sólo fue un momento. De todas maneras no creo que sea eso lo que te preocupa. ¿Vos lo conocías desde antes?

Marcela guardó silencio unos instantes y finalmente su mirada se nubló de tristeza como en los viejos tiempos. Estaba a punto de llorar.

-Por favor, llevame a mi casa.

Me intrigó la situación y lo que yo ignoraba de todo aquello se incrementaba en mi imaginación llenando mi cabeza de fantasmas y preocupación. Se acrecentó más aún cuando dos días después Samuel Escobar apareció por mi casa con gesto enigmático. Cenó con mi familia y habló hasta por los codos de su tema favorito: Samuel Escobar. Una vez acabado el postre nos sentamos frente a frente en el living, él y yo. Nos medimos con la vista mientras paladeábamos un coñac. Al fin abrió su boca:

-¿Sabés qué me gustaría, Emilio?

-¿Qué cosa?

-Que me visitaras en mi casa… que cultiváramos una amistad… A veces me siento tan solo. Cecilia era todo mi mundo y ahora ella no está.

Yo sabía muy bien que había otros temas en el “mundo de Samuel”. Y además estaban sus pequeños.

-¿Y los niños?

-Los niños… bueno… no he sido con ellos un padre ejemplar precisamente. Es que la empresa me insume mucho tiempo…

-Y los caballos… y los fierros… y el yate…

-Bueno, uno puede tener alguna debilidad o alguna distracción… ¿No te parece?

-Sí… claro.

-Para comenzar una amistad, sería una excelente idea que el sábado fueran a cenar a casa. Vos y tu novia Marcela… ¡Qué chica tan encantadora!

El estómago se me contrajo en un espasmo de celos. ¿Qué hacía ese hombre tomando el nombre y la persona de Marcela con tanta familiaridad? No obstante, por ver si todo aquello me acercaba a la verdad, acepté concurrir con mi prometida.

Capítulo 8: La verdad

Al otro día le comenté a Marcela lo de la invitación de Samuel Escobar, ella me echó un vistazo aterrada.

-Pienso- dije con ligereza y sin darme por enterado – que Samuel es un buen tipo… Después de todo lo que ha sufrido el pobre…

-Yo preferiría no ir.

-¿Por qué?

-Porque… no sabría qué hablar con él y pasarías vergüenza.

-No es excusa- le espeté con dureza.

-Por amor de Dios, Emilio. No me obligués a ir.

-Vas a ir, Marcela. Un día no muy lejano vas a convertirte en mi esposa, por lo tanto, tenés que alternar con mis parientes. Es más, mañana iremos a casa de mi tía Rosa que tiene muchas ganas de conocerte. Y el sábado cenaremos con Samuel.

-Está bien- respondió Marcela como quien acepta subir al patíbulo.

Había postergado varias veces la visita a casa de mi tía, por los temores de Marcela, finalmente no se pudo negar. Mi tía había preparado una mesa de té regia, como todo lo que ella hacía. Estuvo bastante desabrida con Marcela, pues ella seguía entusiasmada con Ana Clara como la candidata perfecta para mí. En un momento le dijo a mi prometida:

-¿Puede que te haya visto antes?

-No creo, señora…

-Señorita… si no te importa. En fin… ¿qué estudios tenés, querida?

-Me faltaron las prácticas en el Magisterio.

-Ajá… ¿Y a qué te has dedicado?

-Fui obrera de las hiladoras por varios años en el taller Olivares…

-Obrera de las hiladoras…-repitió la tía mirándome.

Yo aprisioné tenazmente la mano de Marcela que palidecía contra el blanco mantel. Un temblor casi imperceptible se había adueñado de ella. Sus ojos pardos se llenaron de lágrimas. La tía dio el golpe de gracia:

-Tal vez te vi… En casa de alguna de mis amigas como mucama… ¿Has trabajado también como mucama?

-No, señorita… Siempre he sido costurera… - respondió Marcela con voz apagada.

-Marcela es una excelente diseñadora- comenté tratando de salvar la situación.

-Y… mirando estas aprenden…

En un arranque desesperado Marcela se soltó de mi mano y sin despedirse salió a la calle.

-¡Qué niñita!- comentó- ¡No tiene modales! Ni dominio de sí misma… en eso demuestra su origen.

-Adiós tía… Después hablamos.

Salí detrás de mi novia y la encontré atravesando la esquina de la casona majestuosa. La alcancé y la tomé por los hombros.

-Esperá, mi amor.

-Nunca más, Emilio… Nunca más me expongás a pasar por una situación bochornosa como la que he sufrido esta tarde. Yo podré ser una pobre mujer… pero no tengo ningún motivo para tolerar las humillaciones que tu tía me ha hecho padecer.

-No se repetirá, te lo prometo.

-Dejame que te diga algo… Lo que más me dolió en todo esto fue que vos no me defendiste en ningún momento…

-Es que mi tía es viejita y hay que seguirle la corriente…

-No me satisface tu excusa… Soy tu novia, tu prometida… merezco tu protección. Aun de ofensas que vienen de tus parientes.

-¿Y qué querés?- le dije ofuscado porque sabía que ella tenía toda la razón – Hay cuestiones que son indefendibles.

Fue una dura estocada al corazón de Marcela. Después de pensar un momento y suspirar hondamente dijo:

-Ya veo… ¿Me podés llevar a mi casa?

-Sí…

Entonces me arrepentí de mi proceder y tuve miedo de perder a Marcela por causa de mi inclemencia. Y la amaba tanto… Dios mío ¡cuánto la amaba! Si yo hubiera hablado sinceramente con ella, si yo le hubiera confiado mis dudas y recelos, si hubiera confiado en ella sobre todo... No habría lamentado más tarde lo que ocurrió. Pero no hice nada de eso porque me encerré en un imperioso egoísmo que hizo neciamente que me creyera el“bueno”.

El resto de la semana fue tranquilo. Marcela parecía más aliviada y serena, pero aquella apariencia –lo supe después- era una nube que ocultaba en su seno una despiadada tormenta.

El sábado pasé por su casa; ella estaba extraordinariamente hermosa, pero tenía la mirada preñada de aflicción.

-¿Vamos?

-Vamos de una vez.- me dijo con resignación.

Durante el trayecto hablamos de la lluvia, del frío, de los automovilistas. Nada trascendente.

-¿Qué pasa, mi amor?-la interrogué de improviso.

-Nada- respondió mirando caer la lluvia a través de la ventanilla.

-Estás pensativa. ¿Por qué?

-Estoy bien.

-Daría mi vida, Marcela, por conocer la verdadera causa de tu dolor. Te quedás a veces tan lejana y ¡tan sola! Si confiaras en mí…

-A su tiempo sabrás lo que hay que saber. No falta mucho ahora. –me manifestó con firmeza.

-Acordate de que he nacido para amarte, Marcela.

Ella guardó silencio.

Samuel nos recibió muy atento y hasta osó alabar en mi presencia la belleza de mi novia, cosa que me pareció bastante atrevida por su parte.

La cena transcurrió, al comienzo, dentro de los límites de la normalidad, aunque Marcela había enmudecido, tensa quizá por la desacostumbrada amabilidad de nuestro anfitrión.

Alrededor de las diez se presentó en el gran comedor una mujer de riguroso uniforme oscuro.

-Con su permiso, Sr. Escobar. Traje a los niños para que les dé las buenas noches.

-Tráigalos, Teresa. Teresa es la niñera.

