jueves, 21 de enero de 2010

PARA LOS MÁS PEQUEÑOS

EL CUENTO DE MIGUELÍN
(Escrito en el 2002 cuando no había tantas películas de libros que cobran vida)

Cuando Miguelito cumplió seis años su tío Martín le regaló un precioso libro de cuentos con una historia maravillosa que sucedía en medio de un bosque que tenía todos los verdes que se pueda imaginar: verde lechuga, verde caramelo de menta, verde helado de pistacho, verde pastito recién regado...


Miguelito aprendería a leer ese año, cuando cursara primero y por el momento no comprendía el mensaje que ocultaban para él las negras y enormes letras en fila. Reconocía la A… y la M de Miguel, pero las otras letras parecían raros animales que descansaban en las brillantes hojas blancas.
Las coloridas láminas le contaban la historia, pues su padrino había elegido muy bien aquel ejemplar que tenía más ilustraciones que palabras.
Su papá no podía leerle los cuentos porque trabajaba mucho, ¡muchísimo! y siempre llegaba muy cansado por la noche.
Su mamá estaba ahora entretenida con su hermanita pequeña, la hermosa María.

Miguelito comprendía que los demás no tuvieran ganas de contarle historias, pero mientras esperaba la ocasión, devoraba los dibujos con los ojos.
Pasó una noche en la que no podía dormirse. Ya había hecho las oraciones, había contado hasta cien ovejitas, pero sus párpados parecían pegados con plasticola de las cejas.
Abrió lentamente el libro mientras lo apoyaba en sus piernas extendidas a todo lo largo. Al ver el verde bosque pensó con un suspiro:

-¡Ay! Si yo pudiera estar allí... Podría escuchar el canto de los pájaros ... el rumor del viento entre las ramas...
Un susurro de viento le dio en plena cara y pajarillos alegres trinaron a viva voz. Miguelito se restregó los ojos. Sin poder creer lo que pasaba iba caminando por el verde bosque de sus cuentos... ¡descalzo y en pijama! Se detuvo en medio de un sendero rojizo que se abría rumbo entre la espesura. Allí lo esperaba una niña de cachetes sonrosados y dorados rulitos. La niña corrió hasta él.
-Miguel... ¿Eres tú?- le preguntó.
-Sí... – contestó nuestro amiguito perplejo.
-¡Vamos, entonces! Corre ... que Catalín nos espera.
Pronto nuestro héroe se halló corriendo de la mano de la niña desconocida, mas pronto recordó haber visto sus cachetes sonrosados en la segunda ilustración de su libro.
Casi sin aliento llegaron a una casita blanca que se encontraba en medio de un claro. Un humo grisáceo salía por la boca de la chimenea. Todo en aquella casita invitaba a entrar en ella.
La chiquitina dio tres golpes en la puerta redondeada.
-¡Ábreme, Catalín! Miguel ya viene conmigo.
-¿Cómo te llamas?- preguntó Miguel mientras una señora de pelo blanco los hacía pasar.
-¿No lo sabes? Me llamo Coralín. ¡Ven!

Miguelito observó atentamente a quien abría la puerta: era la abuelita buena de todos los cuentos, quien le dio un beso en la mejilla y le alcanzó después una taza repleta del chocolate con leche más delicioso que probara en toda su vida.
Mientras Miguelito sorbía su bebida la abuelita le explicó:
-Necesitamos tu ayuda , pues mi esposo Mirolín corre un grave peligro y solamente tú puedes salvarlo. La bruja Masacra lo ha tomado prisionero en la Torre Envenenada y pide como rescate a nuestra pequeña Coralín. Nosotros sabemos que esa malvada quiere servirla como plato principal durante la fiesta del bosque.

El sabio Sofoclo es quien nos enseñó el conjuro para traerte desde tu mundo. Tú como dueño del libro puedes cambiar el final de esta historia. Estás ahora en Maravilandia.
La abuela Catalín abrió un enorme mamotreto con cantos de oro. Con un señalador podía verse la página en la que el dibujo era nuestro Miguel en su cama con un libro sobre las piernas.


- Ese soy yo... – reconoció Miguel.
- Aquí están escritas las palabras mágicas que te trajeron a nuestro país–explicó Catalín.
- ¿Y qué debo hacer?
- Mi abuelito fue tomado prisionero por la bruja el último día de la cosecha de los frutos.
- Sí... –agregó la abuelita- el pobre Mirolín iba en busca de las frutas silvestres para preparar su famosísimo vino cuando la perversa Masacra le tendió una trampa y lo atrapó. Todos los años la bruja preparaba la fiesta del bosque , una terrible fiesta para la cual ella se procuraba tiernos cervatillos y conejos, hasta pichones que acababan de romper el cascarón. Pero este año, tuvo la ocurrencia más malévola y maligna: decidió servir un banquete muy especial para ella y sus ogros amigos. El plato principal consistiría en niños vivos... ¡Imagínate!

- Se ha robado a todos los niños del bosque – explicó Coralín – y sólo faltaba yo para completar el número de cien niños... Ella y sus noventa y nueve ogros los devorarán... Yo pude escapar de las garras de Masacra cuando su sirviente Tontolín quiso atraparme a traición ofreciéndome hipócritamente un dulce... Yo sé que jamás debemos recibir golosinas de los extraños y huí de ese hombre feo y malo.
- Ahora tendrán que ir a la Torre Envenenada para liberar a Mirolín y a los noventa y nueve niños a los que la bruja alimenta con toneladas de golosinas y helados para que estén sabrosos... ¿Estás listo, Miguel?
- ¡Por supuesto! – exclamó nuestro amigo.
Catalín les dio una bendición y los niños salieron por el camino hasta una colina cercana.
- Desde ahora me llamaré Miguelín... Para que mi nombre sea como el tuyo y los de tu familia – propuso Miguel.
- ¡Muy bien, Miguelín! Lo primero que tenemos que hacer es tomar el camino secreto del Río Travieso que conduce a la gruta del sabio Sofoclo.


Del otro lado de la colina corría un arroyo cantarín, el río Travieso, cuyas aguas llegaban hasta la puerta oculta bajo una inmensa mata de enredaderas. Coralín golpeó por tres veces las manos y la enredadera se abrió descubriendo una puerta colocada sobre la roca. La niña abrió la puerta y entró por un pasadizo iluminado con antorchas. Miguelín siguió a su amiguita y cerró tras de sí la original puerta.
El lugar en el que se hallaban era un pasillo ancho y bajo, donde retumbaban los pasos apresurados de ambos niños. A cada trecho un hueco oculto por enredaderas dejaba penetrar en el camino cálidos rayos de sol.
Finalmente, luego de trepar por una escalera verde, subieron por allí y se largaron por un tobogán esculpido en la roca resbaladiza y rodaron por una colchoneta de musgos.
Un joven de cara redonda con barba y de anteojos los recibió:


