martes, 12 de enero de 2010

FÁBULAS CAMPERAS MENDOCINAS

A continuación quiero rendir homenaje a mis amigos ausentes. En primer lugar, a Alejandro y a su esposa Silvina que debieron "volar" hacia España y en segundo lugar, a un entrañable amigo y doblemente compadre, nuestro recordado José Albino Murri, quien "voló" con el Señor el pasado treinta de junio de 2009.

Una fábula campera, pero mendocina

Los horneros desterrados

El hornero es un hacendoso albañil, constructor por esencia. Muchos años llevaba aquel casal de horneritos construyendo nidos y edificando una comunidad en un pimiento o aguaribay de Mendoza.
Con ocho polladas habían amasado mucho barro y habían fundado una hermosa familia.

Los horneritos eran pobres pero la alegría reinaba en su nido, porque eran unos pajaritos que por sobre todo alababan al Creador con su canto y su trabajo.

Y como eran horneros sabios, el hornero y la hornera recibían en su nido a muchos pajaritos de aquel árbol que acudían a pedir consejo, a solicitar ayuda, a compartir con ellos penurias y alegrías.

Había en el lugar aves de toda laya: teros severos, chingolos graciosos, jilgueritos de precioso trino, nocheros búhos, meditativos zorzales, gorriones pendencieros, palomas sensitivas…

Todos sin excepción visitaban la casita de los horneros y nadie salía de aquel nido con las manos o el corazón vacíos, ya que eran generosos con lo material y pródigos en consuelos y consejos.

En la región también vivían las urracas, animalitos sumamente atractivos, de agradable charla y fuerte personalidad, que poblaban un álamo carolino de cientos de años. Como todos, las urracas acudían al hogar de los horneritos y departían largamente.

El hornero los recibía como a todos, pero bichaba ya que se avecinaba la tormenta. Así fue, una tarde de agosto, un temible Zonda derribó el aguaribay que cobijaba a tantas aves y la comunidad de pajaritos se vio dispersa por toda la región.

Algunos se asentaron en frondosos paraísos, otros se instalaron en pililas moreras deshojadas y algunos, con miedo se metieron en lo más intrincado de pinchudos algarrobos.

El hornero y su señora volvieron a edificar su nido en otro pimiento, semejante al anterior y ya seguros, llamaron a los otros pajaritos para que estuvieran con ellos. No todos acudieron, pues las envidiosas urracas habían estado haciendo de las suyas.

Había una urraca que capitaneaba el grupo de aves parlanchinas: la urraca enana, castigada de pichona por la crueldad de un hondazo, que al decir de un sabio y viejo lechuzo bodeguero, le había dejado como secuela una psicopatía megalómana difícil de percibir a simple vista: era una urraca que se creía cóndor.

La urraca enana convocó a los pájaros dispersos, a las otras urracas y a los tordos, aves de grácil cintura política, y les dio un discurso que conmovió las entrañas más duras. Al decir de la urraca, el hornero los había traicionado, porque no dejaba que los otros pajaritos disfrutaran de árboles de deliciosos frutos, árboles que si no eran ocupados por esas inocentes aves se iban a llenar de bichos malignos; la mosca del Mediterráneo, la oruga, la polilla…

Muchos se volvieron contra los horneros, otros adoptaron una cruel indiferencia y otros se indignaron justamente contra la urraca enana y sus seguidores.

Soliviantados los tordos por las urracas menores, decidieron hacer “justicia”. Se confabularon y una noche fueron y destruyeron el nido del hornero.

El fiel pajarito no se amedrentó, aunque vio con dolor que algunos de los que habían participado de la fechoría habían sido pichones crecidos bajo sus alas y su amparo y habían comido de su pico.

Con su hornerita edificó otro nido en un pimiento fuerte. Hasta allí lo siguieron los demás pajaritos. Ya no eran tantos como antes, porque varios de sus primeros compañeros se pasaban al bando de las urracas o los tordos, a cambio de alguna ciruela seca o una uva pasa.

Sin embargo, los que seguían al hornero eran leales y perseguidos también ellos por las vengativas aves.

Después de aquel suceso, sus nidos fueron rotos sistemáticamente y lo único que tenía el hacendoso pajarito era su familia, apretada a su alrededor y a sus fieles amigos.

Aconsejado por una benévola golondrina errante, el hornero vio que ya no podía seguir viviendo en aquel sitio.

