Capítulo I: El recuerdo de Luciana
Apenas llegamos con mis padres desde el cementerio, yo me encerré en el
cuarto de Luciana. La cama en la que ella había expirado tenía aún las huellas
del cuerpo frágil que habíamos tenido que dejar para siempre en el camposanto.
Un crucifijo de madera abrazaba aquel sitio con sobria tristeza. Observé
sus ropas, sus zapatos menudos, aquellas prendas que eran el último vestigio de
su joven vida truncada.
Desde un retrato, en un rincón, las dos sonreíamos con nuestros
flamantes sombreros, en aquella primavera de dos años atrás...
Entonces volví con mi imaginación a pensar en los postreros lamentos de
mi hermana, en su grito de madre.
- ¡Cuidá a mi hijo, Mariana!…
- Pero… si no te va a pasar nada. No seás tonta…
- Me estoy muriendo, lo sé. Por favor, cuidalo. Nunca te separés de él… y
protegelo de los Albarracín… que ellos no sepan que el niño vive.
- ¡Por Dios, Luciana! ¿Qué decís?
- Es muy bonito, ¿verdad?
- Es el niño más hermoso del mundo.
- ¡Jurame que nunca lo vas a abandonar!
Yo sostuve aquel crucifijo de madera entre mis manos y la miré aterrada.
El cuadro de su salud se había agravado en apenas un par de meses.
- Te lo juro, Luciana.
Ella cerró los ojos y al rato dijo:
- Ya puedo irme tranquila… Perdón Mariana… Perdoná la carga que te dejo…
Que me perdonen vos y papá y mamá todo lo que los hice sufrir.
- No hablés más, tu error fue enamorarte del hombre equivocado y creer en
él. ¡Ese malnacido!
Mi pobre hermana esbozó una amarga sonrisa y ya no dijo más. Al rato
vino el Padre Miguel para darle el Santo Viático y ella quedó inconsciente. No volvió a abrir sus bellos ojos.
El día siguiente, por la madrugada, un neblinoso 27 de julio, dejó de latir su
corazón.
Y he aquí que dos días más tarde me hallaba yo en su cuarto, deshecha en
lágrimas, recordándola y sin poder creer aún que ya no volvería a verla en este
mundo. Estaba sumergida en una pesadilla
de la que pensaba despertar pronto.
No fue así… Pero un latigazo de rabia me trajo a la memoria la imagen
del rostro altivo del hombre que había provocado el derrumbe de mi desgraciada
hermana y posiblemente también su muerte.
Un odio que me quemaba me hizo
levantar la cabeza y el ánimo. Luciana lo había perdonado; yo no tenía por qué
hacerlo.
- ¡No! Luciana ¡no! Quedate tranquila. Pablito jamás sabrá quién fue su
padre ni lo verá… ¡Te lo juro! Y si algún día ese hombre vuelve a Cerro Gavilán,
le arrancaré los ojos si intenta acercarse al niño…
Mi terrible juramento resonó en la fría habitación, mientras resolvía
enterrar hasta el nombre del mal tipo, a pesar de saber que aquel que, en mi
convicción no merecía respirar, estaba “vivito y coleando”. Y mi hermana a dos
metros bajo tierra…
Durante dos largos año, fiel a mi juramento, avivaba día a día el odio que sentía por el
hombre que había deshonrado a mi hermana y que la había repudiado por lo cual
debió afrontar la maledicencia y el oprobio, y el dolor de criar a un hijo sin
su padre.
Yo misma era mal considerada en Cerro Gavilán después de lo que había
sucedido, pero afortunadamente yo tenía a mi novio, Joaquín Valdez, que era un
hombre fiel y honesto y que hasta me acompañaba poniendo la cara contra aquella
marejada que me envolvía.
Además, el tiempo que me demandaba y los cuidados que requería Pablito
nos había obligado a mis padres y a mí a estar más que ocupados. Habíamos
logrado ser un poco felices viendo en el dulce niño a nuestra querida Luciana.
Mi padre, aunque próximo a jubilarse, todavía trabajaba en el
ferrocarril y mi madre se dedicaba a la
costura. Yo me encargaba de los quehaceres de la casa y de algún que otro
trámite.
Todas las tardes sacaba a pasear al niño en su cochecito y me reunía con mi prometido. Junto a los juegos de la placita nos
entreteníamos haciendo planes para el futuro y después nos cruzábamos un ratito
a la iglesia para rezar por Luciana.
Pablito me quería entrañablemente
y era sumamente cariñoso. Por otro lado, se llevaba muy bien con Joaquín, cosa
que me alegraba sobremanera.
Cada día que pasaba, lo hallaba más parecido a mi hermana, pero
inevitablemente, al mirarlo, también veía en el inocente rostro del niño la odiosa efigie de Fernando Albarracín,
su progenitor.
Además de cuidar del niño, yo procuraba que sobre la tumba de Luciana
siempre hubiera flores frescas, señal inequívoca de que no la olvidábamos.
Cuando iba al camposanto con el cometido de colocar flores nuevas, cada
dos ó tres días, hablaba imaginariamente con Luciana y le contaba lo que el
pequeño hacía como “hoy le salió su primer diente”, “empezó a gatear”, “ya camina”,
“hizo un berrinche bárbaro por la comida”…
Un domingo de principios de abril – lo recuerdo como si fuera hoy – me
arrodillé junto a la oscura cruz y dije:
- Trato de hacer lo mejor que puedo, Negrita. Gracias a Dios, Pablito es
muy sano… y muy inteligente… y alegre, como vos.
Eché a rodar un par de lágrimas y recordé con rabia al hombre, que,
indiferente a tanto sufrimiento, había abandonado a Luciana embarazada y más
tarde, enferma. Ni siquiera había vuelto a preguntar por ella a los amigos.
Simplemente se había marchado, había desaparecido de Cerro Gavilán y no había
vuelto jamás ni siquiera a ver a sus padres.
Cuando se deshizo la turbiedad de mis ojos, advertí que apoyada en el
travesaño horizontal de la cruz se marchitaba una vara de nardo y se me heló la
sangre en las venas.
En ese instante recordé a Luciana cuando entró corriendo desde la calle
con un ramo de nardos olorosos en su mano. Irradiaba felicidad. Sus cabellos
negros se estremecían con la brisa primaveral, mientras me decía con un sonsonete
de burla:
- Mirá, Mariana…
- ¡¿Y eso?!
- Me lo regaló un admirador secreto.
- Hmmm… ¡Qué hermosas flores! ¿Y se puede saber quién es tu “admirador
secreto”?
- Si adivinás, te lo digo… pero no creo que podás adivinar.
- ¿El comisario Neguimán?
- ¡Graciosa! ¡Noooo! Dale… ¡otro!
- ¿Marcelo Conti? – pensé en el que le gustaba a ella desde la escuela
primaria.
- No… Ni te imaginás.
- Me doy por vencida, entonces.
- Escuchá bien: ¡Fernando Albarracín! ¿Qué te parece?
- No te lo puedo creer.
- A la salida de la misa me detuvo y me regaló esta preciosa vara de nardo…
- ¡Qué atrevido!
- Y parece que está muy enamorado de mí.
- ¿Te lo dijo?
- Me lo insinuó… Y me pidió permiso para visitarme. ¡El hombre más rico
del pueblo! A mí…
Aquel gesto galante del hombre, magnificado por el romanticismo de Luciana,
había significado el inicio de una relación que había comenzado con una tierna
amistad y desembocado en un mar de lágrimas el día en que Luciana se había
visto esperando a un hijo que no tendría padre.
Volví angustiada a la realidad y a la vara de nardo que se moría junto a
la cruz. ¿De dónde diablos habría salido ese vestigio de la presencia de aquel
tipo desalmado? Me tranquilicé al rato pensando en que tal vez, alguna antigua
amiga de mi hermana, recordando cuáles eran las flores predilectas de Luciana,
había visitado su tumba de pasada y había dejado su homenaje floral a la
difunta. Me marché del camposanto con la seguridad de que nada perturbaba la
paz de mi hermana.
Capítulo II: Una vara de nardos
Por dos domingos se repitió el hecho de la vara de nardos, cosa que me
alarmó sobremanera, y un día de esos, ya no fue una simple vara, sino un ramo
perfumado que el “asesino” de Luciana estaba colocando en ese mismo momento, al
pie de la cruz sobre la negra tierra que cubría los restos de mi hermana.
Me sentí desfallecer: allí mismo, en persona, estaba el que la había
seducido, el que la había desamparado, el que, ajeno a su enfermedad y a las
penurias de su hijo pretendía ahora ahogar sus remordimientos con flores para
la muerta.
Una impotencia rabiosa me paralizó primero a unos pocos pasos de
Fernando Albarracín. Luego, la rabia que sentía me impulsó a continuar.
No sé bien qué pasó, pero creo que le grité mientras mi corazón,
desbocado por el odio, se derramaba en maldiciones de toda clase.
Mas no lo insulté, sé que le dije algo así como:
- ¡¿Qué hace Ud. aquí?! ¡Váyase por donde vino y déjenos en paz!
Especialmente a Luciana…
El hombre se sorprendió por verme allí y , al principio, no atinó a
moverse ni a decir palabra. Mis gritos todavía resonaban en el aire cuando
volví a la carga:
- ¡Así que Ud. ha sido el que ha estado poniendo sus malditas flores,
profanando con su presencia este lugar sagrado, la tumba de mi hermana! El
corazón me lo decía… - me largué a llorar de pura bronca.
- Sí… Yo he sido – respondió secamente.
- ¿Y no le parece que ya nos ha hecho demasiado daño? ¿Por qué no
desaparece por donde vino? ¡Tan tranquilos que estábamos!
Inmediatamente, al observar su frente altiva y sus negros ojos
orgullosos, pensé en el niño que para mi dolor llevaba sus rasgos. Sentí temor
de que intentara quitarnos a Pablito. Como una leona a la que intentan
arrebatar su cachorro y antes de que ese hombre dijera nada, tomé la vara de
nardos con violencia y la lancé hacia él.
Esta dio de lleno en su pecho y cayó quebrada hacia un costado.
- No crea que con un ramito mugriento va a poder limpiar su conciencia…
Me miró un rato, debatiéndose entre contestarme y no decir nada, rojo de
furia. Siempre callado, se arrodilló, recogió la destrozada flor y la depositó
de nuevo junto a la cruz. Me echó una mirada amarga y compasiva que me indignó
y luego tomó la cuesta abajo. De pronto se detuvo, se volvió y me dijo unas
palabras totalmente desubicadas:
- Sépalo, señorita… Yo amé a Luciana… y sigo amándola. Por eso hice lo que
hice…
Le había costado hablar y una morbidez enfermiza se había apoderado de
su cara. Se marchó rápidamente, sin darme tiempo para responder a su agravio.
- ¿Qué te amaba, Luciana? – musité - ¿Cuándo habrá amado a alguien este
desalmado? ¡Sólo nosotros te amábamos… nosotros que te vimos morir!
Para no intranquilizar a mis padres, no les referí absolutamente nada acerca
del incidente que había tenido con ese tipo en el cementerio, pero sí compartí el
asunto, muy preocupada, con Joaquín.
- Yo ya sabía que Fernando Albarracín estaba aquí en Cerro Gavilán.
- ¿Y por qué no me habías dicho nada?
- Porque no quería alarmarte…
- ¡Ese canalla, ese degenerado…!
- No tenés por qué ser rencorosa, Mariana.
- No es rencor, es odio, simple y llano odio. Yo maldigo a ese tipo, Joaquín…lo
maldigo, y deseo que caigan sobre él todas
las desgracias que se merece por el mal
que nos hizo.
- Me asusta lo que decís, Mariana.
- ¿Sabés qué me asusta a mí?
- ¿Qué cosa?
- Que ese tipo quiera ahora venir a quitarnos a Pablito.
- No tengás miedo… no hay ningún peligro por ese lado: él no lo reconoció,
ahora ya no hay reclamo.
- Pero no te olvidés de que él y su familia tienen plata… ¿me entendés? Y
tal vez ahora se le ocurrió asestarnos el golpe de gracia…
- ¡No vamos a permitir que se cometa una injusticia! Vos sos la tutora de Pablito
y tendrás que hacer valer tus derechos, si es necesario.
Después de esa conversación Joaquín volvió a pedirme que nos casáramos
pronto. Y yo volví a pedirle más tiempo, a pesar de que ya llevábamos cinco
años de novios.
La conversación quedó trunca porque, hablando de Roma, vi al otro lado
de la plaza nada menos que a Fernando Albarracín.
Tomé de la mano a Joaquín y entramos en la iglesia.
- Necesito hablar con el Padre Miguel – le expliqué.
El Padre Miguel ocupaba su lugar habitual en el confesionario. Yo me
acerqué distraída por ver si mi enemigo entraba también en la iglesia.