-¡Padrino! – exclamó Miguelín.
-No te confundas, amigo. En este mundo hemos tomado algunas apariencias que ya conoces. Sin embargo, me llamo Sofoclo e intento desde hace más de mil años derrotar a Masacra y a su caterva de malvados.
Sofoclo los hizo pasar y les sirvió una refrescante bebida color café rojizo llena de burbujas.
Cuando Miguelín la probó exclamó:
- ¡¡Es Coca!!
- ¿Qué dices? Yo la llamo “Terralina”...
Cuando nuestros amiguitos hubieron acabado su Terralina, siguieron a Sofoclo hasta un cuarto cuya puerta se disimulaba en una pared de roca. En un libro enorme que le mostró Sofoclo, Miguelín pudo ver a una bruja horrible.
- Esa es Masacra – explicó Sofoclo.
- ¿Deberé luchar contra ella? – preguntó Miguelín un poquito asustado.
- Así es... pero no la vencerás por la fuerza o la espada, sino con las virtudes que nacen de tu corazón. Es una prueba difícil... Estás a tiempo de volver a tu mundo... Miguelín volvió a mirar el retrato de la bruja Masacra y dando un hondo suspiro aceptó la prueba.
- ¿Venceré a Masacra?
- Amigo... Eso no podemos saberlo. Pero, espera, tengo para ti, un regalo poderoso: Platín, la famosa espada de los héroes.
Sofoclo le colocó a la cintura una bellísima espada de plata con pomo de oro. al principio Miguelín sintió que le pesaba terriblemente, pero después la tomó en una mano y sintió que era menos que un palito de escoba, como aquellos que usaba en la luchitas con su primo Juan o su amigo Ramiro.



- Esta espada te protegerá de Masacra en tanto la lleves contigo. Vamos, Miguelín! Coralín, tú quédate rezando y no abras la puerta a nadie. Ni siquiera a mí mismo, yo voy a entrar solo.
- Pero...
- Tú obedece, Coralín.
Miguelín y Sofoclo salieron por otro tobogán y llegaron a un claro del bosque. Este estaba circundado por un anillo de pastos quemados.
- Aquí quemó la malvada Masacra a la tribu de los árboles parlanchines. Muchos ancianos dicen que ya no volverán a florecer, pero nosotros hemos conservado la esperanza. Estos árboles no nacen como los demás de simples semillas, ni de tallos, sino que se trata de extraños animales con formas de árboles que nacen de ¡un huevo! el círculo maldito de Masacra me impide llegar hasta la piedra verde para buscar los pocos huevos que se salvaron del fuego.
- No veo el peligro, Sofoclo.
- Cuando pisas el círculo carbonizado el fuego se enciende nuevamente.
Miguelín levantó la espada y ésta restalló entre la espesura del bosque restante. Puso un pie en el círculo de fuego y altas llamas se levantaron en torno suyo.
Por un momento se escucharon las carcajadas y la voz de Masacra:
- ¡Niño tonto! ¿No ves que no podrás vencerme jamás?
- Con la ayuda de Dios y mi espada lo conseguiré.
Inmediatamente desaparecieron las llamas y Miguelín pudo llegar sin dificultades hasta el nido de los árboles parlanchines, que estaba junto a la roca verde.


Juntó entre sus brazos los raros huevos amarillos de los que provenían cuchicheos, susurros y bisbiseos.
-Ahora – le indicó Sofoclo – haz con tu espada pequeños huecos en el suelo más húmedo y deposita allí los huevos-semillas.
Así lo hizo Miguelín . Primero se escucharon quejidos estridentes, después berridos de recién nacidos; finalmente, unos simpatiquísimos árboles de colores estiraron los brazos – ramas hacia el cielo y formaron una divertida ronda alrededor de su benefactor. Cantaban, gorjeaban, chillaban, maullaban, barritaban tan alegres como niños en un cumpleaños.
El árbol más grande levantó su rama más gruesa y dejó oír una voz dulce y cantarina que provenía de la copa.
-Miguelín... gracias por habernos liberado... Venciste el miedo con tu valor y conseguiste derrotar a Masacra en la primera prueba.
-Yo solamente quiero saber cuál es el camino para llegar a la Torre Envenenada...
Los árboles más pequeños gritaron y corrieron asustados temblando, se atropellaban unos a otros y caían al suelo.
- No debes ir... no debes ir... ¡Corre peligro tu vida! – gritaban desaforados.
- Debo ayudar a esos pobres niños que Masacra está engordando para comérselos durante la fiesta del Lago.
- Mira, - explicó pacientemente el árbol más alto – para llegar hasta la Torre Envenenada tendrás que remontar el camino alto... Al comienzo del cual monta guardia el dragón Vulcanius... - ¡Vulcanius! ¡Vulcanius! – gritaron aterrados los niños – árboles.
- Vulcanius quemó con su fuego a nuestros antepasados... a instancias de Masacra, por supuesto... Vive en esa gruta que desde aquí ves...
Miguelín observó una colina oscura que dominaba desde el claro del bosque. en medio de la misma se veía un inmenso agujero negro, la boca de la cueva del dragón.
Momentos después de despedirse de las divertidísimas conversaciones con los árboles parlanchines, Miguelín caminó por la ruta señalada acompañado por el buen Sofoclo.

Cuando llegaron al pie de la colina, la magia de Masacra impidió a Sofoclo seguir avanzando pues en un abrir y cerrar de ojos el sabio apareció atado e imposibilitado de moverse por causa de una gruesa cadena que lo envolvía por completo.
- No te preocupes por mí, Miguelín, sigue adelante...
- ¿Por qué Masacra no me hizo algo a mí?
- Porque tú tienes la protección de la Blanca Luna Llena... en tus vestiduras y en tu espada... La malvada bruja no podrá impedirte que llegues a la Torre mientras tú lleves la espada y conserves puro tu corazón.
Un poco apenado, tuvo que dejar a Sofoclo encadenado y ascender hasta la boca de la cueva donde un líquido verdinegro formaba un arroyito. Nuestro héroe dio un paso y penetró en la negrura.
Allí vio con sorpresa que las lunas plateadas de su túnica comenzaban a alumbrar como farolitos el camino empinado. Siguió con cautela el arroyo y así llegó a la cima de la gruta en la cual descubrió que el líquido verdinegro provenía de los amarillos ojos de un terrible dragón que, tirado en el suelo y deprimido, lloraba con extraños sollipos.
Prudente, Miguelín se ocultó tras una roca y le preguntó:
- ¿Qué te ocurre, dragón?
- Eh... ¿Quién está ahí? ¿Eres una luciérnaga?
- No... Soy un niño...
- ¿Te has puesto a salvo de la traidora? Fíjate lo que la maldita Masacra me hizo... Me engañó con sus malas artes para que yo quemara la tribu entera de los árboles parlanchines... ¡Todos murieron gritando horriblemente! ¡Pobrecillos! Después de eso... me robó el fuego... Sin duda eso ha sido un castigo... porque un dragón sin fuego vive sólo un año y para que se cumpla el año faltan sólo dos días.
- ¿Si yo te ayudo – propuso el astuto Miguelín - te convertirás en un dragón benévolo?...
- ¡Por todos los tesoros! Es en lo que he estado pensando durante este año... ¡Nunca más atacaré a los pobrecillos y ayudaré a todos los que pueda!
- Cuento con tu palabra... pues si no cumples la Blanca Luna Llena se encargará de ti.
Asintió esperanzado el dragón mientras Miguelín se desprendía una de las redondas lunas de su túnica.
- ¿Qué haces, pequeño?
- Cómete esta luna y volverás a tener tu propio fuego.
Así lo cumplió el dragón y retembló la colina toda cuando una llamarada de mil colores, semejante a los fuegos artificiales, brotó de las fauces abiertas.