Con dolor, el hornero, que no es ave migratoria, alzó el vuelo y junto con su hornera y sus pichones dejó la comarca, no sin antes decir unas cuantas verdades:

· A la urraca enana, que se le rió en la cara y después inventó su propia versión repetida por loros y catas ignorantes.
· A las urracas menores, que se sintieron sumamente “interpeladas” o “desplumadas” en su orgullo y le retiraron hasta el compadrazgo.
· A los tordos, patas flacas, que dijeron de él que estaba fuera de onda… pero que no hicieron otra cosa que repetir lo que les había dicho la urraca enana.
· A los pajaritos honestos que lo querían, que fueron los únicos que guardaron sus consejos y enseñanzas y consideraron que como el hornero no es ave migratoria, algún día no muy lejano, aquel pájaro íntegro y coherente, amable y fuerte, patriota y devoto, volvería al primer pimiento, para fundar el nido que ninguna mano enemiga y traicionera podría destruir.

Ellos, por sobre todo, esperan en Dios y en su justicia confían.

Otra fábula campera mendocina

El jilguero vigilante

Después de la partida de los horneritos, la colonia del viejo aguaribay se dispersó y, ya fuese por el separatismo propugnado por las urracas y los tordos, ya fuese por la debilidad de las demás aves, lo cierto es que la antigua colonia daba lástima.

No todo estaba perdido, porque, erguido aunque humilde, con sus patitas firmes sobre la rama, alzó su trino el jilguero cantor de verdades.

El jilguero y su jilguera, además de ser padres cuidadosos de sus cinco pichones, eran una pareja de pajaritos que no callaba; pobres, pero honrados.

Y eso le producía urticaria plumífera a la Urraca Enana, le quitaba el sueño y no podía estar tranquilo, porque se le revivía el dolor del hondazo de la infancia. Tanto le molestaba el canto constante de los jilgueros, que urdió un plan maquiavélico para doblegar sus voluntades: había que hacer que las demás aves los creyeran locos.

Y así fue. Cantaban los jilgueros desde su nido y se reían zonzamente los teros; piaban en alguna rama los pobrecitos y el lechuzo bodeguero ponía sus ojos en blanco; trinaba con fuerza inigualable nuestro amigo el jilguero y las catas, con su cháchara tapaban el mensaje para que no se oyera.

- ¡Qué imprudente el jilguero! Su canto no es “avícolamente correcto”…

¿Qué hacía entonces el jilguerito?
El humilde, riéndose de desprecios y agachadas, seguía cantando en procura de sacudir el sopor triste que aplastaba a los demás: a las calandrias tímidas, a los gorriones inconstantes, a los pitojuanes orgullosos, a las palomas acomodaticias.

El jilguero y su jilguera volaban de nido en nido, incansables, para evitar que aves rapaces mataran a los frágiles pichones o picotearan los huevos sin empollar.

La Urraca Enana y sus adláteres hacían “casi” lo mismo, pero sin salir de la comodidad de su propio nido, para no “quemarse” con el ardiente sol, aunque anotándose como propios los humildes logros del jilguero “tirabombas”, como lo motejaban los tordos.

Mientras tanto, el jilguero iba de un árbol a otro, procurando que nada faltara a los demás pajaritos, les ayudaba en sus necesidades, consolaba a los preocupados, aconsejaba a los inexpertos, animaba a los pusilánimes.

Otras aves independientes de la comarca, viéndolo tan perseverante en su trinar, se decidieron a cantar a su vez y salir en defensa de los pobres huevos abandonados, que quedaban a merced de los cernícalos.
Cierta vez, sucedió con una torcacita enferma que empollaba un solo huevo, contra la cual se ensañaron los aguiluchos, los cuervos y los loros barranqueros:

- Esa pobre infeliz, ni sabe lo que es empollar. Más vale ahorrarle ese trauma y destruir el huevo antes que el pichón le arruine la vida.

El jilguero salió a la luz del día y cantó a los cuatro vientos pidiendo amparo para la torcacita y su pichón.

Pero los aguiluchos y los cuervos, conjurados de antemano, decidieron evitar que naciera un pichoncito “enfermo” como su madre. Lo mataron, ocultándose en el secreto de la noche y con toda la prensa de los loros a favor del “caritativo” arreglo.

Fue un duro golpe para el jilguero vigilante y los suyos, que hasta se habían ofrecido para criar al pichón enfermo que naciera de aquel huevo; mas aquella derrota no lo hizo cejar en su lucha, sino que lo impulsó a incrementar las horas dedicadas a “trinar la verdad”.

El jilguero vigilante, haciendo caso omiso de burlas y bandeadas, se convirtió en el paladín de los pajaritos sin empollar, que, muchas veces no pueden elevar su cantar, porque no los dejan romper el cascarón.