La mujer traía de las manos a dos criaturas casi idénticas: Francisco y Fernando Escobar, sorprendentemente parecidas a Samuel.

-Ahí tienen a los chicos. – aclaró Samuel sin darles demasiada importancia.

-Son muy parecidos a vos… Te felicito.

-Sin embargo, Emilio… como todos los de la familia saben… no son mis hijos. No son de mi sangre. Cecilia no podía darme hijos… Y ella tanto insistió que pedí a un médico amigo que nos tuviera en cuenta cuando se presentara algún caso. Los gemelos tenían pocos días cuando el Dr. Maldonado nos los trajo y los anotamos con mi apellido. La madre se los había vendido… Cayeron en cuna de oro… Esos chicos sí que tuvieron suerte…

Marcela dio un hondo gemido.

-¡Qué madre desnaturalizada! ¿Cierto, mi amor?-pregunté a Marcela.

Mi novia no respondió, se había cubierto los ojos con ambas manos. Samuel la miraba perplejo. Finalmente, Marcela se puso en pie y se arrodilló junto a los pequeños. Luego los abrazó con infinita ternura mientras los besaba sin dejar de llorar. Los niños le retribuyeron sus caricias con risas cristalinas y algunos cariños ante el estupor ignorante de nosotros los hombres.

Me acerqué a ella y toqué su hombro para compartir su compasión y dulzura.

-Mi amor- le dije – Sé cuánto te afectan estas cosas… Mi noviecita es tan sensible…

-Teresa – ordenó Samuel- lleve a estos niños a la cama. ¡Que no nos molesten más!

-¡No!-gritó Marcela como fuera de sí –Por amor de Dios…

Yo la tomé por el brazo.

-¡Soltame, Emilio! Hasta aquí llegamos…

-Pero, Marcela… -protesté alarmado.

Ella se dirigió entonces a Samuel.

-Estas criaturas que has despreciado – exclamó con fuerza – estos niños que no significan nada para vos… llevan tu sangre… Son tus hijos, Samuel. Y también son mis hijos…

Capítulo 9: Otras verdades

Un mundo completo se derrumbó sobre mi cabeza y caí en una silla como aturdido. Samuel miraba a Marcela con el rostro desencajado fijando la vista en ella y en los niños de forma alternativa. Después se puso en pie de un salto e increpó a Marcela:

-¿Qué decís? Estás loca… ¿De dónde has sacado esa fábula?

En ese instante es cuando yo hubiese querido no estar en aquel lugar, ni haberme enterado jamás de la cruda verdad. Al fin de cuentas, Marcela había tenido razón.

Aún abrazada de los niños, la mujer explicó entre el llanto a Samuel:

-Aquel día… cuando nos separamos… el día en que supe que estabas casado… me guardé un secreto. No te quise decir que estaba esperando un hijo tuyo. No fue un niño… fueron dos varones gemelos, que nacieron el nueve de abril… casi seis meses después de nuestra separación… El Dr. Maldonado me vio pobre y deshonrada y me presionó para que se los diera… Por ellos y porque iban a tener otra oportunidad se los entregué… Nunca pensé que vendrían a parar a tu propia casa.

Samuel dio un fiero puñetazo sobre la mesa, tan fuerte que hizo entrechocar la cristalería. Al principio yo no podía dar crédito a lo que oía, pero descubrí que era la verdad completa, por fin.

-¿Por qué ese día no me lo dijiste, Marcela? ¿Por qué? ¿Por qué vendiste a nuestros hijos?

-¡¡¡No los vendí!!! Eso nunca… Yo estaba en la miseria… sin leche para alimentarlos… con mi madre muy enferma… Ellos hubieran muerto o enfermado si los hubiera retenido a mi lado. Pero todos estos años no he hecho otra cosa que pensar en ellos y he procurado progresar con tal de recuperarlos…

Marcela abrazó fuerte a los niños y lloró. Yo sobraba allí. Me puse en pie también llorando mientras Samuel daba vueltas por el salón como un león enjaulado.

-Me voy –dije entre sollozos.

-Emilio… -gimió Marcela sin poder mirarme – Esta es mi verdad… La verdad que te advertí te atravesaría el corazón… la verdad que tanto hiciste por conocer…

-Adiós, Marcela… Yo no soy el padre de tus hijos… Estoy de más en este lugar.

Sin despedirme del odioso Samuel, al que yo culpaba de la desgracia que había caído sobre mí, me marché quebrado, con fuerzas apenas para conducir el automóvil hasta mi casa.

No salí de mi cuarto por dos días y cuando volví a la fábrica me hallé con la triste novedad de que Marcela había renunciado. Después de una semana de calvario en la cual me sentía la víctima inocente de toda aquella historia, decidí ir hasta la casa de Marcela. Iba dispuesto a gritarle mil insultos injuriosos, humillarla hasta que besara el suelo, denigrarla hasta que sufriera lo que yo estaba padeciendo… Llamé a su puerta y cuando ella en persona me atendió, no pude hacer ni decir nada de lo que había pensado. Yo tenía un aspecto descuidado y ella se veía demacrada y llorosa. Le alcancé el telegrama rechazado.

-No puede haber marcha atrás en mi decisión. Yo necesito cambiar de vida de nuevo, cambiar de aires… y por eso no puedo ni debo seguir trabajando en el taller.

-¿Puedo pasar?

-Claro… siéntese… A ver, espere a que corra estos bolsos.

Por doquier había cajas de embalaje, bolsos y valijas ya listos.

-No sé qué otra cosa tengamos que hablar…

La miré por largo rato.

-Yo tengo mucho por decirte, Marcela y no sé por dónde empezar. Desde esa noche en que supe la verdad… mi vida se ha convertido en un verdadero infierno. Y he pensado en mil locuras. Hasta tuve ganas de matarte… Pero, a pesar de todo, tengo una sola razón para venir hoy, yo sigo amándote. Y eso no tiene remedio.

-Sin embargo- replicó Marcela- no merezco ese amor. Se lo dije aun antes de que llegáramos al noviazgo.

-No se trata de merecimientos, Marcela.

-Respóndame ¿todo hubiera sido igual si Ud. hubiera sabido la verdad? ¿qué le hubiera impedido intentar hacer lo mismo que Samuel Escobar? Ud. es un buen hombre… con cualidades valiosas, una buena posición… nada se opondrá para que se rehaga y muy pronto.

-No me hablés así. Marcela. Eso no me conforma ahora… quiero saberlo todo, si es que tengo derecho…

-De acuerdo. Este drama comenzó hace poco más de cinco años, cuando yo era una de las principales costureras de una casa de modas para la clase alta. Allí “mirando aprendí” como dijo su tía. Un día, Samuel vino a buscar un vestido de noche, que supuestamente era para su madre y me dio conversación. Me cautivó su simpatía, que yo no sabía era falsedad. Yo tenía veintitrés años, pero era una muchacha ingenua y con la cabeza repleta de fantasías. Más tarde, él, haciéndome creer que no tenía compromisos, me invitó a pasear. Unos meses después y sin que lo supiera mi madre, sucedió lo que jamás debió pasar: accedí a sus exigencias…

-Seguí, por favor…

-Esa relación duró un breve tiempo repleto de sinsabores para mí. Él me había dado su palabra: supuestamente iba a casarse conmigo. Un día alguien me anotició de que ese hombre estaba casado y yo asumiendo lo poco que me quedaba de dignidad me separé de él sin decirle que estaba embarazada.