- Padre ¿puedo conversar con Usted?
- ¿Te vas a confesar?
- Algo así…
- Bueno, te escucho, hija.
- Padre, siento odio contra un hombre. Tan grande es mi odio que cuando lo
veo, me parece que voy a estallar en mil pedazos, y lo ahorcaría…
- ¿Y estás arrepentida de ese sentimiento tan ajeno a lo que nos pide el
Señor?
- ¡Ese es el problema! Cada día que pasa lo aborrezco más. Nos ha hecho
mucho daño. Además siento que si me esfuerzo por perdonarlo, estoy traicionando
a mi hermana Luciana.
- Creo saber de quién estás hablando. Mirá, Mariana, como cristianos
debemos procurar tener los mismos sentimientos del Corazón de Jesús, que aun en
el patíbulo de la cruz perdonó a sus enemigos.
- Lo de él no tiene perdón. Si Dios lo perdona, Dios comete una
injusticia…
- ¿Y esos son tus pensamientos? ¿Esos tus sentimientos hacia una persona
que tal vez se equivocó y que ahora quiere reparar su error?
- ¿Ud. qué sabe?
- Ayer estuvo ese muchacho el que tanto odiás, hablando conmigo… no en
confesión, por supuesto…
- Él trata de engañarlo, Padre… Como nos engañó a todos con sus modos
gentiles y correctos… Empezando por mi hermana...
- ¡Mariana Guerra!… Estás juzgando temerariamente a tu prójimo… estás culpando
a ese hombre de la muerte de tu hermana. Y te estás poniendo en el lugar de
Dios.
- ¿Usted lo justifica?
- No lo justifico… lo miro con misericordia. Como lo recibe Jesús: con los
brazos abiertos. Y te digo esto por tu bien: ya ha habido demasiado sufrimiento
en tu familia. ¿No te parece que habría que cortar de una vez con esta cadena
de odio y de rencor?
- No me parece justo.
- ¿Y has pensado en el niño? Esos sentimientos negativos van a caer sobre Pablito
y esa criatura va a ser víctima de un odio totalmente estéril.
- Jamás le hemos hablado ni bien, ni mal de ese tipo… Y nunca lo haremos,
aunque tengamos que irnos de Cerro Gavilán.
- ¡Por Dios, Mariana! Vos te sentís la mayor afrentada y tus padres, con
todo lo que han padecido –porque han perdido a su hija ¡caramba!- están más
resignados y dispuestos a perdonar que vos.
- Mis padres ya están viejos: la vida los ha hecho bajar los brazos. Yo
soy joven y le prometí a mi hermana que
protegería a Pablito de todo y especialmente de que se encontrara con cualquier
miembro de la familia Albarracín, empezando por ese monstruo.
- Algún día ese niño va a crecer y te va a preguntar por su origen.
Entonces, no podrás ocultarle la verdad. Es un derecho del niño y un deber tuyo
como madrina y tutora darle a conocer su verdadera historia.
- Sigo creyendo que es injusto… Odio a ese tipo….
- La vida del Cristiano sobre la tierra es un verdadera ·”guerra”,
Mariana. Pero no debe ser una guerra contra un pobre infeliz. En fin, otra
persona espera, cuando estés arrepentida volvé y te absuelvo.
- Pero, padre, no he hecho nada malo.
- ¿Te parece que no? Hay pecados de pensamiento, de palabra… en fin, vos
sos grandecita y ya te sabés el catecismo.
- ¡Ah sí!… bueno… le tiré un ramo de flores, lo traté mal y hasta he
hablado pestes de él… pero él tiene que pagar. ¿No lo cree?
- Insisto, muchacha, cuando estés arrepentida…
Capítulo III: La vida de otro
Me levanté al otro día con un sabor amargo. En verdad no había pegado un
ojo en toda la noche. Joaquín me esperaba en la cocina con el mate aprontado. Casi
ni lo saludé.
- ¿Qué hacés acá? Hoy no quiero ver a nadie…
- ¡Estoy harto de todo esto, Mariana! – exclamó mi novio- Vos estás
viviendo la vida de Luciana. Te lo pasás recordando y odiando por ella,
vengando el abandono que padeció tu hermana, y estás criando a su hijo. ¿No te
das cuenta de que esto se te ha vuelto una obsesión y de que te vas a enfermar
de los nervios?
- ¡No puedo estar en paz hasta que ese tipo desaparezca! Yo estaba muy
tranquila…
- No estabas tranquila… Siempre estabas preocupada por la vuelta de ese
hombre… Siempre con la angustia de que los Albarracín quisieran quitarte a
Pablito… Y para colmo, defendés a tu hermana inconscientemente como si ella se
hubiera portado tan bien con ustedes cuando…
No lo dejé acabar la frase, porque le pegué una cachetada y me encerré
en mi cuarto llorando con rabia e impotencia. Salí al mediodía con intención de
dar de comer a Pablito. Sin embargo, cuando entré a la sala de mi casa, mi
padre auxiliaba a mi madre, que se había descompuesto.
- Fue un sofocón, no más. – trató de tranquilizarme mi padre.
- Es que vi a ese hombre… el papá
de Pablito y me asusté. Sólo eso…
- ¡¿Qué?!
- No pasó nada… - minimizó mi padre.
- Yo iba con Pablito de la mano. El hombre me vio y pareció que venía
hacia nosotros. Pero, arrepentido, dio media vuelta y se fue en sentido
contrario. ¡Me pegué un susto tremendo!
Sentí que se me crispaban los nervios. De la boca para afuera resté
importancia al asunto. Enseguida me fui hasta el cementerio y junto a la tumba
de Luciana me largué a llorar.
- ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué tenemos que ser víctimas de otra
injusticia? Si ese hombre intentara quitarnos a Pablito, yo me moriría… ¡no! Lo
mataría si intentara quitárnoslo. Es lo único que nos queda de vos, Negrita…¡Ay
Luciana!... Ayudanos, por favor.
Me sequé las lágrimas y tomé una determinación: la guerra estaba
declarada.
Era noche cerrada cuando, arrebujada en un chal negro, salí de mi casa
hacia la oscuridad, sin que nadie lo notara. No sé cuánto tiempo pasó hasta que
llegué al otro extremo del pueblo, donde se erigía el barrio de los acaudalados. En el principio de la calle principal, me
detuve, indecisa y temerosa, frente a la alta reja de la entrada a la mansión
de los Albarracín.
Supe que me estaba metiendo en la boca del lobo. Nada me importaba así
que llamé insistente tirando de una campanilla que había junto a la entrada de
servicio.
Debí esperar un largo rato, tal vez fueron sólo unos minutos, sin
embargo me resultó una eternidad.
Una sirvienta con un humor de perros salió hasta la contrapuerta.
- ¡¿Qué necesita?! – me preguntó y al momento, cuando me reconoció, hizo
una fea mueca de reproche – ¿Qué hace Ud.
en esta casa?
- Vine a hablar con el Señor Fernando Albarracín y hasta que no me reciba
no me iré de aquí – expresé con prepotencia.
- ¡¿A estas horas?! Es casi la una de la mañana…
- Es urgente…
- ¡Uf!… ¿Fernando padre o Fernando hijo?
- Con el hijo.
- Espere aquí. No sé si la va a atender ahora. Está con su madre y la
señora no se encuentra bien…
- A mí no me importa… haga venir a ese hombre de inmediato. O voy a hacer
un escándalo que su patrón va a lamentar…
La mujer entró a la casona refunfuñando contra mí, pero yo hice caso
omiso de su enojo, pues estaba dispuesta a enfrentarme con toda la familia Albarracín,
si era necesario.
Pasaron unos cuantos minutos hora y yo aún seguía allí, aterida de frío
y temblando más por los nervios que por el aire helado que me traspasaba el
chal. La impaciencia me consumía, un lejano ladrido de perros me hizo pensar:
- ¡Debo de estar loca! ¿Qué estoy haciendo aquí? A la una de la mañana… Y
tratando de hablar con esa serpiente…
Di media vuelta arrebatada y salí con paso precipitado hacia mi casa.
Una voz varonil me llamó a poco andar: era el sonido fuerte de voz del
asesino de mi hermana.
- ¡Señorita Guerra! Por favor…
Me detuve bajo la luz mortecina de una farola. El hombre llegó casi sin
aliento.
- Dígame…por amor de Dios. ¿Le ocurrió algo al niño? Porque para que Ud.
haya venido hasta mi casa debe de tratarse de un asunto muy grave.
- El niño está bien… por ahora… ¡Y hágame el favor de no nombrarlo para
nada!
- ¡Tranquilícese, señorita! –imperó el orgulloso hijo menor de los
Albarracín- ¿Qué le pasa?
Yo tiritaba como una hoja y estaba a punto de desmayarme.
- Es que hace dos años que murió mi querida hermana y desde entonces, yo
no tengo vida propia. Me heredó su tierno hijo y una dura tarea: la de
protegerlo. Pero eso no me preocupa. Con su último aliento, ella me suplicó que
jamás desamparara al niño y yo voy a cumplir con el ruego de mi pobre hermana,
aunque tenga que enfrentarme con Ud. y toda su familia.
- Me parece muy… loable por su parte el hecho de que quiera proteger al
niño del peligro. – señaló con frialdad – Pero ¿para qué me dice esto a mí y
ahora, a la una y media de la madrugada? ¿Sólo vino hasta mi casa para vomitar
su rencor?
- Llámelo como quiera. Se trata de que sepa que yo he de defender la
felicidad de Pablito. Y como lo conozco a
Ud. más de lo que se imagina, he ido hasta
su casa para hacerle saber que no podrá hacernos daño esta vez. Le conviene
alejarse del niño porque le aseguro que yo sería capaz de matarlo, Sr.
Albarracín.
- Se equivoca de medio a medio.- señaló con dureza- Y por eso demuestra
que no me conoce ni una pizca.
- Ya sé que quiere quitarnos a Pablito.
Me miró muy contrariado. Una luz de profunda tristeza brilló en sus ojos
oscuros, luego me observó amenazante e iba a hablar cruelmente, pero haciendo
un gran esfuerzo, pareció contenerse. Se volvió.
Giró sobre sus pasos bajo el resplandor de la farola y se enfrentó
conmigo para decirme con voz ácida lo que menos esperaba escuchar de sus
labios:
- Hace tres años que yo tampoco tengo vida propia. Y ya estoy muy cansado…
Yo lamento mucho lo que ha pasado. No sabe cuánto lo he lamentado durante estos
dos años, diez meses y siete, no, ocho días… Otra cosa en mi favor no puedo decir. Sólo…
despreocúpese no puedo ni quiero arrebatarles a Pablito. Eso está lejos de
todas mis intenciones.
- ¡¿Y a qué volvió?! ¿Por qué no se quedó en donde estaba?
- Ud. no se merece una explicación, dada la manera grosera con que ha irrumpido
en mi hogar, y a estas horas, mas, por respeto a la memoria de Luciana y por
respeto a los sentimientos que la mueven… los cuales considero legítimos y
naturales, le voy a dar a conocer mis razones para estar en Cerro Gavilán. Yo
estoy instalado ya en San Lorenzo y no pienso volver nunca más a este pueblo… no
obstante he regresado porque mi madre se está muriendo. Y he venido a
acompañarla en sus momentos postreros. Eso es todo. Cuando suceda lo que tiene
que suceder regresaré a mi trabajo y a mi vida de antes…
Me mordí los labios con cierto arrepentimiento pero volví a la carga con
nuevos bríos:
- ¡Júreme que no intentará quitarnos al niño!
Dio un puñetazo violento contra el pie del farol, la luz parpadeó por
unos instantes.
- ¡Se lo juro!... – casi gritó – Se lo juro por mi madre. Y por favor, no
vuelva a molestarnos. En pocos días me marcharé…
Regresó altanero hacia su casa y yo quedé satisfecha por una parte, pero
me sentía una estúpida por haber ido arrebatadamente a la casa de mi mayor
enemigo.
“Lo hizo de nuevo” concluí al cerrar la puerta de mi casa, un poco más
tranquila. “Ese tipo sabe manipular los
sentimientos de los demás”.
Capítulo IV: Al borde del precipicio
Pocos días después de aquel extraño suceso, Joaquín reapareció por mi
casa dándoselas de ofendido. Mi madre lo hizo pasar pues era la mayor partidaria
de nuestra reconciliación.
- Hola. – me saludó mi buen novio.
- Hola. Sentate. – le dije sin darle importancia y con un poquito de
rencor.
Al rato osó hablarme.
- ¡Tiraste seis años de noviazgo por la borda, Mariana! Con tus arrebatos.
- No, querido, vos ofendiste la memoria de mi hermana. Y eso no te lo
puedo permitir. Yo no imaginé que tuvieras esa idea de la pobre Luciana. Has
sido un hipócrita, entonces.