Muy contento, Vulcanius, le ofreció al pequeño insecto lo que quisiese.
- Tengo que llegar hasta la Torre Envenenada y liberar a los niños que Masacra engorda para el banquete de la fiesta del Lago.
Eléctricas centellas escaparon entre los dientes rojos del dragón que furioso prometió:
- ¡Contra esa ladrona, traidora y desleal... lo que sea! ¡Yo te mostraré donde comienza el camino de la ciénagas y te estaré eternamente agradecido!
El dragón Vulcanius nuevamente encendido acompañó al pequeño Miguelín hasta el fracturado inicio de un camino oculto entre altos cañaverales y totorales.
- Yo no puedo ir, pues estos pantanos malolientes están colmados de los hechizos y maleficios de esa bruja malvada. Aún le tengo miedo... pero si tú me necesitas yo acudiré al instante...
- Gracias, Vulcanius.


Desde el lugar donde Miguelín y Vulcanius estaban, se divisaba la cima de una torre verdosa y larga, afilada como la punta de una aguja. Hacia allí se dirigió nuestro amiguito, luego de haberse despedido del verde dragón.
A ambos lados del angosto camino hervían negras arenas movedizas que burbujeaban gusanos y podredumbre. Más adelante alcanzó a escuchar unos quejidos lastimeros y vio a un anciano de sonrosados cachetes que se hundía irremediablemente en el fango.
El audaz Miguelín extendió su espada tomándola por la hoja, el anciano se asió del pomo y con una fuerza desconocida pudo salir de la pegajosa trampa.
- Gracias, gracias, niño... Pero, ¿qué haces solo por estos parajes? ¿No temes a Masacra?
- Voy en busca de los niños que Masacra tiene prisioneros.
- Justamente Masacra me había atrapado y me castigó porque intenté huir con los niños... ¿Cómo te llamas, pequeño salvador?

- Miguelín ¿y tú?

- Yo soy Mirolín.
- ¡Mirolín! ¡Qué bueno que te encuentro! Coralín y Catalín estaban muy preocupadas por ti... Discúlpame... Yo… debo seguir mi camino.
- ¿Y yo?
- Tú vuelve al lugar en donde tu familia te espera... Para poder llegar hasta tu casa, pídele ayuda a Vulcanius...
- ¿A Vulcanius el dragón?
- Sí... Me ha dado su palabra de que en adelante será una buena persona... O un buen dragón, mejor dicho…
- Si tú lo dices...
Miguelín y el bueno de Mirolín se abrazaron y nuestro héroe llegó solo hasta el extremo de un frágil puente colgante tendido entre las dos márgenes de un hondísimo precipicio. La vista del conjunto era verdaderamente espantosa y hubiera arrugado el corazón de cualquiera de nosotros. Miguelín dudó: ¿debía avanzar o volverse con el bueno de Mirolín? Venció la determinación que el niño tenía para cumplir con su misión.

Sin mirar hacia abajo, comenzó a avanzar lentamente por el puentecillo que se bamboleaba cada vez más.
De repente, rayos poderosos cayeron a su alrededor disparados desde una ventana de la Torre Envenenada, no dieron en el blanco, pero incendiaron la cuerda que sostenían las tablas. Las sogas cedieron y se cortaron y Miguelín quedó colgado a gran altura, asido a un extremo de la cuerda, pero su mano resbalaba poco a poco. Allí pudo observar la profunda oscuridad que se abría a sus pies. Por un momento pensó que debía volver a su mundo: estaba seguro de que con sólo pensarlo estaría a salvo, en su cama mullida. Pero imaginó a todos esos niños en poder de la bruja y desistió de la idea de huir.
- Abrázate de mi cuello, pequeño insecto...

El gran dragón Vulcanius, advertido por Mirolín del camino que había tomado nuestro amiguito, había volado raudamente para protegerlo de los rayos fulmíneos de Masacra. Miguelín fue depositado por la bestia en el extremo opuesto del precipicio, a los pies de la Torre Envenenada, y lo animó:
- ¡Cumple con tu misión! Y si me necesitas, no dudes en llamarme.


Miguelín limpió su ropa, desenvainó su espada y una fuerza inaudita le recorrió el brazo. La espada destelló frente a una negra puerta que franqueaba el paso. No había centinelas frente a la puerta, sólo había la siguiente inscripción:



La guarda de esta puerta a la Torre Envenenada
es tu propio miedo: pues quien entra por aquí, jamás volverá a
salir.

Miguelín leyó el negro cartel y se sorprendió porque había entendido las macabras palabras. Abatido, se sentó sobre una roca bermeja junto a la columna de piedra. Comprendió entonces que todos sus esfuerzos habían sido inútiles. ¿Cómo regresaría? ¿Qué sería de él, perdido en el reino malévolo de Masacra? En ese instante vio cómo las redondas lunas se volvían oscuras y la espada reluciente se enmohecía y se volvía negra. No era un héroe, era un niño en pijama que tenía un sueño, sólo eso.
Pensó en Coralín e imaginó que de los dibujados ojos azules de la niña corrían lágrimas de pena... Entonces entendió que su abatimiento provenía de los innumerables hechizos con los que Masacra había “adornado” la puerta de su casa.
La brujísima se había especializado en hacer ver las cosas verdaderas como falsas y las falsas como buenas... Las lunas llenas de su túnica azul se encendieron de nuevo y la espada despidió rayos láser. Feliz y lleno de un inaudito coraje penetró en la maligna fortaleza con apenas un empujón dado a la negra puerta.

La espada hacía las veces de linterna en aquel antro oscuro habitado por bichos y alimañas.
Cruzaba la tercera sala-cueva cuando se aproximó a Miguelín un gatito mimoso. El inofensivo animalito conmovió su corazón e hizo que nuestro héroe sacara un trozo de chocolatín y lo compartiera con el felino.
En un periquete el gato se transformó en un joven alto de aspecto amable.
-¡Oh! Gracias amigo… -expresó al punto que le tendía la mano- Hace más de dos años que la perversa Masacra me hechizó obligándome a vagar por su “palacio” bajo el aspecto de un gato. Solamente un gesto compasivo lograría que retomara mi ser humano. Como Masacra y sus sirvientes son incapaces de un gesto de compasión, debería quedarme gato por el resto de mi vida. ¿A quién debo mi renacimiento?
-Mi nombre es Miguelín… ¿Y el tuyo?
-Yo soy el príncipe Danelín… prisionero de Masacra desde que venció a mi padre en la “Guerra de los Alaridos Macabros”. Yo soy el legítimo heredero del trono de Maravilandia.
-¡Vámonos! – exclamó Miguelín. –Mientras me cuentas, guíame hasta el sitio en el que Masacra tiene a los niños.
-Están en la sala de la Gran Jaula, en el ala Norte de la Torre.