Marcela se detuvo para secar su llanto y luego prosiguió.

-El nacimiento de las criaturas se produjo en mi casa en busca de mayor discreción. Después comprendí que la única oportunidad que tendrían los niños sería la de entregarlos a una familia que los pudiera sacar adelante. El resto es simple: con la vergüenza a cuestas y un desgarro profundo en el alma, nos vinimos a San Fernando con mi madre. Nos establecimos aquí con la intención de trabajar las dos para subsistir, pero ella enfermó. Entonces lo conocí a Ud., Emilio. Y en lo demás, no hubo secretos ni mentiras.

Lágrimas ardientes corrían por mi cara.

-Siento que me traicionaste anticipadamente.-dije.

-Yo creí, ilusa, que cuando nos pusiéramos de novios alcanzaríamos la felicidad. De todos modos, nunca pude quitar de mi corazón el peso de haberme entregado a un hombre desleal y el de haber tenido que entregar a mis hijos a ese médico inescrupuloso. Y siempre temí esto: que el día que Ud. supiera la verdad, sufriría demasiado… Pero ya no está en mis manos cambiar las cosas. Lo lamento.

-Más lo lamento yo… Te lo aseguro… Ya nada volverá a ser igual. Yo venía dispuesto a insultarte, incluso a “atropellarte”, me sentía hasta con ese derecho. Pero no puedo. Lo que te ha pasado me duele en carne propia.

-Ud. es bueno. Tan bueno que era demasiado para mí… tan bueno que voy a amarlo siempre…

-¿Y ahora? ¿Qué vas a hacer?

-Amparada en el derecho, he reclamado a mis hijos.

-Samuel te los va a entregar con alguna condición, seguramente.

-Así es… Ya me dijo que si quería a los niños me fuera a vivir con él.

-¿Y vos vas a aceptar?

-No llore, por favor- me pidió llorando a su vez. - No merezco sus lágrimas… ni una sola de ellas.

-¿Vas a aceptar?

-Claro que no. Estoy dispuesta a pelear por mis hijos… pero será en la Corte. Samuel quiere a los niños solamente para apoderarse de mí y volverme de nuevo su juguete. Pero, esta vez, tengo una fortaleza nueva. Esos niños necesitan de mí y mi situación es muy distinta de como era hace cinco años atrás.

-Un hijo es un lazo poderoso… Me imagino, dos.

-No, Emilio… Esas criaturas fueron un accidente para Samuel. Conociéndolo un poco, pienso que si él hubiera sabido de la existencia de los niños… tal vez me hubiera obligado a matarlos antes de que nacieran. Entonces, no hubiera quedado nada en este mundo que me impidiera quitarme la vida. No… no hay ningún lazo entre nosotros. Hoy querría no haber cometido aquel error… Y…

-¿Y qué?

-Y que esos niños hubieran sido sus hijos… Unos niños nacidos en el ámbito de una verdadera familia. Perdóneme por haberlo desilusionado…

-Mejor es que me vaya.

Marcela me acompañó hasta la puerta.

-Adiós, Emilio. Conocerlo fue lo mejor que me ha pasado en esta triste vida.

La abracé fugazmente mientras llorábamos los dos. Al final nos separamos y me marché a casa. Para llorar a solas con mi desgracia.

Capítulo 10: Un clavo saca otro clavo

Mi tía Rosa me observó con su astuta mirada escudriñadora. Yo había llegado esa vez, como siempre, a la hora del té.

- Sé todo, Emilito.- señaló con aire de tragedia – Samuel estuvo aquí ayer y me contó… ¡Esa mujerzuela!

-Tía… por favor…

-Algo me decía a mí que esa chirusa no era “trigo limpio”. ¡Ojalá lo hubiera sabido antes!

-No hablemos del tema, tía… Estoy en franco plan para olvidar.

-En eso justamente he estado pensando y como sé por ley de la vida que un clavo saca otro clavo, he preparado todo para que tengás la oportunidad de salir con alguien que se muere por vos. Y que te merece de verdad.

-Por ahora no, tía…Gracias.

-Justamente ahora es el momento… ¿Qué vas a esperar? Sos grande ya… el mes que viene vas a cumplir los treinta y dos.

-No hace falta que me lo recordés…

-Sucede que este fin de semana estuve conversando mucho con Ana Clara Rey Gaola. Sigue sin compromiso y es un tesoro de persona… ¿Qué te parece?

-No…

-¿Qué te cuesta, Emilio?

-Me cuesta mucho. Me siento muy cansado…

-¿No será que te sigue hostigando esa mujer?

-Para nada… Ella se fue a vivir a Santa Lucía. Hace más de un mes que no la veo y no ha vuelto a comunicarse conmigo.

-Mejor… Tenés que pensar que no valía la pena: una cualquiera sin moral… ¡Mejor que se haya ido! Mirá si se hubieran casado y después te enterabas de todo… Yo jamás le voy a perdonar que haya seducido a Samuel engañando a la pobre Cecilia, que en gloria esté.

Sonó la campanada del timbre que me salvó de aquella tortura.

-¡Ah! –exclamó la tía – Es ella. ¡Siempre tan puntual!

-El “clavo” – comenté con amargo sarcasmo.

La tía trajo del brazo a la hermosa Ana Clara y yo sentí hastío por ser partícipe de aquella situación tan artificialmente preparada por mi madrina. Saludé escuetamente a la muchacha mientras ella sonreía contenta: sabía que yo era libre otra vez y esa era su oportunidad para conquistarme. Cómo lo hizo, no lo sé, pero esa tarde acabé invitándola a salir el sábado siguiente.

Más tarde, desde la casa de mi tía hasta mi propia casa, la conciencia me remordió por mi traición para con Marcela: había empezado a regalarle mi corazón a otra mujer.

No me esmeré en demasía. Fuimos con Ana Clara a escuchar un concierto en la Plaza Mayor. La Filarmónica Provincial atronaba el aire primaveral con sus acordes acompasados. Apenas podíamos conversar y esa era mi idea: intimar lo menos posible con ella.

Ya de regreso la muchacha me dijo:

-Lo he pasado muy bien, aunque se nota que vos no estás nada bien.

-No puedo evitarlo. Disculpame.

-Está bien… Yo te voy a ayudar a salir de ese pozo… Tengo toda la paciencia del mundo para esperarte.

Ana Clara me dio un beso en la mejilla y luego entró en la señorial mansión de sus padres. Apenas el mayordomo cerró la puerta cancel tras ella, su silueta se recortó a través de los preciosos vitrales de la entrada.

Yo me marché con la certeza de que estaba engañándome y engañaba a la chica, pues todo mi amor, intacto y completo, seguía perteneciendo a la desdichada Marcela. Deambulé por la ciudad hasta altas horas de la noche, entre tanto pensaba e imaginaba cómo hubiese sido mi vida con Marcela, si nos hubiéramos podido casar. Esa sola idea me sirvió para sentir lástima de mí mismo. ¡Más dolor estéril! ¡Más autocompasión inútil!

Algunos días más tarde me encontré por casualidad con mi rival, Samuel Escobar. Se hizo el amistoso conmigo.

-¡Emilito! ¿Cómo andás, viejo?

-Bien… digamos…-respondí por la memoria de mi pobre prima.

-¿Supiste?

-¿Qué cosa?