Nuestro amigo y su jilguera, social trabajadora, seguían siendo tan pobres como antes, pero no dejaban de cobijar en su nido a cualquier ave alicaída que buscara aliento o apoyo.

Un aciago día, las fuerzas del cantor comenzaron a menguar: ya no se lo veía tanto, no aparecía en los medios, sin embargo, su canto se seguía escuchando en todo el paraje, con más potencia que nunca.

El diagnóstico fatídico fue pronunciado por el Doctor Zorzal: le quedaban pocas horas de vuelo. Se cuenta entre las aves del lugar, que a partir de entonces, en los momentos de mayor dolor, fue visitado por el Pelícano Amable, cuyo rostro ningún ave de esta tierra ha visto cara a cara.

El jilguero vigilante, sin decaer en su espíritu, reunió a los pajaritos amigos y les contó que tenía que enfrentarse a la muerte en su vuelo final.

Entonces, la alarma y la desazón cundieron entre sus amigos: ¿quién piaría por ellos? ¿quién los defendería? ¿quién clamaría por los pichones desamparados?

El jilguero vigilante sostuvo a todos con la fuerza de su corazón porque “no mudó bandera” y, aun, con su ala quebrada y sus fuerzas menguadas, siguió defendiendo a las crías sin defensa. “El Combate ya lo ganó el Pelícano Herido –solía repetir-; a nosotros, miserables aves, sólo nos toca trinar la Verdad, y jugarnos las plumas y el cuero en la Batalla”.

Así, su trino se alzó alegre en el paraje, aunque su frágil cuerpo se desmoronaba día a día. A tal punto conmovió a la comarca que hasta la Urraca y sus secuaces alabaron el humilde testimonio de aquel pájaro sin igual.

Una mañana, su jilguera lo halló mustio sobre el nido y ambos supieron que el final se acercaba. El Doctor Zorzal anunció que el tiempo restante era breve y nuestro amigo, acompañado por su jilguera, por sus pichones y por sus pájaros amigos, se preparó para enfrentar a la Parca.

Mientras tanto, el cura ruiseñor, hermano del jilguero, se quedó con él para ayudarlo a emprender el último vuelo.

En su agonía, el jilguero vigilante enseñó a todos a bien vivir, porque, siempre íntegro y alegre, llamó a sus pichones para darles una misión, llamó a sus amigos para darles consuelo, llamó a su esposa para darle amor a la Voluntad de Dios.

Antes de que él partiera, hubo una lucha de la cual sólo el Doctor Zorzal tuvo noticias: un gran murciélago negro se le apareció en su sopor, intentando hacerlo desesperar, hablándole de lo que tenía que dejar y diciéndole que su vida y su lucha habían sido inútiles. El jilguero vigilante se tomó del ala de la Madre de todos los pájaros y del Pelícano Amable y salió airoso… el murciélago desapareció al instante y nuestro amigo descansó.

El jilguero vigilante, partió de esta tierra, escuchando el cariñoso trinar de su jilguera y fue llevado en alas de la Madre y del Pelícano hacia el Cielo de las aves, donde una multitud de pichoncitos salvados por él, lo recibió con el más dulce trinar de los trinares.

2 comentarios:

catalina dijo...

Estimada Eva: su creatividad es tan rica y abundante, qué hace que lo doloroso y triste, haga reír a carcajadas...porque con la frase: "la urraca enana, castigada de pichona por la crueldad de un hondazo"... mi imaginación se activa y la risa es incontenible.
saludos

catalina dijo...

Por el relato del Jilguero vigilante, de la risa he pasado a las lágrimas, y por un momento, casi sin consuelo. Quién pudiera tener la claridad del trino, la firmeza y la serenidad, el coraje para cantar la Verdad, como lo hacía su amigo jilguero.
Me han contado que por esos pagos... los compañeros de vuelo lo añoran en los días de tormenta y vientos fieros, además, que ya nadie canta como el jilguero y que hay varios motivos para cantar...
Pero, no hay caso es como Ud. dice: "el sopor triste que aplastaba a los demás: a las calandrias tímidas, a los gorriones inconstantes, a los pitojuanes orgullosos, a las palomas acomodaticias..."
Será cuestión de rogar para qué los pájaros, que le sobrevivieron, se animen a levantar la vista del suelo y emprendan el vuelo; para que el aire que viene desde lo Alto, les colme el pecho para entonar el mismo canto.

A la pucha que me hizo pensar hoy... Ud. me ha hecho recordar algunos ideales de mi juventud que están baja una buena capa de polvo... El deber del momento me llama, me voy cantando bajito, también buscaré un estropajo y buen líquido limpiador.
Hasta la próxima.