Corrieron sigilosos por un pasillo empinado que tanto subía como bajaba hasta que casi tropezaron con una inmensa caverna en la que se hallaba la terrible jaula de los niños del reino. Más de cien criaturas de todos los tamaños pasaban su existencia tras las rejas… Muchos comían las golosinas de Masacra a más no poder, mas algunos, conscientes del terrible fin que les esperaba, lloraban amargas lágrimas pegados al helado acero.
El príncipe Danelín se acercó a la jaula y preguntó a uno de los mayorcitos:
-¿Sabes de qué modo puede abrirse esta jaula?
-Sólo podremos salir libres del hechizo de la bruja cuando un noble héroe sea capaz de llegar hasta la aguja de la torre envenenada y logre vencer a Masacra.
Danelín se acercó a la reja con la intención de consolar al pequeño, que lloraba sin consuelo. En un abrir y cerrar de ojos el príncipe quedó lastimosamente atrapado en la jaula.
-¡Oh! ¡Qué torpe he sido! Debí suponer que los barrotes estaban hechizados… Ahora tendrás que continuar solo, Miguelín…
-No te preocupes – respondió el niño héroe – Llegaré hasta la torre y salvaré a los niños. Tú, conforta a los pequeños animándolos a no desfallecer… y todos recen por mí.
-Miguelín… -dijo Danelín- Ahora busca la puerta azul con el acertijo…
A poco andar, nuestro amiguito se encontró frente a una pesada puerta azul donde una voz profunda le planteó el siguiente enigma:


“RESPONDE EL ACERTIJO O NO PODRÁS CONTINUAR TU CAMINO Y TE CONVERTIRÁS EN
BESTIA
COMO OTROS DESAFORTUNADOS CABALLEROS QUE HAN INTENTADO PASAR POR
AQUÍ. CONTÉSTAME CRIATURA SAPIENTE ¿DE QUÉ COLOR SON LAS MANGAS
DEL
CHALECO VERDE DE MI PARIENTE?"


El silencio se hizo nuevamente en el lugar. Miguelín conocía esa adivinanza… la tenía entre sus libros favoritos. Respiró hondo y respondió: “Los chalecos no tienen mangas”
-Has acertado-respondió la voz con un terrible crujido.
La puerta rechinó con un fragor horrísono. Dentro estaba oscuro, Miguelín sintió que no podía continuar. Una fuerza extraña lo retenía en el umbral contra su voluntad. Se sintió apresado por una cuerda elástica y pegajosa.
-¡Por la Blanca Luna! – exclamó y en ese mismo instante se iluminó débilmente el tenebroso hueco. Una araña del tamaño de un perro grande lo había capturado en su tela.


Miguelín tenía aún una mano libre, con ella desenvainó su espada y cortó la cabeza del inmenso arácnido de un solo golpe. Se oyó un chillido y la tela se desvaneció como si hubiera sido hecha de humo.
Nuestro héroe continuó caminando cautelosamente, espada en mano. Así llegó ahasta un pasadizo bastante estrecho por el que tuvo que andar en cuatro patas.
Avanzó por allí un par de minutos siguiendo un débil resplandor que le indicaba la proximidad de la salida. De repente, un ruido espantoso hizo retemblar las piedras. El eco de aquellas soledades lo repitió hasta el cansancio.
Miguelín pensó en un volcán en erupción, sin embargo, cuando se ensanchó el camino descubrió otra cueva enorme en la que la mole de un gigante le cortaba el paso.


Y el espantoso sonido no era otra cosa que un terrible hipo que aquejaba al monstruo.
-¡Qué desdichado soy! Hip…hip…
-¿Puedo ayudarte en algo?-preguntó Miguelín pues en la mirada del gigante advirtió que no era malvado.
-¡Masacra me hechizó! Hip… porque no quise ayudarla… hip… a destruir la Ciudad del Bosque… hip… me negué y me hip… encerró en esta caverna de donde hip… nunca más podré salir… hip… pues el hipo me ha hecho perder la fuerza… hip… hip… hip… hip…
Miguelín sonrió porque tuvo una idea muy divertida y se dijo: “La misma Masacra, sin saberlo, remediará la enfermedad de este pobre gigante”
-¿Cómo te llamas? –preguntó al hombrote.
-Forzalín… hip…
-Forzalinip te tengo una noticia… Masacra me ha enviado a decirte que en menos de un minuto estará aquí contigo…Justo ahí viene…
El gigante dio un respingo tal que la punta de su nariz golpeó en el techo de la cueva. Tal era el miedo que le provocaba la presencia de la malvada Masacra. Miguelín, sin embargo, se apresuró para explicarle que todo era una invención suya para cortarle el hipo…
-¡Casi me da un ataque! Con la sola mención de su nombre tiemblo… y si llegara a verla nuevamente creo que me desmayaría… Nunca más lo hagas… ¡Oh! ¡Ah! Ja, ja ja…
El gigante comenzó a reír con tanta euforia que trozos de roca del techo se desprendieron.
-Eres mi salvador, pequeñito… ¿Qué puedo hacer por ti? -Ayúdame a llegar a la Torre Envenenada ¡Tengo que romper el hechizo que mantiene prisioneros a los niños! -Hasta esa torre sólo se puede llegar volando… Pero, hazte a un lado…
Miguelín se colocó hacia un costado y vio con admiración cómo Forzalín, con la ayuda de su puño poderoso abría un camino hacia las alturas.
-Yo no podré subir contigo, pero, te ayudaré a subir hasta el antro de la malvada.
Pronto hubo un pasaje hondo que subía por la ladera de la montaña vecina hasta la cúspide de la Torre Envenenada. Una vez que se despidió de Forzalín, el niño trepó esforzadamente venciendo vientos y tormentas…



Todo esto lo observaba Masacra en su espejo-cámara de seguridad.
-¡Ja, ja, ja! Espero a que venga el obstinado niño… Nunca pensé que lograría llegar tan lejos… A él me lo comeré crudo…
Al fin llegó a la habitación en la que la Malvada Masacra en persona revolvía un líquido burbujeante en su negra olla.
-¡Te esperaba! –graznó la maligna.
-Tus días de maldad han acabado. –exclamó nuestro amiguito.
-¡Niño tonto! ¿No sabes acaso que puedo vencerte con solo hacer una castañeta con mis dedos?
Miguelín le apuntó con la espada y le dijo:
-Con esta espada acabaré contigo…
-¡Ja, ja, ja, ja! si me tocas con la punta de la espada apenas, ella morirá…
Masacra señaló con un dedo horriblemente torcido que terminaba en una uña ganchuda y sucia hacia un rincón de la sala. Allí había una jaula de plata junto a una de oro.
-Miguelín… -sollozó Coralín desde la jaula de plata.
-Ah… Bruja traidora – exclamó Miguelín mientras se acercaba a la jaula donde estaba encerrada su amiguita.
-Fue mi culpa- lloró la niña – Alguien llamó a la puerta… Tenía la voz de Sofoclo… Olvidé su recomendación y abrí la puerta… La malvada bruja me atrapó y me encerró en esta jaula…
-No temas, Coralín- la tranquilizó nuestro héroe- deberemos esperar contra toda esperanza…
-Métete a la jaula de oro, niño ingenuo… Yo espero… sí… espero que estén bien tiernitos… Tú serás el primero que me voy a comer… Dame tu espada… Pienso fundirla para hacerme un cuchillo para trinchar… ¡¡¡niños!!!
Miguelín se metió en la jaula y pasó a la bruja la espada por el pomo. La bruja dio un alarido y la espada cayó al piso al rojo vivo. Coralín explicó:
-Esa espada es mágica y solo pueden tocarla quienes tengan el corazón limpio…
-¡Mentiras! –gritó la Bruja mientras se chupaba los dedos achumascados. Con una tenaza enorme tomó la espada y la arrojó al fuego.
-Ahora… a mi negocio…
Sacó un cuchillo enorme y con los ojos chispeantes de maldad comenzó a afilarlo ante la mirada estupefacta y asustada de los niños. Ellos, para darse ánimos se habían tomado de la mano.
-Si ahora vuelves a tu mundo –susurró Coralín- no te sucederá nada…
-¡Eso nunca!- dijo Miguelín – Vine para ayudarlos… Mi misión aquí no ha concluido.