-Tu ex novia me ha iniciado una demanda reclamando la tenencia de los niños…

-No sabía…

-¡Qué atrevimiento esa chica! No sé qué podrá alegar en su favor…

-Y… la verdad…

-Escuchame, ¿por qué no la aconsejás vos al respecto, Emilio?

-Porque ya no nos vemos.

-¡Bah!

-Era lógico que eso sucediera. ¿No te parece?

-Claro… Pero ¡está loca! Yo los he reconocido con mi apellido y los he mantenido hasta ahora… Ella jamás se hizo cargo, hasta ahora que se le ocurre pedírmelos.

-Tal vez no pudo hacerse cargo.

-Puede ser… ¿Sabés qué? Me he dado cuenta de que quiero a esa mujer… Y le he propuesto un matrimonio… conveniente para ella en su situación. Hasta ahora ella se ha rehusado, pero creo que no está lejano el día…

-A mí no me incumbe esto que me estás diciendo. Y creo que te has encaprichado con ella.

-Bueno… No es un capricho. Marcela es una hermosa mujer. La conozco muy bien.

Se quedó pensando y eso alimentó mi odio por Samuel Escobar.

-Vos, Emilio, podrías hablarle y decirle que me acepte. Es lo que le conviene.

-Yo también conozco a Marcela, aunque no tanto como vos, y sé que ella está empeñada en recuperar a sus hijos. Además, sabe muy bien lo que hace. Quién sabe lo que le conviene a ella…

Sin soportar por más tiempo la visión de mi enemigo, opté por despedirme y alejarme rápidamente de él.

Capítulo 11: El juicio

Tenía en mi poder la dirección de la tía de Marcela en Santa Lucía y hacia aquel lugar partí con una firme determinación.

La tía Lila le avisó a Marcela que un muchacho la buscaba. Sorprendida ella apareció por la sala, más delgada y pálida que dos meses atrás. Sus ojos color miel se habían opacado con unas ojeras oscuras.

- ¡Emilio!- exclamó con cierta preocupación.

-Vine a hablar con vos. Sabía que estabas aquí.

-Siéntese, por favor. –había frialdad en su tono de voz.

-La otra vez me olvidé de darte algo. –le dije cuando nos habíamos quedado solos.

Le alcancé un sobre con dinero.

-¿Qué es?

-El dinero de tu indemnización.

-No esperaba esto: yo renuncié.

-Creo que te va a venir bien: supe que has iniciado un juicio… En un principio temía que ibas a casarte con Samuel Escobar, el padre de tus hijos.

-No podría, Emilio. Me mentiría a mí misma y a mis pobres hijitos.- dijo y sus palabras fueron para mí como una puñalada.

-Yo estuve con ese hombre… por casualidad.

-Le habrá hablado pestes de mí…

-Por el contrario, me ha dicho que quiere casarse con vos porque está enamorado…

-No fue eso lo que me dijo a mí, pero yo no voy a repetirlo ahora.

-Samuel me pidió que yo intercediera por él y te aconsejara respecto a lo que te conviene.

-Me extraña, Emilio, que Ud. se haya prestado a los enredos de Samuel y quiera ser cómplice de un tipo como él.

-He querido mantenerme al margen, pero como veo que estás sufriendo mucho, pensé que tal vez lo mejor sea que te casés bien con ese hombre… De ese modo estarás con tus hijos y con…

-¡No siga, por favor! Para decir lo que está diciendo no hubiera venido. ¡A esta altura de mi vida qué me importa a mí sufrir!

-Yo quiero ser leal… y por más que estoy convencido de que tendrías que casarte conmigo, te aconsejo esto para que consigás recuperar a tus hijos.

-Yo no he pedido ni necesito de sus consejos, Emilio. Y no debió venir.

-En el fondo, mi intención era verte de nuevo. Pero, sé que vos tenés muy en claro lo que vas a hacer de tu vida.

-¡Por supuesto que lo tengo en claro!

-Ya me voy.

-Adiós, Emilio. Y si alguna vez Ud. me quiso un poco, le voy a pedir que no vuelva nunca por aquí. El verlo me hace sufrir y a Ud. no le hace bien, según se nota.

-Tenés toda la razón: fui un tonto.

-Y si volviera a ver a ese hombre dígale que, por mi parte, he puesto mi confianza en la justicia divina, que nunca falla. Sólo eso.

Me extendió su mano temblorosa y dando un suspiro me despidió con un trémulo “Adiós”.

Lo supe por la tía Rosa que me tenía al tanto: los resultados de la demanda fueron desastrosos para Marcela. No sólo había perdido la posibilidad de recobrar a sus hijos sino que también debía una montaña de dinero al demandado Samuel. Él ahora tenía a mi antigua novia justo en el terreno en donde quería, a sus pies.

Aconteció en la residencia de mi tía, días más tarde, cuando Ana Clara, la anciana y yo compartíamos un té. Llegó de improviso Samuel, radiante de triunfo, con un gesto de soberbia que lo hacía más aborrecible para mí.

-Te dije, Emilio, que le convenía a esa mujer un arreglo antes de llegar al juicio. ¡Ahora no le va a quedar cosa por vender para poder pagarme!

-Se puede vender ella misma…- opinó Ana Clara con cariz inocente. Sus expresiones me molestaron sobremanera pero me quedé callado pues no encontré las palabras para defender a Marcela. Los otros rieron con sorna por la ocurrencia de la muchacha.

-De todas maneras- dijo Samuel con su mejor discurso filantrópico- ese juicio me ha servido de mucho. Me di cuenta de que sería un estúpido si dejara pasar de largo a una mujer tan hermosa como Marcela Guzmán. Por otra parte, es la madre de mis hijos: Dios lo dispuso así.

El hipócrita cruzó las manos en el pecho con gesto sacrificial.

-Vos sos demasiado bueno, Samuel- dijo la tía Rosa con sinceridad.

-Es que vi a esa mujer en el juicio- respondió con falsa humildad- La vi y me enamoré de ella como la primera vez.

Más puñaladas para mí. Samuel me miró con intención.

-Y estoy dispuesto a esperarla pacientemente. Tengo lo que ella más quiere en el mundo: nuestros hijos… Y sé que ella me va a suplicar un día que la haga mi mujer… Y además…

Me puse en pie y me paseé por el salón algo asfixiado.

-¿Y?

-Algo hemos avanzado… al terminar el juicio le dije que mi propuesta seguía en pie y esta vez percibí la duda en su mirada… ha comenzado a ceder…

-¡Basta, Samuel!- grité – Ya sé cuál es tu juego…

-¿Qué? ¿Qué pasa, Emilio? –preguntó haciéndose el inocente.

-Mejor me voy, tía.

-¿Por qué, hijo?

-Porque estoy a punto de vomitar.

Salí perseguido por las carcajadas del miserable. La noche yacía brumosa y fresca y me puse a caminar.

Pasé por la Iglesia del Buen Pastor y un relieve del frontispicio me impactó como nunca. Había cruzado mil veces frente a la imagen, pero esa noche vi mucho más, y Dios me habló a través de las piedras.

Jesús cargaba sobre sus hombros a una lastimada ovejuela temblorosa. Me quedé pensando frente al cuadro e inmediatamente pensé en Marcela. Mi prometida había sido la pobre ovejita… el lobo que la acechaba era Samuel… Pero yo no era su salvador, no. En su drama yo había tenido el papel del juez implacable… Otro lobo… Me sentí repugnante a los ojos de la Suma Bondad: había dejado sola a la muchacha en el momento en el que ella más me necesitaba. Por orgullo y egoísmo había dejado caer a Marcela en la trampa de Samuel. ¡Mi desventurada ovejita!