- Perdoname, Mariana… ¿me podés perdonar? Mi problema ha sido que no he
podido soportar que Luciana se haya robado tu vida. ¡Pará! ¡no te enojés!
Reflexioná, Mariana, te pasás todo el día pendiente de lo que hacía Luciana, de
lo que te decía… de lo que quería… Hablás de ella como si no hubiese muerto…
¡Es enfermizo! Vivís con su fantasma… Los demás no tenemos por qué convivir con
ese fantasma…
- Entonces, Joaquín, ahí tenés la puerta. Yo no estoy dispuesta a formar
una familia con alguien que no me acepte con “mi fantasma”.
- Recapacitá, Mariana… Esto te está haciendo mucho daño: ya no sos la
misma de antes…
- ¡¿Y cómo querés que sea la misma?! ¿Cómo? Vivo con el corazón en la boca
pensando en que Fernando Albarracín nos quiere quitar a Pablito… Tiene los
recursos, los contactos con el poder, y tiene tanto dinero que le sería muy
fácil apoderarse del niño. Eso me quita el sueño, me quita la esperanza y no me
deja pensar en otra cosa.
- Reconozco que la aparición de ese tipo te ha trastornado, pero creo que
si pusieras un poco de tu parte, todo saldría bien. La verdad es que no creo
que ese tipo tenga intenciones de recuperar a un hijo que nunca asumió como
tal. Haceme caso… Tenés que vivir por vos misma. Por tu bien…
- ¿Sabés que creo, Joaquín? Que te merecés a una mujer que sea
íntegramente para vos, que te ame plenamente y que no tenga una herencia tan
pesada como la que llevo yo. Te libero de tu compromiso para conmigo.
- ¡Eso sí que no es justo! Yo no puedo darme por despedido de tu vida así
como así… ¿Es que acaso hay otro hombre?
- El único objeto de mi cariño es Pablito y lo sabés bien. No me vengás
con celos ahora. Yo te quiero, Joaquín, pero veo que esta relación ya no está
resultando.
- Vos estás mal y seguramente después vas a recapacitar… Y yo voy a
volver: no pienso perderte.
Joaquín se marchó consternado y después de aquella breve charla siguió
visitándome como si nada hubiera pasado. Parecíamos una simple pareja de amigos:
me admiraba su paciencia.
Tan solo un mes después de aquellos sucesos, la desesperación me llevó nuevamente
hasta la tumba de mi hermana. Nuestro amado Pablito había pescado un resfriado
que se había transformado en pulmonía en las últimas horas. Su cuerpecito ardía
de fiebre y no hallábamos la forma de revertir aquel cuadro. Lo habían visto
los dos médicos de Cerro Gavilán y ambos eran de la opinión de que había que
trasladarlo urgente hasta el Hospital de San Diego. Las horas contaban y
debíamos recorrer una distancia de cien kilómetros con el enfermito, pero no
teníamos medio y el tren no pasaba hasta el día siguiente.
Me arrodillé junto a la oscura cruz y clamé entre lágrimas:
- ¡Luciana! ¡No querás llevarte a Pablito con vos…! ¡Es lo único tuyo que
nos ha quedado! Ayudanos… el niño tiene toda una vida por delante…
Lloré sin consuelo, aferrando entre mis manos la blanda tierra que cubría
los restos de mi única hermana.
Ya a punto de estallar por la angustia que me oprimía el pecho, me puse
en pie para volver a casa pues oscurecía y tenía que ver qué podía hacer. Casi me choqué con una figura que subía la
cuesta hacia el camposanto. Pensé en Joaquín, pero me había equivocado: se
trataba de Fernando Albarracín en persona.
- ¡¿Qué quiere aquí?! ¿Burlarse de nosotros? ¿Gozar con nuestro
padecimiento? Ud. es un monstruo…
- Yo…
Tomé la cuesta hacia mi casa y él me siguió: la angustia se me había
esfumado, pero tenía una rabia sorda que no me dejaba razonar. Para colmo el
tipo seguía tras de mí.
- Oígame, Srta. Guerra... –me retuvo.
- No me diga nada, por favor.
- ¡Ya basta! Escúcheme – se interpuso en mi rauda bajada.
- ¿Qué quiere?
- Su padre fue a pedir ayuda a mi
casa… Traje el coche para que llevemos al niño hasta San Diego. No podemos
demorarnos.
Me quedé petrificada lamentando mi absurda estupidez: aquel hombre era
el único que tenía coche en el pueblo y parecía dispuesto a ayudarnos para salvar
la vida de Pablito.
- ¡Qué idiota he sido! Yo…
- No diga nada, sé lo que piensa acerca de mí… Mejor apurémonos pues el
tiempo apremia.
Mi madre y mi padre estaban listos subidos al coche de Fernando
Albarracín. Joaquín cargaba en sus brazos a Pablito delirante y quejoso y el
infeliz Fernando Albarracín había sido designado para buscarme en el
camposanto.
En menos de dos horas llegábamos al Hospital de San Diego. Mientras
entrábamos en la guardia, el progenitor de mi sobrino se adelantó hasta la mesa
de entradas y solicitó que se hiciera presente un médico amigo de su familia.
Pocos minutos después un grupo de doctores y enfermeros se hizo cargo de
Pablito y el Director del Hospital, el Doctor Ricardo López Jordán, se acercó
hasta nosotros.
- El estado del niño es crítico – explicó el médico con gesto humanitario.
– Pero hay esperanzas pues lo han traído justo a tiempo: antes de que se
paralizara totalmente la función pulmonar.
Con lágrimas en los ojos miré agradecida al que consideraba mi enemigo:
él correspondió con una amarga sonrisa.
Después el Dr. López Jordán nos dejó y nos sentamos a esperar la favorable
evolución la enfermedad del niño. Nadie hablaba y yo examinaba en mi mente
cuáles serían las palabras adecuadas para pedirle perdón a quien tanto nos
había ayudado. Joaquín se sentó a mi lado, tomó mi mano con fuerza y me habló
de Dios y de que tuviera confianza es su Providencia.
Me recliné frágil sobre el hombro de Joaquín y cerré los ojos para
rezar. Sin darme cuenta me quedé dormida por causa de la noche anterior en vela
y de la preocupación. Abrí los ojos una hora después y ya el progenitor de
Pablito se había marchado. Lamenté no poder agradecerle en persona lo que había
hecho por nosotros.
Recién a la mañana del día siguiente el niño, que había tenido picos de
fiebre muy altos, descansó con tranquilidad. La crisis más severa había pasado,
pero necesitaba un tratamiento completo de antibióticos para su
restablecimiento.
Por supuesto, yo me quedé con el niño y los demás volvieron en tren
hasta Cerro Gavilán.
Por la tarde Fernando Albarracín apareció por la sala con un cochecito
de juguete para el niño. El pequeñito se había quedado dormido después de tomar
su merienda.
- Hola. Traje esto para el niño.
- Hola… Déjelo en la mesita de luz, por favor.
Lo invité tácitamente para que
saliéramos del cuarto.
- No se preocupe, Srta. Guerra, ya me voy.
- No tiene que irse. ¿Me permite hablar con Ud.?
Me miró perplejo y esperó con incertidumbre lo que yo tenía que decirle,
mas en ese exacto momento llegó mi novio Joaquín y la charla se vio
interrumpida.
Capítulo V: Perdonar, no olvidar
Joaquín y yo nos
habíamos reconciliado: lo había sentido muy cerca de mí en los duros momentos
que acabábamos de pasar. Había actuado muy paternalmente con Pablito. Incluso había conseguido que un antiguo
patrón suyo nos llevara hasta Cerro Gavilán cuando diesen el alta al niño.
Apenas salía del trabajo, venía hasta el hospital para hacerme compañía.
El día anterior al alta de Pablito, apareció de nuevo Fernando Albarracín:
quería saber noticias. El niño estaba despierto esa vez y se entretenía con
algunos de los juguetes que le habían regalado.
- Gracias a Dios y a la Virgen mañana por la mañana le dan el alta.
- ¡Cuánto me alegro! Se lo digo de veras.
- No es necesario que lo aclare… Sabe… el otro día yo quería agradecerle
por lo que Ud. hizo por el niño.
- Supongo que… era mi deber. Así lo
entendí. No me lo agradezca.
- Es que además, Sr. Albarracín, siento la necesidad de pedirle disculpas.
- No debe hacerlo: no tiene sentido.
- Ud. debe de creer que yo soy una mujer sin uso de razón. Primero: irrumpo
en su casa gritando como loca y en el
momento más inoportuno… y después, lo insulto cuando Ud. trataba de ayudarnos…
No puede pensar bien de mí… Y no deseo que lo haga. Porque en el fondo yo desconfío de Ud. y sigo
creyendo que tiene segundas intenciones respecto de Pablito.
El hombre miró hacia el patio interior que se divisaba por la ventana e
hizo una mueca de hastío. Agregué:
- ¿Y quiere que le diga más? Cuando Pablito estuvo al borde de la muerte,
en un momento de gran temor y preocupación para mí, prometí a la Virgen que si
el niño se curaba, le pediría perdón a Ud. De hecho, si no lo hubiese
prometido, en justicia, lo haría de igual modo.
- Me dice que desconfía de mí. No entiendo por qué se disculpa conmigo.
- Tal vez Ud., como me dijo Joaquín, tiene intenciones de resarcir el daño
que alguna vez ha hecho… Pienso ahora que yo no soy quién para impedírselo.
- Ud. no puede conocer mis razones puesto que ignora muchas cosas. Pero ya
no tiene importancia.
- Tal vez fui injusta con Ud. Perdóneme si así fue.
- No tengo nada que perdonarle. Ud. ha actuado según lo hubiera hecho yo
en su lugar. Cuide a Pablito como hasta ahora, que Dios se lo pagará.
Con una escueta despedida, salió de la habitación y ya no volví a verlo.
Al instante llegó Joaquín y me habló en un tono bastante agrio:
- ¿Qué hacía él por acá?
- Vino para saber de Pablito.
- ¿Y qué hablabas con él?
- ¿No estarás celoso, Joaquín?
- Nada que ver… te preguntaba
porque faltaba que, después de todo lo que ese hombre ha hecho por nosotros,
encima te pusieras a pelearlo… Te conozco bien, Mariana.
- Muy por el contrario… le pedí perdón por mis exabruptos para con él… No
sé si es lo que Luciana hubiese querido.
- Luciana está ahora más allá de todo eso…
Me quedé callada porque Joaquín tenía razón. No obstante, la pregunta que me hacía a mí misma en mi
interior era si yo había perdonado a ese hombre. Me respondí que, dadas sus
acciones de los últimos días, él se merecía mi perdón, pero no era posible que
yo olvidara todo lo que un día había hecho sufrir a mi hermana.
Un domingo vimos a Fernando Albarracín frente a la plaza principal y a la salida nos saludó desde lejos con una
leve inclinación de cabeza.
- ¿Sabés qué, nena? – me comentó a propósito de Fernando Albarracín mi
madre.
- ¿Qué, mamá?
- El otro día ese muchacho habló conmigo…
- ¿Y qué te dijo?
- Me pidió perdón… y me dijo que le gustaría poder ver a Pablito con más
frecuencia.
- ¿Y vos que le contestaste?
- Y… que sí podía… Después de todo es el padre. ¿No es cierto?
- ¡Finalmente se salió con la suya!. ¡Eso no es justo!
- No lo has perdonado entonces...
- Sí, lo he perdonado, pero no puedo olvidar todo lo que sufrimos y lo que
padeció Luciana por su culpa. Por ella no nos podemos olvidar.
- Perdonar es olvidar. – sentenció mi padre.
- Me ha costado mucho perdonarlo. No puedo echar en el olvido lo pasado. No
sé Uds., pero yo pienso empeñarme en el recuerdo. No sea que ese hombre nos tome desprevenidos
y nos aseste un golpe mortal.
Tampoco podía olvidar a Fernando Albarracín
porque todos los domingos hallaba un ramillete de flores en la cruz de Luciana.
Rosas, claveles, violetas, azucenas, todas las flores que tanto gustaban a mi
hermana. Recuerdo que le agradaba siempre ponerse una flor llamativa sobre la
oreja y adornar con ella sus negros cabellos.
Se avecinaba la primavera, ya comenzaban a advertirse los brotes claros
en las ramas de los árboles, cuando supimos del fallecimiento de la madre de
Fernando Albarracín. Decidimos que no era conveniente ir al velatorio, pero sí
hacerle llegar nuestras condolencias a su hijo. Pasé por la tarde y dejé en el
tarjetero el mensaje:
Sr. Fdo. Albarracín (hijo):
Sentimos la muerte de su madre.
Que Dios
le dé a Ud. y a los suyos una santa resignación
Flia. Guerra.
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Después de todo, la señora era la abuela de Pablito, aunque el niño no había
alcanzado a conocerla.