La espada en el fuego se quemaba sin alteraciones… De improviso, la espada se hizo trizas y de sus pedazos se elevó una columna de humo blanco que cada vez se hacía más grande. De la columna de humo surgió una preciosa dama que parecía una reina. Resplandecía toda, llenando de brillo la oscura habitación.
De sus vestidos de plata con destellos de oro brotó una luz enceguecedora que pulverizó a Masacra en un instante. Las jaulas se hicieron humo… el paisaje tenebroso se llenó de alegría y de trinos… Las flores cubrieron las laderas de las antes temibles montañas.
El hechizo de la bruja se desarmó por completo.
-¿Quién eres?- preguntó Miguelín.
-Soy el Hada Platín.. permanecí durante muchos siglos oculta por un encantamiento en la espada que te acompañó en tus aventuras… Ahora estoy liberada por tu buen corazón y me quedaré en Maravilandia para que se convierta en un reino próspero y feliz…
Miguelín y Coralín saltaron de alegría mientras se abrazaban festejando tan excelentes acontecimientos.
-Ahora- dijo Platín tocando a nuestro héroe con su suave mano- es hora de que regreses a tu mundo…
Coralín le dio un beso en la mejilla… Platín acarició su frente. Por la ventana de la torre envenenada pudo ver cómo todo el reino por fin era feliz. Los niños, ya liberados, correteaban locos de alegría hacia sus casas… La visión se esfumó rápidamente.
-¡Vamos, remolón! ¡Despertate! Acordate de que nos vamos de paseo…
La cara de su padrino que había venido a buscarlo se apareció frente a él.
-¡Eh! Migue… te quedaste dormido mirando el libro, parece…
-Parece que sí… -contestó Miguel desilusionado porque todo había sido un sueño.
-Yo te voy a leer la historia ¿querés?
-Gracias… Pero… soñé con el cuento… Ya me sé el final…
-Tal vez no lo has visto todavía… En fin creo que hay muchas cosas que valen la pena en este mundo ¿No te parece? Por ejemplo… este desayuno especial que preparó tu mamá y que me mandó que te trajera… Sanguchitos de miga y una bebida riquísima…
Miguel observó con alegría el vaso de plástico.
-Ya sé… Esto es ... Coca...
-No… Es terralina – le respondió su padrino guiñándole uno de sus pícaros ojillos.
Miguel abrazó a su padrino y se levantó muy feliz pero toda su vida siguió soñando con sus aventuras en Maravilandia… si volvió o no ¡lo sabremos en el próximo cuento!


lunes, 18 de enero de 2010

UNA OBRITA DE TEATRO

La del campo
(Primera redacción como cuento: 1984)


Don Alfredo Pérez Casado (padre rico) viudo.
Fabián Pérez Casado, hijo.
Maria Soledad Quinteros, criada.
Anabella Pérez Casado, hermana de Fabián.
Mimí, empleada de la casa.