Capítulo 12: La oveja perdida

La imagen de la monumental fachada cobró vida en mi corazón y me provocó lágrimas de profundo arrepentimiento. Entonces, le pedí al Buen Pastor que me concediera las fuerzas necesarias para sobreponerme a mi abatimiento y a mi egoísmo para poder ayudar de veras a Marcela.

Se grabó a fuego en mi alma reprochándome mi anterior proceder y entendí que mi verdadera misión era respaldar a aquella mujer aunque ya nunca pudiéramos ser felices juntos.

Pocos días más tarde supe que Marcela había presentado una nueva demanda apelando la sentencia del juicio. Me enteré de que estaba en la ciudad porque me crucé con ella frente a la Plaza Mayor. Me quedé inmóvil en la acera mientras ella seguía su camino absorta en sus pensamientos. La alcancé una cuadra más adelante.

- ¡Marcelaaaa!- la llamé.

Se detuvo con el rostro contraído por la pena.

-Marcela… ¿cómo estás? –le pregunté casi sin aliento.

-Bien. – pronunció con voz quebrada. – Creí que no me había visto… Hubiera sido lo mejor.

-Por Dios, Marcela, te vería en medio de una multitud.

-Adiós, Emilio. –se despidió lacónica y a continuación siguió su camino.

La tomé por el brazo un poco más lejos.

-No me dejés hablando solo, Marcela. Por amor de Dios…

-No quiero causarle más problemas.

-¿Sabés qué me ha pasado a mí? Hice lo que no quería y no hice lo que debía…

-Ya no puedo demorarme más, Emilio. Mi madre me espera en Santa Lucía… A las diez sale el último tren y no quiero preocuparla.

-Yo necesito hablar con vos… Un café. Eso es todo lo que te pido. Es decir, el tiempo que nos lleve tomarlo. Ahí hay un lugar, mirá…

-¿Para qué? ¿Qué sentido tendría?

-Podemos hablar como viejos amigos… Una vez lo fuimos ¿no es cierto?

-Perdóneme, pero Ud. y yo ya no podemos ser amigos ni nada que se le parezca…

-Sos cruel.

-Despidámonos ahora…

-¿Acaso no tenés necesidad de contarle a alguien todo lo que te ha pasado?

-Sí… pero no quiero contárselo a Ud.

-¿Qué te cuesta, Marcela? Estamos a un paso de ese café.

-Me cuesta romper una promesa que me hice a mí misma… La de no volver a conversar con Ud.

-Las promesas con uno mismo no obligan. Mientras tanto estamos aquí, expuestos a la lluvia que se avecina y, aunque no querás, estamos conversando. ¿Qué pueden quitarte unos minutos?

Marcela reflexionó unos momentos y al final accedió a mi súplica.

-Sólo quince minutos que voy a controlar con mi reloj.

Nos sentamos junto a la amplia vidriera del café San Marcos.

-¿Te acordás de cuando yo te perseguía, Marcela? Quería conocer el misterio que volvía triste tu mirada…

-Finalmente consiguió saberlo…

-Yo te seguía hasta el lugar en donde almorzabas tan sola y frágil. Casi siempre llorabas… Mi único objetivo era estar… estar allí donde vos pudieras verme. Algo en mi interior me apremiaba para que te cuidara, restañara tus heridas, esas que lastimaban tu alma.

El mozo depositó los cafés en la mesita y miré a Marcela sin poder agregar más. Luego de un silencio incómodo, inquirí retóricamente:

-¿Viste lo que ha sido de nosotros?

-Yo pude recomenzar… Soy una modista bastante atareada en Santa Lucía. La indemnización que me dio me alcanzó para dar el primer pago al abogado y para comprarme la máquina de coser.

-No hablaba de dinero… ni de trabajo… Hablaba de nuestro amor.

-Ya es historia pasada.

-Para mí, no lo es… Siempre recuerdo los sueños que compartíamos.

-Yo no pienso en eso… me hace daño y además, ya son las nueve y cuarto. –señaló Marcela con fingida indiferencia poniéndose en pie- Me tengo que ir. Pero no me voy a ir sin decirle algo muy importante. Yo lo he amado mucho a Ud., Emilio, y nunca lo voy a olvidar. Pero, por mis hijos tengo que enterrar este amor para siempre. En adelante tengo que luchar solamente por recuperarlos a ellos… No quiero que nada ni nadie estorbe mi objetivo…

-Así que ahora vine a ser un estorbo…

-Yo no dije eso.

-Lo dijiste y me duele. Me duele porque yo tendría que haber sido para vos una ayuda y no un estorbo. Me equivoqué…

-Bueno, me voy.

-¿Otro café?

-No… fue demasiado.

-Mirá, serían sólo quince minutos más. Corresponde porque vos me has dicho algo muy importante y yo no he tenido la oportunidad de decirte lo que pienso. Por favor…

Sin contestarme ella se volvió a sentar. Reflexioné un momento tratando de elegir las palabras más acertadas.

-El tiempo vuela.- señaló con impaciencia.

-Pienso antes para no echar a perder las cosas… Hace apenas un rato dijiste que no querés que yo te estorbe en tu camino hacia tus hijos. Y quiero asumir mi error porque te dejé sola en el momento más difícil de tu vida. Y ese era el tiempo en el que yo debía estar con vos más que nunca. Soy tan cretino como Samuel Escobar… o quizás peor…

-Eso no es cierto.

-¡Claro que lo es! ¿Vos pensás que yo me preocupé por vos, por tu situación, que pensé en cuál era el mejor modo de ayudarte? No… No… Pudo más mi orgullo, mi soberbia de creerme bueno, de creerme justo… Fui un gran hipócrita, Marcela…

-No tiene que confesarse conmigo…

-Te lo debo… Porque siempre he buscado arriesgar lo menos posible… Nunca pensé que me tenía que jugar por entero… por vos, Marcela. Quise cerrar los ojos, pero fue inútil… sólo vivo por vos…Perdoname.

Marcela se incorporó casi llorando.

-Esperá. No te vayás ahora…

-No vale, Emilio… No vale… Me ha encontrado por casualidad y me sale con esto de que vive por mí… Se está burlando…

-Te juro que no fue casualidad… Dios te puso en mi camino. Como me puso una vez en el tuyo… hace más de dos años.

-Ya no es posible volver atrás.

Marcela salió intempestiva y la perdí de vista entre la lluvia.

Capítulo 13: El viaje de Marcela

Cuando la encontré, caminé a su lado como en los viejos tiempos.

- ¡Fue más de media hora!- expresó con los puños apretados.

-No terminé.

-Yo sí…

-Dejame desahogarme, Marcela… Por favor…

-Hable, pero este camino que ha tomado no lleva a ninguna parte.

-Si voy con vos, no me importa si no va a ninguna parte… De veras te lo digo. Este es el único camino que puedo tomar: el que debo, el que quiero y el que me corresponde por derecho… Dios ha puesto este amor en mí y lo impulsa con su infinita sabiduría. No puedo oponerme a esta fuerza vital. Y vos tampoco.

-¿Qué está diciendo?

-Te pido perdón, Marcela. Quiero que volvamos a ser novios y que nos casemos como Dios manda cuanto antes. Y voy a hacer lo imposible para que recuperés a los niños. Si vos estás dispuesta a perdonarme seré el hombre más feliz de la tierra.