Al día siguiente me encaminé al camposanto por el familiar sendero que
me permitía “encontrarme” con mi hermana. Coloqué un blanco clavel sobre la
tierra querida y recé un padrenuestro frente al nicho de mis abuelos.
Cerca de allí se alzaba el marmóreo túmulo, el mausoleo de los Albarracín,
el más imponente y tétrico del cementerio. La puerta se veía entornada. Sin pararme
a reflexionar, dije en voz alta:
- ¡Ay, Luciana, pensar que aquí descansarías vos, si las cosas hubieran
tomado el rumbo que debían!... Quizá no te hubieras muerto. Quién sabe… Descanse
en paz, Sra. Albarracín… Ha sido una pena que no haya podido tratar a su nieto…
Ud. también debió de haber sufrido mucho.
Con un poco de curiosidad y un deseo de rezar junto al ataúd, avancé a
través de la semipenumbra. Una vela iluminaba el fondo de la cripta. Había un
cajón oscuro en el centro, sobre una mesada de piedra y una figura de hombre
sentado hacia un costado, como estatua pensativa.
Para mi sobresalto, la estatua cobró vida y dijo solemnemente:
- Es verdad. Mi madre necesita descansar porque ha sufrido demasiado.
- ¡Ay! – exclamé sorprendida.
- Perdone, no quise asustarla… Creí que me había visto.
Salimos juntos del panteón y él cerró
la puerta de chirriante hierro con llave.
- No sabía que Ud. estaba aquí… Sólo vine a rezar por su madre.
- Gracias… - sus ojos estaban rojos por tanto llorar.
- No tiene por qué. – expresé.
- ¿Será posible…? – comentó de improviso – ¿Será posible que Ud. esté
siempre rondando por este lugar en donde habitan los muertos?
- Algún día, todos descansaremos bajo la tierra, en este mismo lugar. De
veras siento mucho lo de su mamá. Y tengo temor…
- ¿Por qué?
- Porque yo lo maldije, Sr. Albarracín. Y lo maldije con toda mi alma hace
tiempo. Y estoy arrepentida.
- Está bien, las maldiciones no pueden dañar por sí mismas. Sé que podrán
pasar muchos años, pero Ud. seguirá desconfiando
de mí. Pensando que soy un aprovechador… un crápula…Y eso, aunque me haya
pedido perdón.
- Sucede que Luciana clama justicia desde el más allá y yo estoy dispuesta
a ser la ejecutora de su clamor… Mi hermana fue la víctima: murió de cáncer,
abandonada por su novio, con una criatura de pocos meses a quien lamentaba
amargamente desamparar. Y nos ha dejado una dura herencia. Y Ud., al menos
respecto de ella, ha cumplido el rol del victimario.
- Tan mal les ha hablado ella acerca de mí.
- Bueno… eso es algo que siempre me intrigó: a pesar de lo que Luciana sufrió
por su culpa, ella nunca hablaba de Ud. ni bien, ni mal. Supongo que lo amaba
mucho. ¡Pobre hermana mía!
- ¡Claro…! Me amaba…Sí…– señaló él enigmático.
Mientras hablábamos, descendíamos la
cuesta y el sol se ocultaba definitivamente tras las cruces en lo alto.
Fernando Albarracín iba muy pensativo. De pronto expresó:
- Yo también soy como un fantasma. Y la muerte no le traerá descanso a mi
alma. Sé bien que podría haber evitado todo el daño que padeció Luciana… Pero
no como Ud. cree. No así… Estoy convencido de que si hubiera actuado de otro
modo, el sufrimiento y la deshonra hubieran sido mayores…
Francamente no podía comprender la frialdad con la que se había manifestado
respecto del pasado. Guardó silencio y
lloró a lo varón, escondiendo su rostro para que yo no lo viese. Supe que
holgaba toda palabra. Lo saludé y apuré el paso más perpleja que nunca.
Capítulo VI: El hielo se rompe
Joaquín quería que nos casáramos el próximo año para mayo y yo
consideraba que aquella fecha sucedería demasiado pronto.
- Pero, Mariana. En abril vamos a cumplir ocho años de novios.
- ¿Y qué?
- No te entiendo. Todas las mujeres quieren casarse.
- Es que tengo que confiarte un temor que me asalta a menudo.
- ¿Qué es?
- ¿Qué va a ser de Pablito cuando yo me case?
- Ya acordamos que estará con tus padres hasta que terminemos nuestra
casa… a lo sumo, un año y medio más. Y después
vivirá con nosotros.
- ¿Y si a mi padre o a mi madre les pasa algo?
- Estamos a un paso, Mariana.
- No sé… no sé… me da miedo. El “Blanco los Maitenes” es un lindo lugar,
pero no sé si me acostumbre. Tendré que hacer un largo camino para visitar a mi
hermana.
- Justamente, pienso que va a ser muy positivo que dejés de ir al cementerio.
O al menos que no vayás tan seguido.
- Mirá Joaquín, veinticinco kilómetros no me van a separar de mis seres
queridos. No quiero irme de Cerro Gavilán. Posterguemos la boda, hasta que
consigás algo aquí mismo… o más cerca…
- En Cerro Gavilán no hay nada… ¿hasta cuándo vamos a esperar? La vida se nos
va pasando.
- No sé… Tengo que pensar muy bien en cada movimiento que haga. Si dejo
desamparado a Pablito y los Albarracín lo reclaman, no sé qué pueda suceder.
Joaquín refunfuñó un rato, pero siempre terminaba haciendo lo que yo le decía.
Por lo tanto la boda quedó postergada hasta que la casa se terminara.
Esa misma semana, el domingo para ser más precisos, al cruzar por la
estación de trenes vi a Fernando Albarracín que, con una maleta, esperaba el
tren de las seis hacia San Lorenzo.
Me acerqué atrevida para despedirlo y él se tocó el ala del sombrero.
- ¿Cómo está, Srta. Guerra?
- Bien. ¿Y Ud.?
- Regreso a San Lorenzo.
- Me lo imaginaba. – me detuve un momento en su mirada oscura transida por
la tristeza y sentí una profunda compasión.
- ¿Cómo está Pablito?-preguntó.
- Muy bien… gracias. Y sabe… he estado reflexionando y he creído
conveniente que Ud. pueda visitar al niño, si así lo quisiera.
Sonrió un poco.
- Solamente si Ud. está del todo de acuerdo. No querría yo pasar sobre sus
sentimientos y sobre sus deseos.
- Sólo ámelo como nosotros lo amamos. Es todo lo que le pido.
- Así será. –suspiró- Volveré en un par de semanas y entonces iré por su
casa para verlo.
- Bien…
- Gracias, Mariana.
- No me agradezca a mí. Lo hago por el niño y siguiendo un consejo que me
diera el Padre Miguel acerca de “perdonar a los enemigos”.
El tren llegaba, me despedí de mi enemigo estrechando su mano y caminé
hasta mi casa, sin mirar hacia atrás.
El sábado, quince días después, hallé un ramo de jazmines perfumados
sobre la cruz de Luciana y, muy a pesar mío, me alegré. Fernando Albarracín
había estado por allí. En fin de
cuentas, él y yo éramos los únicos que visitábamos la tumba de Luciana.
Por la tarde se apersonó por mi casa. Traía de regalo para el niño un
carrito que había sido suyo de pequeño.
Me conmovió ver cómo abrazaba a Pablito, con cuánta ternura lo hizo. En un encuentro que se había postergado por
casi tres años. Mientras Fernando estaba con su hijo, Joaquín llegó y me llamó
aparte:
- ¿Qué significa todo esto, Mariana?
- No significa nada. Pablito tiene derecho a recibir algún beneficio de la
familia de su padre. Si el hombre se ha encariñado, seguro que no lo va a
desamparar.
- Antes no pensabas así… creías que cuanto más lejos pudiera estar ese
hombre sería mejor para todos. Creo que ese tipo te ha engatusado…
- Pero ¿qué te creés? ¿que soy una ingenua?
- No es por vos… Yo no le tengo confianza a él, eso es todo. ¿Qué quiere?
¿Qué busca?
- Lo mismo que antes: acallar una conciencia que todos los días le
reprocha su proceder. Sé que está arrepentido, aunque ya es demasiado tarde…
- No lo es para acercarse a su hijo.
- Pero lo es para estar junto a Luciana.
Este es un acercamiento conveniente para el niño, mas ya le advertí que
bajo ningún concepto debe decirle que es su padre.
- Pablito es muy chico todavía. Pero, cuando pregunte ¿qué vas a decirle?
- Que su padre ha muerto junto con su madre.
- ¿Y la ayuda que le dará al niño, no le otorgará derechos o al menos las
pretensiones de los mismos?
- No… Ya he tomado mis recaudos. Su
acción estará muy delimitada.
El sábado siguiente, Fernando Albarracín
apareció por el cementerio a la hora en que yo solía ir. Se lo veía diferente, hasta casi alegre.
- ¿Qué tal, Mariana?- me saludó.
- Bien. ¿Y Ud.?
Dejó otro ramito de jazmines y me
habló.
- ¿Me permite hacerle un presente?
- ¡¿Qué?!
- Que quiero hacerle un regalo.
- ¿A mí? ¿Y por qué?
- Porque Ud. sabría apreciarlo… y además ha sabido sobreponerse a una
justa indignación y me ha perdonado. Su perdón me ha hecho mucho bien. ¿Me
permite?
- Sí… - expresé sorprendida cuando él prendió una cadena de oro con un
crucifijo de oro puro bellísimo.
- ¡Listo! Este crucifijo era de mi madre y creo que podría haber sido para
Luciana, pero como ella ya no está, ¿quién podría llevarlo mejor que Ud.?
- Una cruz… - señalé pensativa mientras miraba la preciosa y significativa
joya – Ya tengo unas cuantas cruces ¿sabe?
Pero ¿por qué dármela a mí? Yo ni siquiera conocía a su madre.
- Es una muestra de mi admiración… y de mi gratitud. Ud. ha cuidado de
Pablito cuando los Albarracín nos desentendimos de él.
- ¿Quiere ir a mi casa ahora?
- Si no la incomodo, sí… He notado que mi presencia le desagrada a su
prometido y es comprensible. Una oscura
fama me precede.
- Descuide… Algún día Joaquín entenderá.
Entró a la sala, alzó a Pablito en sus brazos y le besó la despejada
frente, después de apartar los cabellos castaños.
- Tiene la boca de Luciana ¿verdad?-preguntó con ternura como si mi
hermana estuviese viva.
- Y los ojos del padre… - dije sin pensar. Me arrepentí al instante y me puse
como un tomate.
Fernando me echó un vistazo pero no pronunció palabra.
- ¿Puedo preguntarle algo? – dijo por fin mientras tomaba su café.
- ¡Claro!
- ¿A Ud. le parecería mal que yo me hiciera cargo de las necesidades
económicas del niño? Para ayudar… y para resarcir…
Le clavé mi mirada de Guerra.
- Ya se le ven las patas a la sota.
- ¿Qué trata de decir?
- Que no me parece que Ud. se las dé de generoso ahora. Una cosa es un
regalo esporádico y otra, una manutención.
Definitivamente, no.
- ¿Por qué?
- Porque su dinero le daría derechos que en realidad no se merece. No
niego que Ud. pueda darnos alguna ayuda ocasional. Mal no nos vendría. Mas, no
quiero que Ud. asuma obligaciones permanentes respecto del niño… ¡Eso no!
Se puso de pie como frenético. Parecía enojado.
- Yo no pediría nada a cambio.
- Eso no puedo saberlo yo… Ud. se ha mostrado muy amable, pero quién le
dice que más tarde saque las uñas y nos traicione. No confío en Ud. Creo que
nunca podré confiar.
- Entonces… Ud. me ha condenado, me ha dejado preso de mi error… Y no tendré
otra oportunidad.
- Tal vez, sí… Yo soy naturalmente desconfiada. Y después de lo que le
ocurrió a mi hermana, no creerá que voy a creer ciegamente en que Ud. ha
cambiado y que ahora es bueno y cabal el que un día destruyó a mi querida Luciana.
No crea que yo voy a aceptar que Ud. ha cambiado del día a la noche… Sin
embargo, no termino de entender por qué Ud. no se parece al hombre que fue hace
tres años el novio de mi hermana.
Fernando se advertía furioso y no me contestó seguro para evitar una
discusión acalorada. Menos mal que Pablito había salido al jardín. Luego habló:
- Sabe algo, Srta. Guerra. Hice un día un juramento que selló mis labios
para siempre. Si Ud. pudiera leer en mi corazón, vería brillar una verdad
amarga y...
- ¿Y qué?
- Nada… Adiós. Despídame del niño, por favor. No creo que regrese
nuevamente por aquí.
Y se fue no furioso, sino triste.