Primer Acto
(Casa de “familia bien”. Lujo, muebles finos, grandes espacios, estar y comedor divididos) (Timbre, campanilla suena)
Mimí:- Ahí voy, señor... (Abre la puerta principal) Pase... Usted debe ser... María Soledad...
M. Soledad: - Sí... Buenas tardes... (Entra) ¡Qué grande es esto!
D. A.:- (Saliendo desde las habitaciones) ¡Muchacha! ¡Por fin!
M. S.: - (Con cariño) ¡Don Alfredo! Gracias por recibirme.
D. A.: -No me agradezca... He querido mucho a tus malogrados padres... que en paz descansen. No podría desampararte justo ahora. ¡Anabella! ¡Anabella!
A.: (Sale con aire de orgullo y celos) ¡Hola!
(María Soledad amaga para darle un beso pero Anabella la rechaza)
(Tristeza de la joven)
D. A.:- Sentate, muchacha, dejá tus bolsos ahí que ya la Mimí te va a acompañar a tu cuarto.
A.:- Creí que venía para ser sirvienta... y vos la tratás como hija, papá...
D. A.: -Anabella... ya hemos discutido el tema... Tu madre siempre ha querido proteger a María Soledad y yo voy a respetar su deseo....
A.: -Si mamá estuviera aquí, no estaría de acuerdo con esto...
(Anabella hace mutis dando un portazo)
D. A.: (A Ma. Soledad) – No le hagás caso, es una chiquilla caprichosa... además todavía no acepta la muerte de su madre...
M. S.: -No se preocupe, Don Alfredo... Pero, no quiero incomodarlos.
D. A.: -Vos venís en nombre de mi finada Trinidad, ella siempre te quiso mucho y más de una vez me pidió que te adoptáramos... yo no me atreví. Porque sabía que ibas a sufrir... Estos hijos míos son bastante rebeldes... Será que los tuvimos de viejos...
M. S.: -Espero no defraudarlo, Don Alfredo.
D. A.: -Sé que no lo harás... (Mira su reloj) ¡¡Las dos de la tarde!! ¿y Fabián todavía duerme! Ay... Este muchacho... A él no lo conocés... ¿Cierto?
M. S.: -No... Nunca iba con ustedes para la estancia.
D. A.: - ¡Mimí!
M.: -¡Sí, Señor!
D. A.: -Acompaña a Ma. Soledad a su habitación y ayudala a organizar todo.
M.: -Muy bien... ¡Vamos, Soledad!
(Salen las mujeres escaleras arriba, D. A. Hacia el comedor)
(Aparece Fabián con bata y el pelo revuelto por el comedor)
F.: -¿Qué? ¿Ya almorzamos?
D. A.: (Algo disgustado)-En esta casa el almuerzo se sirve al mediodía y el mediodía es a las doce.
F: -No te enojés, papá... (Lo abraza) Los jóvenes tenemos que divertirnos.
D. A.: (Con tono de reproche) -¡¿Todos los días?!
F.: -Anoche había fiesta en casa de Haroldo Lynch... Fue espectacular... ¡Cumplía cuarenta!
D. A.: -¿Y sigue soltero?
F.: -Sigue feliz: disfruta de la vida en pleno.
D. A.: -¿Y qué pasó con ese niño que le pedían que reconociese?
F.: -Nada... Sacó a la mujer de patitas a la calle... y no la vio más.
D. A.: -Pero, el niño ¿era hijo suyo? ¿o no?
F.: -¿Qué importa?
D. A.: -Sí que importa. Un hombre tiene que hacerse responsable de sus actos...
F.: -Vos no entendés... en tu época las cosas eran muy diferentes.
(M. S. Cambiada y arreglada baja hacia el comedor) (Fabián la mira con desvergüenza)
M. S.: (Al verlo se ruboriza) ¡Buenas tardes...!
D. A. –Ella es Ma. Soledad, Fabián... ¿Te acordás de que te conté de su llegada?
F.: -(Despectivo) ¿Esta es “la del campo”?
D. A.: -Tu madre hubiese querido que tanto vos como tu hermana recibieran con cariño a una huérfana a la que ella quiso mucho.
F.: -Pero mamá está muerta y no puede decirnos lo que tenemos que hacer. (Toma una manzana de un frutero y sale comiéndosela)
D. A.: (Hacia M. S. que está algo contrariada) Sé que esto no es fácil para vos, ya es bastante duro el hecho de que hayás tenido que dejar tu pueblo... El Blanco los Maitenes es un vergel y esto es la gran ciudad... Tus abuelos son unas gentes sencillas y mis hijos son un par de caprichosos, que no saben de necesidades. ¡Vas a tener que tenernos paciencia! Y quiero que vayás pensando qué vas a querer estudiar, o qué pensas hacer.
M. S.: -Ud. no se preocupe... yo sabré adaptarme a las circunstancias. Desde ya le agradezco la generosidad que Ud. ha tenido para conmigo...
D. A.: -Y que te quede claro... vos aquí no vas a ser una sirvienta... vas a ser una hija más.
(Pausa)
(Mimí pone la mesa y vienen Anabella y Fabián)
A.: -¿Por qué papá trajo a esa chica a esta casa?
F.: -Se siente en deuda con mamá y piensa que haciendo eso salda lo que le debe...
A.: -Yo no quiero saber nada con ella... ¡Le voy a hacer la vida imposible!
F.: - Yo también... Perdé cuidado...
A.: -Es una pueblerina estúpida... no sabe ni hablar...
(Ma. Soledad ha ido bajando las escaleras y se detiene al escuchar a Anabella) (Triste)
F.: -A esa dejámela a mí... ja, ja, ja...
(D. A. entra desde la cocina y advierte la presencia de Ma. Soledad en la escalera).
D. A.: -¡Eh!, Muchacha... vení a cenar...
M. S.: -Gracias, Don Alfredo.
(D. A. le hace un lugar en la mesa junto a él y de este lado de Fabián) (M. S. baja la mirada y junta las manos.)
D. A.: ¡A comer! Dale... Ma. Soledad... comé.
M. S.: -Disculpe... tengo costumbre de dar gracias y pedir la bendición de los alimentos...
D. A.: - Bueno... Hacelo para todos... Desde la muerte de mi querida Trinidad no se ha vuelto a rezar en esta casa.
(Ofuscados Fabián y Anabella empiezan a comer)
M. S.: -Bendícenos, Señor... (Al advertir la actitud de los hijos se larga a llorar) ¡Perdón! (Sale y sube corriendo las escaleras)
F.: (Haciéndose el santo) -¡Bah! ¿Qué le pasó?
(Fabián y Anabella siguen comiendo como si nada)
D. A.: (Enojado) -¡Estoy cansándome de sus estupideces!
F.: -No es para tanto... ¿Qué querés con la santurrona esa?
D. A.: -Yo les advierto una sola cosa... ¡Si ustedes persisten en esta actitud de rechazo para con Ma. Soledad, nos vamos a ir a vivir al campo y quedan suspendidas sus mensualidades gratuitas.... ¡Van a tener que trabajar!
A.: -¡Pero papá!
D. A.: -Sin protestas, Anabella... El día en que yo no esté no se que va a ser de Uds... No sé...
(M. S. baja por las escaleras con su bolso) (D. A. se pone de pie)
D. A.: -¿A donde vas a estas horas?
M. S.: -No quiero causar mas problemas, Don Alfredo... sé que no soy bienvenida en esta casa... Su intención fue buena, pero... no es posible.
F.: (Cambiando de actitud)- ¡Pará, María Soledad! Nosotros empezamos mal con vos... Disculpanos, hemos sentido celos. Pero te prometo -y Anabella seguramente estará de acuerdo- que vamos a hacer tu estadía en nuestra casa más que agradable... ¿Cierto Anabella?
A.: (A regañadientes) ¡Sí!
D. A.: -Muy razonable hijo ¡Así me gusta! ¿Qué decís Ma. Soledad?
M. S.: -Está bien... (Sube con su valija y desaparece)
(D. A. se retira hacia sus habitaciones)
A.: -¡Estás loco Fabián! ¿Por qué dijiste esas cosas?
F.: -Primero, no quiero perder mi mensualidad gratuita... y en segundo lugar... voy a hacer que esa muchacha se vaya llorando lágrimas de sangre... pero se va a ir solita... ¡Ya vas a ver!
(Pausa)
(María lee en el living) (Entra Fabián como al descuido)
F.: . -¡Hola!
M. S.: -¿Cómo esta señor Fabián?
F.: -¿Por qué no me decís Fabián a secas nomás? Y me tratás de vos... (Se sienta junto a ella en el sillón)
M. S.: -No puedo... Es costumbre de mi pueblo tratar de usted a las personas mayores, a los hombres que no son de la familia o a los desconocidos.
F.: -Pero yo soy como de la familia...
M. S.: -Son costumbres.
F.: -¿Qué leés?
M. S.: (Le muestra el libro) -Imitación de Cristo...
F.: -De Tomás de Kempis... ¿Y para qué leés eso? ¿Querés ser santa?
M. S.: -Todos estamos llamados a serlo...
F.: -Yo no... El último libro religioso que toqué, porque no puedo decir que lo leí... creo que fue en quinto año de la secundaria y porque era de lectura obligatoria... Fui a un colegio salesiano...
M. S.: -¡Que suerte tuvo!
F.: -Pero la religión no es para mí... ¡Puras reglas y moralinas! Me cansó todo eso... Soy un espíritu libre.
M. S.: (Mirándolo con compasión) ¿Ha perdido la fe?
F.: -Nunca la tuve... (Le quita el libro de las manos) ¡Ya dejá eso! ¿No querés que vayamos a pasear por ahí?
M. S.: (Se guarda el libro) ¿Su padre está de acuerdo?
F.: No se va a oponer... quiero mostrarte la ciudad... tengo un auto nuevo. ¡Y no sabés cómo corre!
M. S.: (Indecisa) No sé... ¿Va su hermana?
F.: -Anabella está indispuesta...
A.: (Entrando) Ya me siento mejor. ¿Puedo ir?
F.: (Contrariado) –Mejor quedate...
A.: ¡Quiero ir!
F.: (Con intención) Es que quiero ir tranquilo con Ma. Soledad y vos me hacés parar en todas las vidrieras de lo que te gusta...
A.: -Bueno... Vayan solos.
(Fabián invita con la mano a Ma. Soledad y ella accede de mala gana)
(Pausa)
(Anabella lee una revista en el living)
(Entra Ma. Soledad apresuradamente y llorando) (Fabián detrás viene sonriendo)
F.: -Bueno... No es para tanto.
M. S.: (Volviéndose) -Es una decisión que yo debo tomar ¿No le parece?
(Fabián se ríe y Ma. Soledad le da una bofetada).
F.: -¡Ah! ¿Qué te pasa?
M. S.: -Ud. me ha atropellado con alevosía. ¡Eso pasa!
F.: -Solamente te di un beso.
M. S.: -¡Por eso mismo! (llora amargamente)
F.: -María... No le digas a mi papá... Quizá fue un error, pero me gustás y quise besarte... ¡Eso fue todo!
(María sube a su cuarto desconsolada)
A.: -¡¿Qué hiciste?!
F.: (Ríe) –En un descuido, cuando contemplaba extasiada las luces de la ciudad desde el mirador, la vi con la guardia baja y le di un beso en los labios... se puso como una leona... hasta se quería venir caminando. ¡Está loca! Y me dijo que nunca la habían besado... ¡Imaginate!
A.: -¿Y no se te ocurrió que puede ser verdad?
F.: -¡Por Dios, Anabella! Esa chica tiene 25 años...