-¿Y qué le voy a perdonar?

-Yo te fallé, ya te lo dije. Conmigo a tu lado, protegiéndote, defendiéndote, hubieras salido airosa de ese juicio con Samuel y hoy tus hijos estarían con nosotros… Si en vez de huir como un cobarde, hubiera asumido mi tarea, ya serías mi esposa… ¡Cuántas lágrimas hubiera evitado!

-Yo nunca sería la esposa que Ud. se merece.

-Pero te amo con locura… ¿qué hago?

Marcela me miró con ternura, vi en sus ojos aquel sentimiento que era mío cuando éramos novios:

-Ud. es un hombre excepcional. – me abrazó y se volvió - ¡Adiós, Emilio! Gracias por todo lo que está tratando de hacer por mí, por nosotros… pero no voy a aceptar su cariño: no quiero arruinarle la vida.

Me dejó mientras miraba su reloj.

-¡Dios mío: perdí el último tren!

-No importa. Te voy a llevar en mi auto.

-¡Es demasiado! No… ¡Un viaje de tres horas!

-En automóvil no es más de una hora y media. ¡Dale!…¿Querés?

-Está bien…-dijo vencida.

Cuando subimos al coche, Marcela parecía muy cansada y no habló palabra. Yo respeté su silencio mientras rememoraba la época venturosa en que ella iba a mi lado y el porvenir se presentaba como una maravillosa circunstancia.

No bien habíamos salido, ella reclinó su cabeza y se quedó dormida. La atraje hacia mí para que su cabeza descansara en mi hombro. Abrió los ojos sorprendida en una estación de servicio donde me detuve. Besé su frente y ella se apartó.

-Disculpe: me quedé dormida.

-No te separés de mí, Marcela. Me ha hecho tan feliz que estés a mi lado. Te amo.

Sin responderme, dio vuelta la cara y miró por la ventanilla. Llovía con fuerza. El encanto se había roto.

Llegamos a la casa y ella se bajó con prisa:

-Gracias, Emilio… Adiós.

-¿Y eso es todo?- pregunté bajándome también.

-No insista, por favor.

-Siempre he sido insistidor y vos lo sabés bien… con mi perseverancia te conquisté la primera vez… ahora estoy dispuesto a perseverar de nuevo.

En eso salió la tía de Marcela.

-Marcela, me sorprendió que llegaras tan pronto. ¡Ah! te trajeron… te esperábamos más tarde con tu mamá.

-Es que perdí el tren…

-¿No pasa, joven?

-No… tengo que volver… además no son horas de visitar, pero si Ud. me lo permite, yo voy a volver otro día.

-Cuando quiera…- la tía me saludó y entró en la casa.

-Es obstinado ¿eh?

-No debería sorprenderte, me conocés bien.

-Quiero que razone, Emilio.

-Ya he razonado todo lo que debía. Vos sos la que tiene que razonar ahora… Pero voy a dejarte tranquila y me voy a ir.

Marcela sonrió levemente mientras una lágrima corría por su rostro. Me arrodillé frente a ella y le tomé las manos.

-No quiero verte llorar, como no sea de felicidad… -besé su frente y regresé a San Fernando con el alma llena de esperanzas y la imagen del saludo alegre de Marcela en el espejo retrovisor de mi coche.

Volví a su casa una y otra vez. Al principio, ella me recibía con cierta reticencia. Mis visitas eran muy breves, pues yo no quería presionarla. Pero ese encuentro permitió que se renovaran los sentimientos de Marcela por mí.

Un día, al despedirnos, ella aceptó que yo la besara, entonces aproveché para hacer mi propuesta:

-Marcela, mi amor, yo puedo arreglar todo para que en una semana nos podamos casar.

-Dejame que lo piense.

-¿Qué tenés que pensar?

-Vamos a tener unos comienzos más que difíciles…

-No me da miedo porque sé que juntos vamos a poder afrontar todas las dificultades. Dame carta blanca para que organice todo… algo discreto, sencillo, o, si vos querés, con bombos y platillos…

-Está bien… Dale… Pero que sea discreto.

-En una semana tenemos nuestro matrimonio, amor mío…

-Si Dios quiere.

Con una embriaguez de dicha inefable regresé esa tarde a San Fernando y soñé toda la noche con la consecución de mis más grandes ilusiones.

Capítulo 14: Los emisarios

Debo confesar que por aquellos días tuve varios desaciertos, pero considero ahora que el más grande de todos debe haber sido el confiar a mi tía Rosa acerca de la premura y del secreto de mi matrimonio. Pensaba que ella, comprendiéndome, me iba a ayudar.

- ¡Es una locura, Emilito!- prorrumpió.

-Es nuestra única oportunidad. Ella necesita asegurar su estabilidad para recuperar a sus hijos y yo voy a ayudarla porque la amo… y me ama a pesar de todo.

-Sigo pensando que es una locura. A veces he llegado a creer que te ha embrujado esa chica…

-Puede ser…- respondí riendo.

-Te creía más inteligente, hijo… Pudiendo concretar una boda estupenda con Ana Clara has elegido a esa muchachita… Yo organizaría la fiesta… ¡Toda la sociedad de San Fernando estaría presente aquí en mi casa!

-Por favor, tía, yo te hablo de un matrimonio y de amor y vos me salís con lo de la fiesta y la sociedad de San Fernando… No tiene nada que ver una cosa con la otra.

Sin embargo, aquella conversación tuvo consecuencias inesperadas. El día en que había concretado el turno en el Registro Civil, hacia las tres de la tarde, la empleada me anunció que el viudo de Cecilia me esperaba en el recibidor.

Salí a verlo con cierta parsimonia y con aire de ganador.

-Samuel… ¿qué te trae por aquí?

-Me acabo de enterar. – dijo sin saludar.

-¿De qué?

-De que vas a casarte con Marcela.

-¿Y qué tiene?

-Vos la rechazaste cuando conociste su pasado…

-No fue así. Yo te había dejado el camino libre a vos creyendo que ella te quería. Pero, ella me ama a mí y yo la quiero con todo mi ser.

-Es un desatino… Por vos lo digo. Esa mujer no te conviene.

-Ya está decidido…

-Pero ella tiene un acuerdo pendiente conmigo y vos lo sabés.

-Ella no puede tener ningún acuerdo con el enemigo. Perdiste su amor hace tiempo, Samuel. Ahora tenés que aceptar tu derrota y hacerte a un lado.

-Te juro que no van a tener paz, Emilio…¡Te vas a arrepentir! –me gritó furioso y se marchó. La tía Rosa me había delatado.

Al día siguiente, viajé a Santa Lucía con el objeto de confirmar a Marcela la fecha de nuestro matrimonio: sucedería el sábado de la semana siguiente.

No había nadie en la casita. Me cansé de llamar a la puerta con preocupación creciente. Un presentimiento me decía que algo malo había ocurrido. Finalmente, acudí a la casa de una vecina para averiguar en donde se encontraban Marcela, su madre y su tía.

-La señora de Guzmán está internada.

-¿Qué le ha pasado?

-No sé bien… hoy a la madrugada se la llevó la ambulancia. No sé nada más.

En el hospital de Santa Lucía, la tía de Marcela aguardaba en un largo pasillo. Lloraba.

-¿Cómo está?- pregunté.

-Lamentablemente, muy grave.

-¿Y Marcela?

-Está con ella ahora. El corazón de mi pobre hermana no pudo resistir tantos golpes.