Capítulo VII: Una verdad amarga
Por eso días llegó a visitarnos Margarita, la mejor amiga de Luciana, a
quien no habíamos visto desde el día del entierro de mi hermana, ella estaba
viviendo en San José y en esta ocasión había venido con intenciones de visitar
a unos primos y de tener noticias de nosotros.
- ¡Qué grande y hermoso está Pablito!
- Así es.
- Y… ¿han sabido algo del atorrante del novio de Luciana?
Mi madre se puso incómoda, entonces yo salí
al paso:
- Volvió a Cerro Gavilán y ha visitado algunas veces al niño. Parece que
tiene las mejores intenciones.
- ¡¿Ese tipo?! ¡Ajá! El tarambana… Después de lo que padeció Luciana por
su causa, viene a hacerse el bueno.
- Fernando Albarracín ha sido muy atento con el niñito. ¿No es verdad,
Mariana? Y le salvó la vida… – aclaró mi madre.
- Insisto… Luciana sentía terror de que Pablito cayese en manos de los
Albarracín… Y Uds. Le han entregado el niñito servido en bandeja.
- Tal vez esté arrepentido…
- Me extraña de vos, Mariana… Siempre has sido muy cauta y ahora… te has
dejado embaucar por el seductor de tu hermana. ¡No, no, no! Escúchenme bien lo
que voy a decirles: este tipo no está arrepentido. Sólo busca hacerle daño a la
criatura, como se lo hizo hace tres años a nuestra querida Luciana. Es un
malnacido egoísta que los ha engañado a todos.
- Eso justamente me decía mi novio Joaquín.
- Y tu novio tiene razón… Una persona no cambia de repente y porque sí… Se
le murió la madre… eso no cambia la maldad de un canalla como él. Ese es un
lobo con piel de cordero.
El rencor que sentía Margarita hacia Fernando Albarracín me cayó como
una patada al hígado, pero me sonó a los mismos sentimientos que me embargaban
un año y medio atrás respecto de ese hombre. Y lo peor de todo es que en el
fondo, mi débil corazón se había ido inclinando poco a poco a creer en él y a
verlo como a un pobre pecador arrepentido.
La compasión por él me había ganado por completo.
Margarita no me dijo más sobre el asunto, pero sus palabras fueron como
piedras de amarga verdad que golpearon contra el fondo de mi corazón. Como un
ácido que me royó durante días enteros, consumiéndome la mente.
Estaba tan perturbada por aquella realidad que ya no podía ocultar, que el mismo Joaquín me preguntó cierto día:
- ¿Te pasa algo?
- No… Sólo pienso que jamás debí haberle abierto la puerta de mi casa a
Fernando Albarracín.
- ¡Te lo dije! ¿Qué pasó? Te dijo algo inapropiado…
- No, él no, el otro día cuando vino Margarita habló pestes sobre él.
Pienso que Luciana le confió algunos secretos que no se atrevió a confiarnos a
nosotros. ¡Quién sabe las cosas que Margarita conocía de ese hombre y que
nosotros ignorábamos!
- Ves… Si me hicieras caso alguna vez.
- Bueno, Joaquín. Yo todo lo hice por el bien de Pablito.
- Y porque ese tipo supo halagarte. Mirá esa cruz que te regaló… ¿Nunca te
preguntaste por qué te había hecho un regalo tan valioso? Él quería comprar tu
aceptación para poder entrar a la casa.
- Pero ¿qué busca, Joaquín? ¿Será posible que tenga una mente tan perversa?
- Eso no lo sé. Pero, no me preocuparía tanto pensando: directamente te
conviene prohibirle todo contacto con el niño.
- Tenés razón… Eso voy a hacer. Sí… está decidido. Hablaré con ese tipo en
cuanto pueda y le voy a prohibir que vea a Pablito o que nos visite… No queda
otra.
Dos semanas más tarde, el sábado cinco de noviembre, Fernando Albarracín
llamó a la puerta de mi casa. Traía una lata de galletas finas para mi madre,
una bolsa de dulces para Pablito y una cajita de porcelana con el dibujo de
unas rosas blancas para mí.
- El otro día actué como un tonto. Yo no soy naturalmente impulsivo. ¿Mariana,
me podrá disculpar? – me preguntó respetuoso.
- Sr. Fernando Albarracín, Ud. ya no es bienvenido en esta casa.
- Pero… ¿por qué?¿Que sucedió ahora?
- He sido muy ingenua. Y me he preguntado hasta la locura en qué estaba
pensando cuando lo dejé que visitara a Pablito.
Aún no lo sé…
- ¡Ud. sí que sabe cómo meter el dedo en la llaga para que duela más! Oígame…
¡Ya estoy harto de todo esto! – indignado arrojó lo que traía al piso.
- Ud. ha traicionado nuestra buena fe…nuestra credulidad.
- Yo no he traicionado nada…-se enfureció- Pero, ¡ya basta!…Piense lo que
quiera. Sólo sepa que no los molestaré más. ¡Adiós!
Se marchó con grandes zancadas, irritado y furibundo. Al punto de que yo
lamenté haberle dado ese disgusto. Mas era mejor así, con Fernando Albarracín,
lejos de mi vista y de mi vida.
Pasaron algunos días y yo me iba convenciendo de que tal vez había sido
demasiado dura con el padre de Pablito.
No terminaba de aceptar que mi proceder hubiera sido el adecuado.
Aquel fin de semana me dirigí al cementerio y me sorprendió no ver las
flores que aquel hombre dejaba cuando estaba en el pueblo junto a la cruz de la
tumba de Luciana.
- Luciana… ¡Qué pesada carga me has dejado! Lo siento mucho. Te he fallado
porque ya no puedo odiar a ese hombre por más que me esfuerce. No puedo verlo
como a un hombre malo, más bien me parece noble y bueno. ¿Qué he de hacer? Por
fortuna ya no volveremos a verlo…
Sin embargo, hacía unos minutos que había llegado cuando Fernando Albarracín
se detuvo a unos pocos pasos de mí. Traía un ramo de jazmines en la mano y lo
dejó en el lugar de siempre.
- ¡Mariana! ¿Qué hace Ud. aquí?
- Mejor váyase… y déjeme sola con mi hermana muerta…-respondí un poco
avergonzada porque él me hubiese llegado a escuchar.
El desdeñó lo que yo le dije:
- ¿Y por qué debo obedecerla? Ud. cree que soy una marioneta y que puede
hacer conmigo lo que quiera: llevarme y
traerme para un lado y para el otro… un día me expresa afecto y al otro me
arroja de su casa como a un perro… esto no debe ser así. Y no pienso irme… yo haré
lo que me parezca mejor.
- Entonces deberé irme yo. No tiene caso.
- Ud. se quedará, niña...
- ¡¿Qué oigo?! ¿Qué le pasa? ¿Pretende obligarme?
- Sí… se quedará porque tiene que escucharme. Quizá no tenga yo otra
oportunidad de hablar con Ud. Después diga lo que quiera.
Algo dentro de mí estalló y me largué a llorar. Me temía lo que se
avecinaba. El menor de los Albarracín
permaneció inconmovible cerca de mí.
- Soy una infeliz.- expresé – No pude cumplir con lo que Luciana me había
pedido. ¿Por qué me dejé engañar por Ud.? ¿Por qué le he creído después de lo
que le hizo a mi hermana? ¿Por qué en mi insensatez sigo convencida de que Ud.
es bueno y ya no puedo odiarlo como hace tres años atrás? Me he vuelto loca…
- No diga más, Mariana… Yo también estoy harto de llevar cargas ajenas.- su
voz ronca y lastimera retumbó entre los panteones del camposanto.
- ¿Y qué busca? ¿Paz para su conciencia? Por amor de Dios, dígamelo…
Se arrepintió de haber abierto
la boca: lo advertí de inmediato.
- Vamos, la acompañaré hasta su casa. Ya es muy tarde… Le juro por la
memoria de Luciana que yo no he querido hacerles daño.
- Entonces ¿qué pretende? Lo conjuro a que me lo diga por la misma memoria
de mi hermana.
Se quebró un poco, no podía casi hablar: su rostro estaba desencajado y
pálido. No osaba mirarme.
- ¡Venga! No quiero que se le haga la noche en este lugar tan macabro.
- No le temo a los muertos… los “vivos” son los que me preocupan.- me
detuve enérgica- ¡Hable, Fernando! O le pesará.
Se paralizó y clavó sus oscuros ojos en mi rostro:
- Por mí jamás hubiera debido saberlo… Pero ya que me lo pide de ese modo,
voy a decirle lo que me sucede. La noche que Ud. fue hasta mi casa, empujada
por un coraje superior a sus fuerzas, para defender la tranquilidad de Pablito
y de su familia, ese día yo me enamoré de Ud., de su valor, de su personalidad,
de su mirada… Y es tan grande la fuerza que me empuja a quererla que no puedo
alejarme Ud. me atrae como un poderoso imán… Ahí tiene… al fin se lo dije.
- ¡No! – grité angustiada - ¡No puede ser verdad!
- Yo sé perfectamente que es un amor imposible bajo todos los puntos de
vista y sé que Ud. no me corresponde y jamás lo hará… Pero no le pido nada, y
Ud. me ha obligado a que le confesara mis motivos más profundos…
Me espanté, no supe qué hacer, corrí colina abajo enfebrecida por el pánico
y me aconteció que me estrellé contra una gran roca contra la que me golpeé la
cabeza y no supe más.
Capítulo VII: Río de Amor
Entreabrí los ojos para sentir unos labios varoniles que rozaban apenas mi
frente: era Fernando Albarracín que se despedía tristemente de mí.
Apreté fuerte los párpados y me
quedé pensando en lo que recordaba y estaba horrorizada: el hombre que había
causado la ruina de mi hermana se había enamorado de mí… ¡¿Con qué cara me
enfrentaría a la gente, a mis padres, a Joaquín?! Mas, lo peor de todo, no era
eso, ¡claro que no! Lo peor era que yo también me había enamorado de él y no sabía
por qué, pues antes lo había odiado.
Sentía deseos de morir allí mismo: había traicionado el juramento hecho
a Luciana de mantener a esa gentuza alejada del niño. Y me había atrevido a
pensar en Fernando Albarracín de una manera diferente a la que debía…
Cuando abrí de nuevo los ojos, Joaquín y mis padres estaban a mi lado.
Joaquín me dio un beso, cariñoso.
- ¿Ya estás bien, mi amor?
- Sí… ¿Qué me pasó? No recuerdo bien…
- Rodaste por la cuesta del camposanto… Tenés un golpe en la cabeza y un
tobillo desguinzado. Te desmayaste y te han dejado en observación hasta que te repongás.
Me incorporé un poco en la cama blanca de la sala de primeros auxilios
local.
- Mariana… – expresó mi padre – Tuvimos mucho miedo cuando ese hombre te
trajo a casa. Él se veía muy asustado y entonces nos dimos cuenta.
- ¿De qué, papá? – pregunté un poco nerviosa.
- De lo que hemos estado haciendo durante estos tres años… hemos centrado
toda nuestra existencia en la muerte de Luciana y nos hemos olvidado de que
tenemos una hija que está viva. Casi te hemos matado… El P. Miguel nos lo hizo
ver claramente… y ese hombre, Fernando.
- Cuando llegó con vos a casa y te corría la sangre desde la cabeza
creímos que te habías muerto. Tenemos que enterrar a Luciana de una buena vez,
para que ella descanse en paz y nosotros también. Perdón, Mariana, perdón hija…-acotó
mi madre.
Los abracé y lloramos los tres abrazados.
- ¿Y Pablito? – pregunté cuando me repuse.
- Está ahí afuera con Fernando.
- ¡Ah! Sí…
Mis padres salieron y Joaquín se quedó solo conmigo.
- Mi amor… la semana que viene nos casamos ¿eh?
- ¿A qué viene tanto apuro?
- Creí que te habías muerto… Fue un susto terrible.
- No habrá sido para tanto…
- Y ahora contame… ¿Qué te hizo ese tipo? ¿Te persiguió o qué?
- Para nada… Yo me peleé con él de nuevo y salí corriendo cuesta abajo… Ya
no tengo quince años, se me dobló un pie
y rodé. Me paró la piedra grande del camino…
- ¡Sos terca ¿eh?!
- Vos ya me conocés, Joaquín… pero
no es preciso apurar el casamiento ¿sabés? Quiero ponerme bien primero. Esto
que me han dicho mis padres me ha llenado de ganas de vivir. Me sentí como sumergida
en un río de amor…
Me recosté de nuevo cuando Joaquín salió y escuché la voz de
Fernando que preguntaba:
- ¿Podemos pasar? – traía a Pablito en sus brazos.
- Sí… - respondí sin osar mirarlo.