A.: -Si papá se entera, se te va a armar una que ni te cuento.
F.: Papá no se va a enterar: ella está demasiado avergonzada como para hablar del asunto.
A.: -Si seguís con ese jueguito... se va a ir más pronto de lo que esperamos.
(D. A. entra desde el comedor)
D. A.: -¿Y María Soledad? Hace rato estaba aquí...
F.: -Fuimos a ver la ciudad en mi auto... estaba cansada y subió a su cuarto.
D. A.: -¡Ah!... muy bien. ¿Salís hoy?
F.: ¡Por supuesto!
(Pausa)
(Madrugada)
(María Soledad reza con las manos unidas frente a una imagen de la Virgen que preside el comedor)
(Fabián entra enfiestado y risueño)
F.: (A Ma. Soledad) ¿Qué hacés vos acá? ¡Uh! Ya son las siete...
M. S.: Estaba rezando....
F.: -¡Qué beatona!
M. S.: -Le pedía a la Virgen que lo protegiera... Ud. maneja muy rápido... Tenía miedo.
F.: -¡Sos tonta! Pero me alegra que te hayás preocupado por mí... (Se acerca a M. S. y le toma una mano con fuerza).
M. S.: -Déjeme, por favor... Entiendo que Ud. tiene unas costumbres que yo repruebo...
F.: -Te dije que yo soy un espíritu libre...
M. S.: -¿Libre de veras? ¿o esclavo de sus propias pasiones? Suélteme...
F.: Ya salió la monjita...
M. S.: -No se burle de mí. Soy así porque es lo que mis queridos padres siempre me inculcaron. Les debo todo lo que soy y no pienso renunciar a mis principios aunque esté en la gran ciudad...
F.: (La deja) –De acuerdo... Pero, sé que te gustó ese beso que te di... y sé que más tarde o más temprano voy a volver a darte otro beso... y un día... ¡escuchame bien! vas a ser mía.
M. S.: (Con fiereza) -¡Ud. escúcheme bien! ¡Antes muerta! (Sale)
F.: -¡Uf!... ¡Qué genio...! (Pausa pensativa) Ella... ¿ella rezó por mí?... Pobre ignorante....
(Pausa)
(Llaman a la puerta)
(Mimí atiende, entra Marisa Brando)
M. B.: -¿Está Fabián?
M.: -Sí, Srta. Brando... Está en la biblioteca con la Srta. Flores...
M. B.: -¿Quién es la Srta. Flores?
M.: -Es una muchacha a la que Don Alfredo ha traído del campo. Esta viviendo en casa desde hace unas semanas.
M. B.: -¿Y qué hace con mi novio?
M.: -Hablan... se pasan todo el día hablando...
M. B.: -Dígale ya mismo a Fabián que lo espero...
M.: -Como no, Srta. ... (Sale)
(Marisa da vueltas nerviosa mientras fuma)
(Entra Fabián y detrás viene M. Soledad)
F.: (Sorprendido) -¡Marisa!... ¿Por qué Mimí no me dijo que eras vos? (La abraza)
M. B.: -No sé... Hace una semana que no te veo el pelo... ¿Qué pasa con vos Fabián?
(Soledad se ha detenido junto a la puerta y está por volverse).
F.: -Marisa... quiero presentarte a alguien... ¡María Soledad!
M. S.: -Sí... Sr. Fabián.
F.: -Ella es Marisa Brando...
M. B.: -¡¡¡La novia!!!...
F.: Mi novia ¡sí! Ella es M. Soledad Flores... Una chica del campo.
M. B.: -Y estás muy entretenido con ella, según veo...
(M. S. está incómoda por la situación)
(Fabián abraza de nuevo a Marisa y Soledad sale rápidamente)
F.: -Pero, mi amor... Es casi una sirvienta... ¿No estarás celosa?
M. B.: -¡Claro que sí! Me tenés abandonada...
F.: Tontita... Te prometo que este fin de semana vamos a pasar todo el tiempo juntos... ¿Me creés?
M. B.: -¿Me pasás a buscar el viernes y... disfrutamos del día en la quinta de mi padre? ¿Te parece?
F.: -Excelente idea... Allí estaré.
(M. B. se va y Fabián se ve disgustado)
(Busca con la mirada a Soledad y al no verla se preocupa).
F.: -¡M. Soledad!... ¿Dónde estás?
M. S.: (Sale desde una puerta lateral) Había vuelto a la biblioteca... (Está triste)
F.: -Mirá... yo quería explicarte...
M. S.: -Ya sé, entendí. No soy tan tonta. Marisa es su novia “oficial”.
F.: -Eso fue duro.
M. S.: -Ud. es un “espíritu libre”: siempre lo ha dicho...
F.: -Vos me gustás mucho, Soledad... Y no sé qué me pasa...
(Intenta tomarla de la mano, pero ella huye)
M. S.: -Todos los días tengo que escucharlo diciendo lo mismo... Y es falso... sé lo que quiere de mí: soy muy realista...
F.: -Pará... Marisa es una chica estupenda... lo pasamos bien juntos pero...
M. S.: -No me interesa lo que me diga ahora. Yo también soy un espíritu libre. Pero libre de verdad... Y le repito que no quiero saber nada con Ud. Yo no voy a defraudar la confianza de Don Alfredo.
(Intempestivo Fabián la abraza, ella se escabulle y en eso aparece Anabella)
A.: -¡Basta, Fabián! ¿Querés que se entere papá?
F.: -Que se entere... que sepa que esa mujer es una ingrata...
A.: -¡Estúpido! ¿Todavía no has sabido cuál es el interés de papá?
(Fabián y Ma. Soledad miran a Anabella horrorizados)
F.: -¡¿Qué?!
A.: - ¡Papá va a casarse con esta advenediza!... Por eso no se la puede tocar... La quiere para él.
M. S.: -¡Me estás insultando Anabella!
A.: -Podés negar que papá te trata con un afecto especial...
M. S.: -No... pero es el afecto de un padre por una hija... No deberías decir semejante cosa de tu padre.
F.: -¡Qué asco!
A.: -¡Vaya a saber el acuerdo que tienen estos, Fabián!
F.: -Con razón has mostrado una careta de mojigata... ¡Cuánta hipocresía barata! ¡Te desprecio mujer!
(Anabella y Fabián salen)
(M. S. se queda sollozando junto a la imagen de la Virgen)
M. S.: -Señora... vos sabés la verdad... y sabés que soy inocente... (Estira su mano y besa sus dedos) Madre... protegeme... protegeme y librame del pecado...
(Entra don Alfredo)
D. A.: -¡Epa!... ¡Qué silencio! ¿Y mis hijos?
M. S.: -En su cuarto...
D. A.: -Quería pedirte algo...
M. S.: (Con temor) -¿Sí?
D. A.: -Necesito una secretaria... Pensé en vos inmediatamente.
M. S.: -Con gusto, Don Alfredo.
(Pausa)
A.: (Gritando) ¡¿Por qué a ella, papá? ¿Por qué no me dijiste mí?
D. A.: -Porque vos sos muy joven todavía y aparte... no estás acostumbrada a trabajar.
A.: -¡Sos injusto! ¿Qué tenés con esa mujer?
D. A.: -No hablés macanas, por favor. Tu madre quiso a Ma. Soledad casi como a una hija. Es todo... Yo tengo un proyecto para ella, pero... no depende de mí...
A.: -¡¿Qué proyecto?!
D. A.: -No puedo decírtelo.
(Entra Fabián)
F.: -Viejo... Necesito plata.
D. A.: -¿No te di ayer?
F.: -Sí... pero quiero irme el fin de semana con Marisa a la quinta de su padre....
D. A.: (Saca la chequera) –Marisa no es mujer para vos.
F.: -No tenés nada que decirme, papá. No me das el ejemplo.
D. A.: -¿Otro que piensa mal?
F.: -Piensa mal y acertarás.
D. A.: -¡Ay! Hijo... si vieras un poquito más allá de tus narices... (Le da el cheque)
F.: -¡Gracias!... Buen fin de semana. ¡Chau! (Sale)
M. S.: (entra con un bibliorato repleto de papeles) Don Alfredo ya ordené todas las carpetas, esta es la última.
(Anabella se pone de pie ofuscada y se va)
D. A.: -No le hagás caso.... Soledad ¡Buen trabajo! Y ahora... ¡A descansar! ¿Querés ir a pasear?
M. S.: -No... Gracias... me gustaría leer un rato y acostarme temprano... Tal vez escribirles una carta a mis abuelos....
D. A.: -Deben extrañarte mucho.
M. S.: -Sí... pero les prometí pasar las fiestas de Navidad con ellos... ¿Será posible?
D. A.: -Claro que sí...
(Pausa)
M. Soledad en camisón baja las escaleras corriendo y llorando) (Fabián viene detrás)
M. S.: (Grita) – ¡Ud. Está loco!... ¡Déjeme! ¡Déjeme!
F.: -¡No seás escandalosa! Vas a despertar a todos....
M. S.: -Pero fíjese lo que ha hecho...
F.: (Acorralando a la muchacha en un rincón del living) ¿Me vas a decir que no estás acostumbrada a que un hombre entre en tu cuarto por la noche?
M. S.: -¡Ud. es un degenerado! Y piensa que todos son como Ud.... ¡Déjeme en paz!
F.: -¡Sabés que no te voy a dejar! Acabo de volver de una semana fantástica con una mujer que es toda mía.... pero no me basta con eso... quiero más....
M. S.: (Se arroja de rodillas a los pies de Fabián) Se lo suplico... por lo que más quiera... por la memoria de su madre... ¡Déjeme en paz!
F.: -Te voy a dejar... (La levanta por un brazo) Te voy a dejar cuando me digás que tenés vos con mi padre....
M. S.: -Yo no tengo nada con él.
F.: -¿Entonces? ¿Por qué seguís en esta casa? Ya tendrías que haberte ido...
M. S.: -Me quedé porque tengo una esperanza... una sola... Pero ya casi no... ¡No!
F.: -¿De que estás hablando? ¡Contestame! Y no me mintás.
M. S.: -Yo no miento.
F.: -¡Decime!
M. S.: -He pedido a la Virgen que Ud. sea realmente un espíritu libre...
F.: -Soy un espíritu libre...
M. S.: -Ud. sabe bien que no lo es...
F.: -¿Y para qué querés eso?
M. S.: -Para poder ser feliz...
F.: -¿Para que yo sea feliz? ¡Ya soy demasiado feliz!
M. S.: -Hablaba de mí...
F.: -¡Ah! Querés convertirme al cristianismo y ganar un alma fiel para el Señor ¡Pamplinas! (La suelta)
M. S.: (Se cubre el rostro con las manos) -Le pedí a la Virgen que su corazón se vuelva de carne... para que yo pueda enamorarme de Ud. con toda tranquilidad...
F.: (Quitándole las manos del rostro) -¿Qué estás diciendo?
M. S.: -Nunca debí escuchar sus palabras, ni creerle... ni fijarme en Ud.... porque me enamoré de Ud. perdidamente y por eso huyo... Huyo de Ud. y de mí misma. Porque sé que en Ud. no hay lugar para el amor verdadero.
(Fabián la abraza)
F.: -No sabés nada, María Soledad, yo también, a mi pesar, me he enamorado de vos... Pero sos una mujer tan difícil, tan lejana... ¡Tan alta! No sos como las mujeres que habitualmente frecuento.... (Se aleja de ella) Te amo pero le has pedido demasiado a la Virgen... Nunca voy a ser el hombre que querés que sea.
(Ma. Soledad llora y Fabián sale hacia su cuarto, se detiene en el descanso de la escalera).
F.: -Y porque hay verdadero amor en mí huyo de vos ahora, Ma. Soledad, amarte me va a costar muy caro. Soy un cobarde.