-¿Qué pasó?

-¿No sabe, Emilio?

-No…

-Ayer por la tarde vino una señora mayor con un hombre… No sé lo que hablaron pero Marcela se quedó llorando en su cuarto y mi hermana, apenada por su hija… se empezó a sentir mal hasta que se desvaneció. Y aquí estamos…

Esperamos largamente y por fin salió Marcela con patético aspecto.

-Marcela- la abracé. Pero ella me rechazó indignada.

-¡Ya basta, Emilio!

-Pero, mi amor…

-No escandalicemos aquí, por favor.

-¿Qué fue lo que pasó?

-Creí que lo sabías…

-No sé nada pero me muero de angustia por lo que pudo haber pasado.

Los ojos de Marcela se mostraban hinchados por el llanto derramado. Me señaló un sillón en la sala de espera y hacia allí nos dirigimos. Nos sentamos uno al lado del otro.

-Yo venía para avisarte que nuestro matrimonio será el otro sábado… pero si te parece podemos postergarlo hasta que tu mamá se reponga.

-Ese matrimonio nunca se va a llevar a cabo.

-Si me das una razón justa, yo te juro que no vas a verme nunca más.

-Es lo que tenés que hacer… porque está visto que lo nuestro no puede ser.

-Una razón justa… dame una razón justa.

-Está bien, ayer por la tarde estuvieron en mi casa tu tía y Samuel Escobar.

-¡¡¡Fueron ellos!!!- me puse de pie furioso.

-Tu tía me dijo algunas cosas que me parecen mucho más que la razón justa que me estás pidiendo. Primero, ella me hizo ver que no tiene nada que hacer una mujer como yo con un hombre excelente como vos…

-¡Qué sabrá mi tía de excelencia! es una mujer frívola y …

-¿Me dejás continuar?... La segunda razón: si me caso con vos nunca voy a recuperar a mis hijos porque Samuel se los lleva lejos de aquí…

Me mordí los labios con rabia: ¿qué podía oponer a esa razón?

-La tercera… Has pedido en matrimonio a una tal Ana no sé cuánto…

-Pará… Salí una vez con ella, pero ni siquiera le mencioné el tema…

-Claro… y yo tengo que creerte, Emilio.

-Es la verdad: salí con ella para olvidarte, pero no funcionó… nada puede funcionar si no es con vos… Creeme, Marcela.

-Creo que son tres las razones justas para desaparecer de tu vida. ¿No te parece?

-Pero…

-Nada. Dudé, Emilio, por un momento pensé que iba a continuar llevando adelante lo nuestro, sentí que no me importaban las humillaciones que sufrí de parte de tu tía y de ese hombre… pero cuando mi madre se descompuso recordé que la culpable de su enfermedad había sido yo. Por todo lo que sufrió cuando me quedé embarazada y abandonada, al tener que entregar a mis hijitos… Todas esas penurias han sido como hachazos que han socavado la endeble salud de la pobrecita. No quiero que mi madre muera. Ya no tengo fuerzas para luchar… Las pocas que me quedan voy a emplearlas en acompañar a mi mamá, no puedo dedicarme a otra cosa.

Se puso a llorar y se marchó casi corriendo por el largo pasillo. Yo me quedé un rato en el sillón como si todo lo que me estaba pasando fuera parte de una pesadilla.

Capítulo 15: Hay amores que matan

Después de anular los turnos para mi matrimonio me fui derecho a la casa de la tía Rosa. Ella me recibió como siempre, con una sonrisa.

- ¡Emilito!- exclamó sorprendida.

-¡Nada de Emilito!...

-¿Qué pasa?

-¿Por qué me hiciste eso, tía? No has tenido compasión de mí.

-¿Cómo?

-No te hagás la desentendida: me robaste a la mujer que amo.

-Pero… pero…

-No tía… sin “peros”. Vine a decirte que me ha ofendido entrañablemente tu actitud. La elección que has hecho es clara: te has puesto de parte de Samuel Escobar.

-No, hijo… Yo siempre estoy de parte tuya.

-¡En absoluto! Por esto que me has hecho te aviso que esta es la última vez que piso esta casa… Olvidate de que existo, tía… Para vos, Emilito se mu-rió.

-Hijo… yo hice todo por tu bien, pensé que te ayudaba… ¡No te vayás!

La anciana lloraba vivamente cuando cerré la enorme puerta cancel tras de mí. No bien llegué a mi casa me encerré en mi cuarto y no bajé hasta que Mamina me llamó.

-Emilio, ¿estás bien?

-Sí… no te preocupés.

-En la sala te espera tu tía. Está muy compungida. Quiere hablar con vos.

-Yo no voy a hablar con esa señora.

-¿No te parece que estás exagerando?

-Decile así… por favor.

Las circunstancias que había vivido me hicieron odiar y maldecir en mi interior a Samuel Escobar. Me llené de amargura pidiendo que todo el peso de la justicia divina cayera sobre él. Después comprendí que de nada servía alimentar esos sentimientos pues la maldición cayó encima de mí.

Lo supe al poco tiempo: la madre de Marcela falleció y yo no pude acompañarla en su dolor; después perdió la apelación del juicio por la tenencia de sus hijos. Aquel fue el golpe de gracia para su triste vida.

Sabía que, después de esos incidentes, Samuel Escobar hostigaría a Marcela hasta que consiguiera lo que tanto deseaba: que ella se fuera a vivir con él y los niños.

Hacía cuatro meses que había fallecido la señora de Guzmán; yo trabajaba febrilmente para olvidar lo que había perdido y cada día que pasaba me sentía más unido a la mujer que ya no podría ser mi esposa. ¿Cómo iba a hacer para arrancar su recuerdo de mi alma?

El corazón me dio un vuelco cuando escuché la voz de la tía de Marcela llorando en el auricular del teléfono.

-Perdóneme, Emilio… Mi sobrina seguramente no va a estar de acuerdo con lo que estoy haciendo, pero cumplo con avisarle lo que ha pasado. Después de todo Ud. siempre la ha querido al punto de respetar en todo lo que ella le pidió.

-Y la quiero, señora… La quiero con toda mi alma.

-Marcela está internada en el Hospital de San Fernando y se encuentra muy grave.

-Pero, ¿qué pasó?

-La asaltaron y le dieron una puñalada… Perdió mucha sangre, pobrecita.

-Voy inmediatamente para allá.

-Gracias…

El médico a cargo me preguntó si yo tenía algo que ver con Marcela. En ese instante estaba sumido en la desesperación.

-Soy el novio.

-Enseguida puede verla un momento. Todavía está en terapia intensiva.

-¿Y cómo se encuentra?

-Su estado es crítico y aunque el arma no afectó órganos vitales, la pérdida de sangre le ha generado una descompensación que hemos tratado de revertir con transfusiones.

Salió de la farmacia la tía de Marcela.

-Lila… ¿Cómo le va?

-Hijo… Que bueno que hayás venido.- me abrazó emocionada.

-¿Pudo verla?

-Esta mañana un ratito. Me di cuenta de algo terrible: Marcela ya no quiere vivir, por eso pensé que si vos le hablabas, tal vez ella quiera recuperarse… Está vencida, deprimida, deshecha…

-Si encontrara a los que la atacaron… los mataría con mis propias manos. ¿Están presos?

-No… ella no quiso que yo pusiera la denuncia. La encontré en la casa desangrándose…

-¿Por qué no habrá querido?

-No sé… Se desmayó antes de darme las razones.