Pablito se colgó de mi cuello y me preguntó si yo tenía una “pupa”. Le
conté a un modo comprensible para él lo que me había pasado y luego quiso
marcharse. Llamé a mi prometido:
- Joaquín ¿podrías llevar al niño con mis padres?
- Claro…- aceptó a regañadientes.
- No se preocupe… puedo llevarlo yo.
- No… Está bien. Necesito hablar con Ud., Sr. Albarracín. Y tiene que ser
ahora…
- No te cansés mucho… - me pidió mi novio, tomó al niño de la mano y salió
de la habitación un poco molesto.
- Perdóneme, Mariana… Srta. Guerra. Ud. acabó así por mi culpa.
- No… fue por mi culpa. Yo salí arrebatada del camposanto para no
enfrentarme a la realidad de lo que Ud. me decía… Me parecía increíble…
- Le pido, por lo más sagrado, que olvide todo lo que le dije.
- No podría… Ahora es lo único en lo que puedo pensar.
- Lo lamento mucho.
- Yo también… Mire, Joaquín y yo vamos a casarnos pronto y no me parece
correcto que Ud. siga frecuentando los lugares por los que yo ando…o en donde
estoy. Y esta vez no es por el niño, sino por mí.
- ¿Por qué lo dice?
- Me hirió de muerte el saber que el hombre que abandonó a mi hermana y al
que siempre consideré culpable de su ruina y de su muerte, haya osado poner sus
ojos en mí…
- Olvídelo, le dije.-respondió mortificado -Jamás me ha costado guardar un
secreto y no sé por qué se lo dije. Ahora yo
me alejaré de aquí y no volveré nunca más. Para su tranquilidad.
- Será lo mejor… Pero cúmplalo, se lo ruego encarecidamente.
- Ah… Mariana… Ud. no puede imaginar lo que estoy sufriendo… de todas
maneras sé que no está en Ud. la posibilidad de remediar mi dolor.
- Si ya no me ve más, Sr. Albarracín, seguramente podrá curarse de todas
sus heridas…
- ¿Y las suyas habrán de curarse?
- Jamás. Mi hermana muerta ha dejado un vacío tal que nada ni nadie podrá
compensarlo.
- El doctor Casado me comentó que esta tarde le dan el alta ¿Quiere que la
lleve hasta su casa?
- Bueno…
- Allí nos diremos adiós para siempre.
Cerré los ojos porque estaba cansada y porque no quería que me viera
llorar. Al momento Joaquín estaba de nuevo a mi lado y Fernando se había marchado.
- No pude evitar escuchar lo que hablabas con ese hombre. ¿Así que se
enamoró de vos?¿No le habrás creído? Es un descarado. Me imaginaba que algo así
te había dicho.
- Sí, me lo dijo en el cementerio… Y por eso huí de él como alma que lleva
el diablo. Pero ya sabe que vos y yo vamos a casarnos pronto.
- ¿Y cuáles son tus sentimientos, Mariana?
- ¡Ay! Ahora me duele la cabeza, Joaquín.
- Contestame y después salgo para que podás dormir.
- No puedo negarte que mis sentimientos han dado un giro respecto de ese hombre,
pero de ahí a estar enamorada de él… Jamás podría, él es el mismo que dejó a mi
hermana…. Así que tranquilízate…
- Está bien… – replicó Joaquín decepcionado pues me conocía bien – Vamos a
hablar de este tema con un poco más de tranquilidad cuando salgás de aquí.
Ahora todo es muy reciente.
Se retiró de la habitación y no lo vi hasta la hora de irme. Pablito era
el más apurado para que yo saliera de la sala. Todavía estaba un poco mareada
pero podía tenerme en pie.
Fernando no habló palabra durante el trayecto. Al final se despidió de
mí en la puerta de mi casa, los dos a solas. Me tendió la mano y retuvo largo
rato la mía:
- Ese calor de su mano me ha sido negado para siempre. Entiendo que Ud. va
a casarse y va a ser feliz, pero ¿puedo saber algo… antes de marcharme?
- ¿Qué cosa?
- ¿Me sigue odiando?
- No… Ya no podría. Y además creo conocerlo un poco mejor: Ud. fue débil y
después cobarde y cuando quiso volver atrás… ya era demasiado tarde porque Luciana
había muerto. Eso fue lo que sucedió, pienso.
- Tal vez sucedió así… Yo le prometo que siempre voy a recordarla,
Mariana. Ud. ha sido… es tan distinta de Luciana… Y le deseo muchas felicidades
¡Adiós!
Se alejó de allí y yo me puse a pensar en qué hubiera pasado si le
hubiera dicho que correspondía plenamente a su cariño. Me quedé un rato en la
puerta viendo como se empequeñecía su figura sin volver la vista atrás. Allí me
encontró Joaquín.
- Mariana, ¿vamos a cenar? ¿Te sentís bien?
- Ahí voy.
- ¿Qué pasa?
- Nada… Me duele un poco… la cabeza.-y me recosté en mi cama.
No convencí a Joaquín con aquellas maniobras evasivas pero continuamos
con nuestro noviazgo viento en popa proyectando el mayo próximo como nuestra
fecha de dichoso matrimonio.
Capítulo IX: La muerte de Fernando Albarracín
Un día, algún tiempo después de mi recuperación, Joaquín había venido
temprano a verme. Me trajo unas flores, pero su rostro demostraba una enorme
contrariedad.
- ¿Qué te pasa? – le pregunté después de saludarlo.
- Necesito hablar muy seriamente con vos.
- Claro… Pasemos a la cocina.
No había nadie en casa y Pablito todavía dormía la siesta.
Le serví un café y mientras él le daba vueltas a su pocillo, yo lo no
perdía de vista.
- Vos dirás, Joaquín…
- Yo te amo, Mariana. ¿Lo sabés?
- Sí… no tengo dudas sobre ese punto.
- Pero últimamente, después de tu accidente, pienso que ya no me amás como
antes… Te veo casi siempre triste y tendrías que estar alegre…
- Tenés razón… pero yo misma no sé lo que me pasa... Creeme.
- Yo tengo mis sospechas respecto de lo que te ocurre, pero quiero que vos
reconozcás la verdad. No digo más. Sólo te digo que para casarnos necesito tu
seguridad de que me amás.
- No sé qué respuesta darte…
- Es él ¿verdad?
- Pienso que sí… Perdoname, Joaquín… Mis sentimientos por él son contradictorios
pero no los puedo evitar.
- Gracias por tu sinceridad- se lamentó Joaquín- me dejás herido en lo más
profundo de mi corazón. Te he querido todos estos años… he acompañado tu dolor
por la muerte de tu hermana y he sido tu paño de lágrimas… Supongo que deberé
rendirme ante la evidencia.
- Lo siento… ¡No sabés cuánto lo siento! Porque fuiste el mejor novio
conmigo… Pero ¿Qué puedo hacer? No sería justa con vos haciéndote creer que te
quiero como antes… Y tampoco espero llegar a algo con ese hombre… no podría
estar con él pensando en el daño que le hizo a mi hermana… Es un imposible.
- Ahora no puedo decirte nada más, Mariana… Sólo que es cierto eso que
dicen que del odio al amor hay sólo un paso… Te deseo toda la felicidad.
Despedime de tus padres.
- Perdón…
- Está bien. A decir verdad, ya me lo veía venir: vos estabas muy rara y
cuando alguien nombraba a ese tipo tus ojos brillaban en forma extraña…Me había
dado cuenta y no quería reconocer la verdad.
Joaquín se marchó casi llorando y, días después, supe que se había marchado
de viaje hacia San Isidro en busca de descanso en la estancia de unos parientes
lejanos. Recé por él, para que pudiera rehacer su vida y me olvidara pronto.
Un par de semanas después de aquella charla desperté un día con el
oscuro presentimiento de que algo malo había sucedido: el corazón me lo decía,
y fue un sentimiento parecido al del día en que me enteré de que Luciana tenía
una enfermedad terminal.
Una frase que escuché al pasar cerca del almacén me hizo dar la razón a
aquellos negros presagios. “Fernando Albarracín ha muerto”. Una angustia desesperante
se apoderó de mí y corrí. No supe en qué momento recorrí como
loca las cuadras que me separaban de la casona del padre de Pablito.
El Comisario Neguimán estaba parado en la puerta principal conversando
con otro policía.
- ¡¡¡Comisario!!!- exclamé casi sin aliento-. Por amor de Dios… Dígame…
- ¡Lo que quiera, Srta. Guerra… Está Ud. muy agitada. Tranquilícese.
- ¿Es verdad que ha muerto Fernando Albarracín?
- Así es, niña. Estamos esperando el furgón de la morgue… deben llevarse
el cadáver.
- ¡Dios mío!- sollocé afligida. Me hubiese caído cuando se me aflojaron
las piernas si no me hubiese sostenido la mano fuerte del comisario.
- ¿Era familiar suyo?
- Era el padre natural de mi sobrino… esa criatura se ha quedado huérfana
al fin…
- ¿Cuándo lo vio por última vez?
- Hace más o menos un mes…
- Lamento comunicarle que el Sr. Albarracín ha sido asesinado…
- ¡¡¡No!!!
- Lo mataron brutalmente: los policías de San Diego están de camino para
continuar la investigación…
- ¿Por qué? ¿Por qué?-sollocé.
- Parece que lo mataron por robarle el dinero que acababa de sacar del
banco… Tenía que darle un dinero al hijo mayor… y otras cuentas menores.
- ¿Cómo al hijo mayor? Fernando no
tenía otros hijos…
- Niña… entonces espere… creo que estamos hablando de distintas personas.
El que ha muerto es el viejo Fernando Albarracín… el hacendado…
Impulsiva abracé al comisario
más que aliviada y expresé:
- Perdone, Comisario… no me alegro por la muerte de ese pobre hombre sino
porque Fernando el hijo está vivo. Se trata de una buena persona…
- Me imagino… aunque lamento comunicarle que todo apunta a que su pariente
asesinó al propio padre luego de una violenta discusión…
- No lo puedo creer.
- Está preso: es el principal sospechoso.
- ¿Qué?
- Por el secreto de sumario no puedo hablar más pero le pido que cualquier
cosa que Ud. sepa al respecto me la comunique de inmediato. Si el muchacho
necesitaba plata o estaba siendo chantajeado… porque la caja metálica que Don
Fernando trajo del banco con el dinero ha desaparecido. No hemos dado ni con la
caja vacía o llena ni con la plata.
- No puedo creerlo de Fernando. ¡Es imposible que él haya matado a su
padre!
Era mi deber. Así lo sentía.
Me dirigí hacia la comisaría local.
Supliqué al guardia de turno para que me dejase hablar un momento con
Fernando. Me dejó acercarme hasta la puerta de una piecita que hacía las veces
de cárcel. Lo llamé con la voz quebrada a través de un hueco calado en la parte
superior de la puerta.
- Mariana… Ud. era la última persona a la esperaba ver aquí. Gracias por haber venido.- pasó su mano a
través del hueco de la puerta para saludarme y yo me aparté.
- ¿Qué le pasa?
- ¿Ud. fue capaz de matar a su padre?
- ¡Váyase! Si piensa así sobre mí ya no deseo verla. Por supuesto… un libertino como yo, el
culpable de la muerte de su hermana…
Ahora lo veo claro. Váyase.
- Fernando, oiga, yo creo en su inocencia y no sé todavía por qué. Y
quiero ayudarlo de alguna manera… hay un abogado amigo de Joaquín que…
- Gracias… Mi hermano Marcelo está llegando desde San Lorenzo con el
abogado más prestigioso de la capital. Por supuesto que soy inocente, Mariana.
- ¿Por qué ha terminado preso?
- Lamentablemente, una promesa terrible, un juramento de años atrás me ata
de manos y pies. Sólo le diré que mi
padre y yo hemos discutido desde unos años a esta parte por lo mismo. Ayer por
la mañana fui a verlo con una petición muy justa… Él me amenazó y me echó… Era
un hombre cruel. Que Dios se apiade de su alma.
Por desgracia aquella discusión fue oída por los sirvientes de la casa
desde el exterior de su despacho.
- Pero, uno siempre discute…
- Mal que me pese, en mi furor, le dije que lo mataría, que merecía morir
como un perro por causa del daño que había hecho. Después… todo sucedió muy
rápido… Yo dormía en mi cuarto al momento del asesinato y no escuché a mi
padre… según los peritos su muerte fue prácticamente instantánea… Lo apuñalaron
repetidas veces… y por la espalda… debieron de taparle la boca para que no
gritase. Esta es mi situación actual, mi
querida Mariana. Además del sufrimiento
natural por la pérdida de mi padre, ahora debo sobrellevar el peso de una culpa
ajena… Como siempre…
- ¿Y cómo puedo ayudarlo entonces?
- Alejándose de mí, si no tengo
salida. Por lo que más quiera nunca le cuente a Pablito lo que ha pasado…
- No pienso dejarlo solo, Fernando. Ya encontraremos alguna solución.
Capítulo X: Asesino
Después
del sepelio de Don Fernando Albarracín, hablé con el Comisario Neguimán:
- ¿Es cierto que van a llevarse a Fernando a la prisión de San Diego?
- Así es. Muy pronto.
- ¿Qué me dice, Comisario? Yo no creo que él haya matado al viejo…
- ¿Entonces por qué él se niega a contar el motivo de la discusión que
mantuvo con el padre? Su versión choca contra ese ridículo juramento.
- ¡No creo que sea ridículo! Si es la verdad… como yo lo creo, eso
significaría que Fernando es un hombre de palabra que prefiere seguir preso
antes de romper un juramento. Defiéndalo Ud., Comisario. Al final ese abogado
que trajeron desde la capital no pudo hacer nada por él.
Me fui
directamente hacia la iglesia y allí encontré al Padre Miguel.
- Padre…
- ¿Mariana?
- Vine porque necesito contarle algo que me ha pasado.
- ¿Qué?
- Es secreto de confesión.
- Decime…
- Padre… recuerda que hace un par de años atrás yo le dije que odiaba a un
hombre.
- Sí…
- Me ha sucedido que ya no lo odio más.
- Bien… entonces “ego te absolvo”…
- ¡Espere! Me da vergüenza contárselo, Padre. Creo que estoy enamorada de
él.
- Y bueno… pero eso no es un pecado.
- Ahora, además de todo el daño que nos hizo, que eso no ha cambiado, está
acusado de haber matado a su padre. Ese hombre
ha sido un enemigo para mí y lo veo bueno y decente… No entiendo qué me ha
pasado.
- Tal vez lo has conocido mejor. Y ese hombre ¿siente algo por vos?
- Me ha comunicado que me quiere…
- Todo ha de definirse cuando él sea liberado de la acusación…
- Ud. lo ve muy claro, Padre. Pero yo no y francamente no sé qué hacer. ¿Cómo
me voy a enfrentar a todo el mundo aceptando el amor de un hombre que ha
actuado tan mal respecto de mi familia? ¿Y que perjudicó a mi hermana?
- Algo bueno habrá visto tu corazón en él.
- Es cierto... No se parece en nada al hombre despiadado y orgulloso que
había imaginado que era.
- Tendrás que tomar una decisión cuando corresponda. Vos sabrás lo que te ha
de convenir.
El Padre Miguel no me dio una respuesta tal como yo esperaba, aunque creía
que él iba a dar una solución a mi problema. Yo, esperanzada, estaba dispuesta
a obedecerlo en lo que él me sugiriera. Quedé tan embrollada como antes. O peor…
A pocos días, el Comisario Neguimán me trajo la mala nueva:
- Hoy trasladaremos al reo hacia San Diego. El de su pariente se ha
convertido en un caso de prioridad provincial.
- ¿Me dejará despedirme de él?
- Bueno… pase a verlo un momento.
Lo vi
como por última vez. El color de su rostro era ceniciento debajo de la barba
que le había salido, castaña.
- Fernando… -llamé.
No me
saludó. Se quedó sentado en el catre mirando al vacío.
- ¡Fernando!
- ¿Qué quiere? –musitó.
- No pierda la fe.
- No confío en la justicia humana.
- ¿Y en la justicia divina?
- En esa, sí… ¿Pero cuándo llegará? Sólo Dios lo sabe.
- Yo creo en Ud. y he de rezar durante todo el tiempo para que sea
liberado de este oprobio.
- Imagínese cómo me siento… No pude asistir al sepelio de mi padre… Mi
hermano me contó que la gente le daba el pésame por mi padre y por mí pérdida…
la pérdida del honor y del buen nombre.
- La verdad brillará algún día y sus padres descansarán en paz.
Él se
puso de pie con agilidad.
- Adiós, Mariana. No quiero que sufra más por mí… Le deseo toda suerte de
dichas para su futuro… A mí me persigue la desgracia.
- Adiós… Le escribiré cuando Ud. esté en San Diego.
Sacó
su mano por el hueco de la puerta y yo, impulsiva, deposité un beso en ella.
Jamás hubiera besado una mano que sospechare manchada con su propia sangre.
Llevaba ya dos meses de gran
angustia, sufriendo en secreto por Fernando Albarracín, sin poder decir nada a
nadie. Ni a mis queridos padres, pues, ellos, ignorantes de todo lo que había
sucedido, deseaban que yo me reconciliara con Joaquín.
Cierta tarde fresca, a la caída del
sol, caminé hacia el cementerio. Tenía la necesidad de hablar con Luciana y
rezar por los padres de Fernando. Después de que me desahogué con mi querida hermana
me dirigí casi de noche hacia el mausoleo de los Albarracín y al principio,
sentí alegría porque vi que la puerta del edificio estaba entreabierta. Yo
sabía que Fernando tenía la llave.
Luego
razoné que era imposible que él estuviese libre pues yo hubiese sido la primera
en enterarme…Me aproximé prudente y noté que la cerradura había sido forzada.
- ¡Profanadores! –pensé.
Escuché voces en el interior y algunos
crujidos de madera. Tuve mucho miedo. No de los muertos, sino de los vivos que
habían violentado aquella tumba. Entonces corrí cerro abajo y llegué exhausta a
la comisaría. Neguimán había salido.
- ¿Dónde puedo encontrarlo? –jadeé.
- En el boliche de Don Macario… está con una investigación. –me
informaron.
El
comisario hablaba con el dueño del boliche, copita de caña por medio.
- ¡Comisario! Esta es una emergencia...
- Diga, muchacha –se apartó el policía cincuentón.
- Creo que hay profanadores en el panteón de los Albarracín. He visto que
han forzado la entrada.
- Ya mismo vamos. Ud. métase en su casa. ¿La vieron?
- No… vine a buscarlo de inmediato. Oí voces desde el interior del
mausoleo.
Presa
de la ansiedad, no tuve noticias hasta el día siguiente en que llamaron a la
puerta de mi casa.
- ¡Yo voy, mamá! –me adelanté, pensando en el comisario que vendría para
contarme lo que había sucedido al fin.
Fue
una alegría inconmensurable: allí estaba el comisario ¡con Fernando! y él con
una enorme sonrisa. Lo abracé largo rato y lloré. Al final, él, discreto, se
apartó de mí para saludar a mis padres.
- ¡¿Qué ha sucedido?! –pregunté
cuando pude serenarme un poco.
- Su descubrimiento de ayer, querida niña… me ha salvado de la cárcel y de
la deshonra.
- ¿Cómo pudo ser?
Mi
madre trajo un delicioso café con leche. Entonces, el comisario explicó:
- Fuimos con una patrulla… bah, con mis dos hombres hasta el cementerio y
comprobamos que efectivamente la cerradura de la entrada al mausoleo había sido
violada. Íbamos cautelosos como gatos. Martínez se apostó detrás de una cruz
grande, Lucero se plantó a mi lado. Allí escuchamos las voces y advertimos que
se trataba de dos personas: un hombre y una mujer. Planeaban huir del país.
“Al tipo tuvimos que correrlo por la cuesta de la loma. Y hete aquí que
cuando Martínez le tiró a la pierna y lo bajó… el malhechor nos largó con una
caja metálica pesadísima… Suerte que no estábamos a tiro que si no…”
- ¿Qué contenía esa caja?
- Bueno… esa caja metálica, que contenía un millón doscientos mil pesos,
era la misma caja que Don Fernando había sacado del banco…
- ¡El móvil del asesinato! –exclamé.
- Así es… Y yo mismo no pude haberla ocultado en el féretro de mi padre
porque no estuve presente en el velatorio. –aclaró Fernando.
- ¡Obviamente!
- Así que –continuó el comisario- descubrimos que el profanador era el
chofer de Don Fernando, era un tipejo sin escrúpulos, que incluso ideó matar a
su patrón cuando supo que este tenía todo ese dinero en su poder… Vio la
ocasión durante la noche y planeó las circunstancias para que este joven fuera
inculpado.
- ¡La justicia divina! –casi lloré.
- Y otra deuda que contraigo con Ud., Mariana.
- ¡Yo sabía que Ud. era inocente!
- La mujer era una cómplice del chofer,-agregó el comisario- la que había
testificado que el asesino había pasado con ella la noche del crimen. Una muy
buena coartada.
- Parece mentira que todo se haya aclarado antes de que huyeran…
- Bueno, pequeña… Debo irme. No he dormido en toda la noche… Además he
querido llevar el caso a primera hora para no dilatar mayormente la excarcelación
de este muchacho.
- Por lo cual le estaré eternamente agradecido, Comisario.
- Y los dos deberemos estarle eternamente agradecidos a la Srta. Guerra.
- Dios fue quien me guió hasta el camposanto ayer… Yo fui a rezar por
Luciana. Como siempre.
- Y doy gracias a Dios de que esos malhechores no la vieran, porque la
hubieran matado sin ningún escrúpulo.
- No pensemos en lo que pudo ser…
El
Comisario se marchó y Fernando se quedó unos momentos más.
- ¿Y Pablito?
- Duerme todavía…
- Tiene razón… son las ocho apenas. ¿Me acompaña hasta el cementerio?
Quiero ver los daños de la puerta y del féretro… para repararlos sin falta.
- Ya vengo, mamá. –avisé colocándome una camperita liviana.
Caminamos
muy lentamente
- Me siento feliz por Ud., Fernando.
- Gracias. Y yo, me siento un hombre nuevo…el hombre al que Dios le ha
otorgado otra oportunidad. Ojalá la tuviera también en otros… ámbitos de la
vida… Pero, no me entristezco…
Me miró con sus oscuros ojos y vi en ellos un amor tan profundo y tan
noble que me conmovió. Tenía deseos de abrazarlo y de decirle que yo no tenía
otros compromisos, pero la imagen de mi
hermana moribunda y la tumba en la que yacía más arriba, helaron todas mis
ilusiones. Aquel era el mismo hombre, ¡el mismo! aunque yo hubiera querido que
fuese otro. ¡No! No podía traicionar el
dolor de mi hermana, su deshonra no reparada, la orfandad de Pablito…
Bajé la mirada avergonzada del amor que sentía por Fernando y no hablé
más. Él pareció adivinar mis pensamientos y se calló. Ya no volveríamos a
hablar tan cerca el uno del otro.
Había todo un destacamento de policías trabajando en el cementerio, por
lo que saludé a Fernando, recé frente a la cruz de Luciana y regresé a mi casa,
llevando a cuestas una cruz más pesada aún: la de un amor culpable.
Aquel amor me amargó, me secó la
alegría y más me entristecí cuando supe que Fernando había regresado a San
Lorenzo sin intenciones de volver a su pueblo natal. Sería mejor así: traté de
convencerme de aquella idea, pero no fue nada fácil.
Mientras tanto Pablito crecía y,
para mi dolor, cada vez se parecía más a su padre: tenía sus mismos ojos. Y sus
ojitos me miraban con amor. Cuando me decía “tita” (tiíta) yo sentía que todo
aquel sufrimiento bien valía la pena por la felicidad de mi querido niño.
Capítulo XI: La herencia
Hacia fines de aquel mismo mes, un mensajero de la escribanía Farrell,
la única de Cerro Gavilán, apareció con un telegrama con sellos colacionados.
- ¿Qué se le ofrece?
- ¿La tutora de Pablo Guerra?
Se me nubló la vista y pensé en lo peor: alguien querría quitarnos a Pablito,
pero no Fernando. Él no podía ser capaz
de algo semejante.
- La tutora soy yo.
- Este telegrama es para Ud.
Después que se fue el mensajero rasgué rápidamente el orillo y leí:
“Notificamos apertura testamento legal Señor Fernando José Albarracín
a efectuarse 29 del corriente en domicilio del extinto
20 horas. Obligatoria su presencia. Firmado Notario Don Nicolás Farrel”.
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Faltaban un par de días solamente y yo no entendía nada. Después,
reflexionando un poco, llegué a la conclusión de que el viejo Albarracín había
testado una migaja a favor de su nieto para compensar o resarcir lo que jamás
le había dado.
Estuve contenta por un lado y preocupada por otro. Contenta, porque tal
vez habría una ayuda para mi sobrino y preocupada porque quién sabe qué
derechos daría a los Albarracín aquella ayuda. No conté nada a mis padres para
que no se expusieran a una nueva preocupación.
Dos días más tarde, pensando en que tal vez podría ver a Fernando en
aquella ocasión, me arreglé lo mejor que pude y antes de las 20.00 estaba ya
tocando la campanilla de la mansión de los Albarracín.
La criada, sorprendida, me dejó pasar en cuanto le mostré el telegrama.