En ese instante no pudimos seguir hablando porque me llamaron desde la puerta de la terapia.

-Su novia ha abierto los ojos. Tiene unos minutos para hablar con ella.

Me acerqué a la blanca cama. Marcela yacía con su oscuro cabello algo revuelto y los ojos de color miel hundidos en grandes ojeras azulinas. Se percibía en ella una delgadez enfermiza.

Con lágrimas en el rostro besé su helada frente.

-Mi amor… -le dije con dolor casi susurrando.

-¿Es un sueño?- preguntó con un hilo de voz.

-No. –respondí tomando su mano pálida. –Aquí estoy, mi amor.

-Siempre estás, Emilio… ¡Qué amor inmenso el tuyo!

-Vos lo has merecido siempre.

-Ahora sí lo merezco: he lavado mi culpa con mi propia sangre.

-No digás eso… ¿Qué fue lo que pasó?

-No recuerdo muy bien… Ayer o anteayer apareció Samuel por mi casa. Tuve mucho miedo porque estaba sola.

-Ese hijo de perra…

Marcela descansó un poco y luego continuó:

-Él pretendía llevarme por la fuerza. Me resistí y lo rechacé de plano… Dijo tantas barbaridades como podás imaginar… Cuando vio que no conseguía lo que buscaba sacó de sus ropas una daga y me asestó un golpe. Después de un rato no supe más hasta que llegó mi tía, pero volví a perder el conocimiento…

-Voy a buscarlo y voy a matarlo… Te lo prometo.

-¿Y vas a arruinarte la vida por culpa de ese hombre? No… No…

-No entiendo por qué no pusiste la denuncia, Marcela.

-¿Quién iba a creerme? Acabo de perder la apelación… ¡Tan justo!

-Tenés razón.

-Además no quiero volver a verlo. No quiero ver nunca más a ese hombre que me ha hecho tanto daño.

-Marcela… cuando te recuperés vamos a casarnos de inmediato.

-Ay… no creo que salga de esta, Emilio. Estoy tan cansada…

Ella cerró los ojos y su mano yerta resbaló de mi mano.


Capítulo 16: La fuerza de la esperanza

Esa noche el sonido de la aldaba retumbó como una lúgubre sinfonía. Una empleada de oscuro uniforme atendió y me miró asustada cuando observó que yo llevaba un revólver a la cintura.

-El señor Escobar no se encuentra.

-¡No mienta! – le espeté.

-No le miento, Sr. Olivares… El señor ha salido de viaje…

-Déjeme entrar a ver…-la pobre mujer temblaba de pie a cabeza. - Tranquila… A Ud. no va a pasarle nada.

Recorrí concienzudamente el estudio, los dormitorios, la cocina y no me quedó rincón por revisar: el infame Samuel no estaba, ni estaba su ropa… los placares aparecían vacíos.

-¿Adónde ha ido esa rata?- pregunté a la asustada señora.

-No sé. Hace dos días llegó corriendo, sacó toda su ropa, armó sus valijas… Estaba como fuera de sí. Le gritó mucho a Teresa la niñera. Hizo que ella despertara a los niños y se los llevó. Desde ese día no hemos sabido nada. De todos modos no es la primera vez que hace una cosa así. En una o dos semanas va a volver.

-¿Adónde vive la madre del señor?

-La Sra. de Escobar vive en el Barrio “Pinares de San Fernando”, en la calle Castel Nº 237.

La madre del odioso Samuel tampoco se encontraba, de hecho la casa parecía deshabitada. Casi desesperanzado me dirigí a la residencia de mi tía Rosa en busca de noticias, pues sabía que últimamente ella había estado muy cerca de los Escobar. La tía se emocionó por verme a su puerta.

-¡Emilio querido!

-No vengo en son de paz.- le mostré el revólver.

-¡Dios mío!- se horrorizó.

-Vos debés saber adónde ha ido ese asesino de Samuel Escobar. Si lo sabés me lo vas a decir, porque una de estas seis balas es para él.

-Estás muy mal, hijo… ¿Por qué no te tranquilizás?

-Marcela se está muriendo, no voy a tranquilizarme.

-Pasá…

-Juré no volver a pisar esta casa… Contestame lo que quiero saber.

-Estoy tan arrepentida, Emilio. Y me siento culpable de la muerte de esa pobre mujer, la madre de Marcela. ¿Qué le pasó a esa chica?

-Samuel la apuñaló: por eso lo estoy buscando.

-Ah… Con razón los Escobar estaban tan apurados por viajar: debí imaginarme que algo así había ocurrido.

-¿Sabés en dónde está?

-Se han ido pero no sé adónde… Amelia, la madre de Samuel, que siempre fue amiga mía me dijo que vendía su casa porque se iba del país. Pero… más adelante. Eso fue hace dos días…

-Escapó… Se llevó a los niños. ¡Pobre Marcela que no volverá a verlos!

-Emilio, acerca de los niños… tengo algo que decirte…

-¿Les pasó algo?

-No… están aquí. Amelia los dejó conmigo. Supuestamente por un par de horas. Nunca vinieron a buscarlos.

-Es la mejor noticia que he recibido en meses… Traelos, tía… me los llevo. Esas criaturas devolverán a Marcela las ganas de vivir.

-Entrá y buscalos vos mismo si es que me perdonás…

-Mirá, tía, yo estaba dispuesto a no perdonarte jamás, pero como me has devuelto a los niños, voy a olvidar lo pasado y por Marcela voy a considerarte nuevamente mi tía Rosa…

La anciana se puso a llorar mientras yo besaba sus mejillas con olor a jazmín.

A la mañana siguiente pude besar y abrazar largamente a Marcela que ya estaba en sala común.

- Tengo una enorme sorpresa para vos- le dije.

-Y yo otra: en dos días me dan el alta.

-¡Qué bueno es Dios! Pero mi sorpresa es mejor… Esperá un poquito.

La tía Rosa esperaba afuera con los niños de la mano.

-¿Cómo se encuentra?

-Hoy está mejor, tía… Vengan niños, los espera su mamá…

-¡Mamá! ¡Mamá!- exclamaron las criaturas cuando abrí la puerta de la sala.

Marcela no podía creerlo. Los miraba, los abrazaba, los besaba una y otra vez. Cuando se apaciguó su alegría me preguntó:

-¿Qué fue lo que pasó?

-El padre los dejó con la tía…Y ella me los entregó a mí.

Conté brevemente lo que había sucedido con Samuel Escobar y, con el permiso de Marcela, hice pasar a la tía Rosa. La tía lloró pidiendo perdón a Marcela, Mi novia la besó en ambas mejillas y le dijo:

-Ud. me devolvió a mis hijos y a Emilio sanos y salvos, por supuesto que la perdono. Soy tan feliz ahora…

Marcela se recuperó rápidamente pues le urgía hacerse cargo de los niños que ya estaban a disposición del juez. Cuando le dieron el alta, la tía Rosa le pidió que se fueran a vivir con ella hasta la boda.

Se hicieron grandes amigas con Marcela y la tía aprendió a valorar en mi futura esposa lo que yo tanto amaba.

Un mes después nos casamos y la última noticia que tuvimos de Samuel Escobar, años después, fue que había muerto en un accidente automovilístico en Marsella.

Por nuestra parte, Marcela, los niños y yo fuimos muy felices con la familia que formado, más aún con la llegada de los tres niños que Dios quiso concedernos más adelante.

FIN