Todos los hombres que había en el salón se pusieron de pie a mi entrada
y Fernando Albarracín, que se había apartado hacia un rincón empalideció al
verme. Después me saludó atento y me presentó a su hermano Marcelo. Se sentó
cerca de mí y me preguntó como al descuido:
- ¿Qué hace Ud. aquí?
- No lo sé. El Doctor Farrel me citó.
Fernando guardó silencio preso de
una intensa conmoción.
Una gran tensión se dispersó por la sala hasta que el escribano abrió un
gran sobre lacrado y comenzó a leer.
“Yo Fernando Francisco José Albarracín Maure, doy mi testamento de puño
y letra, a mi apoderado el Doctor Farrell los 20 días de mes de julio de 19..,
quien da fe de la legitimidad de este documento y de que fue escrito en pleno
uso de todas mis facultades mentales. Declaro herederos de mis propiedades en
San Lorenzo, dos casas de la ciudad y una casa quinta en Santa Lucía a mi hijo Marcelo
Francisco, destino mis propiedades de Cerro Gavilán: el chalet, la estancia en
Blanco los Maitenes a mi hijo Fernando José y dejo la suma de 5.000.000 millones
de pesos para la manutención y los gastos que insuma la crianza y los estudios
de mi hijo Pablo quien lleva por apellido Guerra, del que soy el progenitor y
reconozco de manera póstuma como hijo natural… ”
No pude escuchar una palabra más: una nube me envolvió la mente y lo
último que sentí fue el brazo de Fernando sosteniéndome para que no me cayese
al piso.
- ¡Tenía que enterarse así! Dios mío…
Cuando volví en mí estaba en una sala más privada, recostada en un
imponente sillón de pana azul. Fernando, sentado en el otro extremo mirándome
con gran consternación. Reaccioné angustiada.
- Dígame que lo que escuché es mentira, por favor. Lo soñé…
- Quisiera decírselo, pero ya no puedo. Hoy Ud. ha sabido la verdad que
mantuvimos oculta durante más de cuatro años… Por mí hubiera sido mejor que la
ignorara toda la vida.
- Pero… esto no me entra en la cabeza. ¡¿Cómo es posible lo que dijo el
escribano?! Que Pablito es… es… su hermano…
- Tranquilícese, por favor… Yo juré a Luciana guardar el secreto, pero ya
que se ha sabido lo más importante, es conveniente que le aclare todo: ¡sí! Pablito
se parece a mí porque es mi hermano…
- ¡Noooooo! ¡No puede ser!
Me sentía ahogada cuando Fernando comenzó con su relato. Me alcanzó un
vaso con agua antes de continuar.
- Hacía poco tiempo que yo era el novio de Luciana, cuando en mi padre
sorprendí una mirada extraña respecto de mi novia… Él no era tan viejo y
siempre había tenido sus aventuras… Me habló de la belleza de Luciana, pero yo
creí que se trataba de un mero cumplido paternal. Nunca supe cómo mi padre se
acercó a ella, cómo la habrá engañado para conseguir que ella le llevara el
apunte. Comenzó a mis espaldas y entre ellos una relación torcida, de la que me
di cuenta cuando tuve noticias de que Luciana se había quedado embarazada y mi
padre quería obligarla a matar a esa criatura. Luciana y yo no habíamos estado
juntos ¿lo entiende? Yo la había respetado en todo momento. La amé con todo mi
ser pero me hizo mucho daño. No podía bajo ningún concepto casarme con ella. Yo
se lo pedí varias veces mas Luciana no me quería y la pobre había sido estafada
en su ingenuidad por mi desalmado padre… Yo la ayudé en todo lo que estuvo a mi
alcance con tal de que el niño escapara de una muerte segura. Su hermana me pidió que nos separáramos y así
fue, pero antes le prometí que jamás diría quién era el verdadero padre de Pablito
y que me otorgaría la paternidad irresponsable para no empañar más su honra. Y
por eso me alejé. Mi madre nunca supo lo que había pasado y me recriminó hasta
poco antes de morir, mi proceder. ¡Pobrecita!... Si hubiera sabido la verdad…
Por eso las discusiones con mi padre… a partir de que supo que el niño había
nacido.
Me estremecí al comprender la nobleza de ese corazón que se había
desbordado frente a mí y amé a ese hombre con la certeza de que él más que
ninguno se merecía la totalidad de mi amor.
Guardó silencio y después me tomó la mano.
- Ya no llore, Mariana… ¿Ve que yo la entendía en eso de vivir la vida de otros?
- Perdóneme… perdón Fernando… por todo el daño que le hice. Por los
sufrimientos que le he causado con las cosas horrorosas que le dije. Y Ud. era
inocente…Con razón actuó con esa aparente frialdad.
Él sólo besó mi mano dándome a entender que estaba todo perdonado y
olvidado.
- Y con razón Luciana nunca nos habló mal de Ud. ¡Dios mío qué necia he
sido! Créame que estoy más que avergonzada de mi conducta…
De pronto, él me abrazó y también lloró un poco. Me despedí de él, quedó
en ir a visitarnos antes de irse hacia San Lorenzo para ultimar algunos detalles.
Capítulo XII: Los muertos y los vivos
Al otro día me detuve frente a la tumba de Luciana y le dije:
- “Negrita”… ¡Cuánto has sufrido! ¡Y cuánto has hecho sufrir! Pero… se ha
hecho justicia. Descansá en paz.
En lo más profundo de mi corazón
experimenté la paz que hacía años me faltaba. También elevé una plegaria por quien
era nuestro verdadero enemigo, ese monstruo que ya había rendido cuentas ante
la justicia de Dios.
Después todo fue comunicar las noticias a mis padres, que al final
tomaron el asunto de mejor talante que yo, en vistas de los beneficios que se
le otorgaban a Pablito. Con todo ese dinero hasta podríamos comprar una linda
casita y guardar el resto para cuando el niñito fuese mayor y eligiera estudiar
alguna carrera… Iba a tener más
oportunidades de las que Luciana podría haber soñado.
Al día siguiente Marcelo, el hermano mayor de Pablito y su esposa
Angélica, acompañados por Fernando vinieron a casa para conocer al niño. Eran personas
muy amables y fueron muy tiernos con mi sobrinito.
El pequeño se mostró como siempre: alegre y cariñoso, especialmente con
Fernando, a quien más conocía. Le traían como regalo un libro de cuentos para que la madrina le leyera antes de dormir.
Al chiquito le encantó la idea y ya quería irse a dormir con tal de escuchar un
cuento. Todos se rieron por la ocurrencia.
- ¿Qué es lo que más te gustaría, Pablito?
- Que mi “tita” se case.
Marcelo y Angélica se
echaron a reír, yo me sonrojé y Fernando me miró entre celoso y apenado.
Cuando los tres salieron, Fernando se volvió para comentar.
- Tal vez me instale en Cerro Gavilán, tal vez venda todas las propiedades
que recibí en herencia y me vaya de
viaje. Hoy no sé qué hacer.
- Yo, en cambio, estoy proyectando todo lo que Pablo va a poder hacer en
su vida gracias a esa bendita herencia. Pablito ha sido afortunado con su padre
al fin de cuentas. Él quiso reparar de alguna manera su error.
- De todos modos, tal vez sea conveniente decirle al niño que yo soy su
padre… será mejor eso a que sepa que es fruto de un amor adúltero. ¿No cree?
- No, Fernando… La verdad es que, en el fondo, hubiera preferido que Ud.
fuera su padre, pero por otra parte me alegro de que no lo sea. Yo creo que lo
mejor para él será limpiar su futuro de todo engaño. Yo le iré contando la
historia a su modo hasta que pueda comprender… es una verdad a la que tiene
derecho.
- Tiene razón… Y… ¿Ud. pronto va a darle el gusto? La boda con Joaquín era
en dos ó tres meses ¿Verdad?
- Sí… Era… Ud. lo ha dicho.
- ¡Ah!... no entiendo.
- Joaquín y yo rompimos nuestro compromiso, antes de la muerte de Don
Fernando.
Su rostro compungido resplandeció por la alegría y estaba a punto de
decirme algo cuando su hermano mayor le tocó bocina para que se apurara.
- ¡Ah! bueno… Es que tenemos que irnos hacia San Lorenzo…
- ¡Buen viaje!
- Después nos vemos, Mariana.
- Cuando quiera.
Besó dulcemente mi mejilla y salió casi corriendo.
No pasó mucho tiempo: el siguiente domingo, volvíamos de misa cuando
vimos aparecer desde el otro extremo de la plaza a nuestro querido Fernando Albarracín.
- ¡Fernando! – gritó Pablito y corrió a sus brazos.
Mis padres también lo abrazaron emocionados y llenos de gratitud, sabiéndolo
acreedor de todos los agradecimientos imaginables por sus hechos pasados. Después
de todo, le debíamos la vida de Pablito.
- Ud. es un santo – sentenció mi madre.
- Por favor, Doña Rosa, no diga eso… se ruborizó el hombre.
Mientras mi padre estrechaba su mano y decía palabras de profunda
gratitud, nuestros ojos se encontraron y entonces lo miré con todo el amor y toda
la admiración que sentía por él. Ya no podía evitarlo.
Me tendió la mano y nos quedamos largo rato contemplándonos sin ver otra
cosa a nuestro alrededor. Nuestras almas estaban profundamente unidas.
Pablito que corrió hacia los juegos de la plaza y mis padres caminaron
del brazo detrás del alegre niñito.
Fernando y yo nos quedamos allí como plantificados. Al rato, él habló y
me tuteó:
- ¿Sabés cuál fue la mejor noticia que he recibido en todos estos años de
amargura y de desgracias?
- No… ¿cuál?
- La nueva de que Joaquín ya no es más tu novio.
Me sonreí y después me puse muy seria:
- Joaquín fue bueno y respetuoso conmigo… pero me di cuenta de que no
podía casarme con él, siendo como había sido conmigo, sin estar enamorada…
- ¡Ah!... ¿Y cómo estás ahora?
- Estoy muy tranquila… Pablito tiene su futuro asegurado y eso es muy
importante para mí. Podré pensar más en
mí misma.
- Sí… Mi padre hizo algo bueno, al final ¿Y… (perdoname que te pregunte) de
tu futuro que hay? ¿Eso de pensar en vos misma incluye… la felicidad junto a
otros?
Aquel era un domingo precioso. El aire anunciaba la expansión de la
primavera con una carga de flores de tilo y de glicinas. Un aromo florecido en
la plaza brindaba por la vida con su copa rebosante de oro.
Ante aquella explosión de vitalidad, yo sentí palpitar mi corazón por la
proximidad con la dicha. Ya oía latir el corazón de Fernando tan cerca de mí…
Ahora recuerdo que también tenía
un poco de miedo, porque aquel amor era un sentimiento más hondo, más maduro y nacido
después del dolor. Mi amado estaba absorto
y pensaba lo mismo que yo…
- ¿Y de tu futuro? – repitió al fin.
- No sé, Fernando – respondí dulcemente – Pero… has visto qué hermoso día…
- Sí y es el marco adecuado para lo que tengo que decirte: ¿te acordás,
Mariana, del día de tu accidente, cuando yo te dije que me había enamorado de
vos?
- Te dije que nunca lo olvidaría.
- Tal vez yo me apresuré y aquel no fue el momento propicio… Todo pudo
ser… Sin embargo, lo que te dije aquel día, sigue siendo así… Es más… mi amor
ha ido creciendo de una forma en que no he podido evitarlo. Te amo, Mariana, y
no puedo imaginarme seguir la vida sin vos.
Lo abracé con fuerza y respondí:
- Y yo también te amo, Fernando, como nunca pensé podía amar a alguien…
Vos hablaste de la felicidad más grande de tu vida y yo te digo que el dolor más
grande de mi vida lo sentí cuando supe que mi corazón se había inclinado hacia
vos, el supuesto “asesino” de mi hermana y te he querido a mi pesar, desde esa
noche en que, cuando agonizaba tu madre, fui como una estúpida a ofenderte y
vos te portaste tan gentil conmigo… cuando merecía una bofetada para calmar mi histerismo.
- Aquella vez supe que tu hermana nunca te había contado la verdad…Por eso
te admiré. Te vi como a una leona que defiende a sus cachorros.
- Has sido tan noble, tan generoso, tan viril que ya no puedo hacer otra
cosa que amarte y procurar pensar el resto de mi vida en cómo hacerte el más feliz
de los hombres.
- ¿Te casarías conmigo?
- ¡Claro que sí! Es lo único que anhelo…
Me dio un dulce beso de amor y luego habló con mi padre para comunicarle
nuestra decisión.
Mis queridos padres se mostraron muy satisfechos por nuestro futuro y tomados
de las manos de Pablito, Fernando y yo recorrimos
la plaza mirándonos a los ojos y disfrutando de la vida que florecía en torno
de nosotros.
Todos nuestros muertos por fin descansaban en paz, esperando la
Resurrección Final.
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