Segundo Acto
(Mismo escenario, un año después, Anabella y Ma. Soledad se han hecho amigas).
(Ma. Soledad viste algo más elegante, pero su mirada es triste).
A.: -Nunca me has querido decir por qué Fabián y vos no se hablan. Antes él te perseguía todo el tiempo.
M. S.: -Simplemente descubrió que no soy mujer para él... Está a la vista...
A.: -¿Te conté que Francisco se me declaró?
M. S.: -¡Qué bien! ¿Y qué le contestaste?
A.: -Qué iba a pensarlo...
M. S.: -¿Lo querés?
A.: -Me gusta, es buen tipo y a mi papá le cae bien.
M. S.: -Pero ¿Lo querés?
A.: -No sé... A veces siento que no puedo estar un segundo separada de él. Pero... no sé si eso es amor.
M. S.: -¿Te duele su ausencia?
A.: -Sí...
M. S.: -¿Cuándo lo ves tu corazón salta de alegría en el pecho?
A.: -Sí... ¿Cómo sabés? ¿Estás enamorada?
M. S.: -Alguna vez lo estuve.
D. A.: (Entrando algo más canoso) ¿Hoy no vino Fabián?
A.: -Desde que trabaja, se lo ve menos... Aparte su esposa es muy absorbente.
D. A.: -Marisa Brando no es la esposa de Fabián... Es su concubina... ¡las cosas por su nombre!
A.: -No seás tan duro, papá.
D. A.: -Me ha hecho sufrir mucho tu hermano... Lo que ha hecho no es lo que su madre y yo le enseñamos. ¿Por qué ha actuado así?
M. S.: -Porque es un espíritu libre.
D. A.: -Eso es lo que él dice... En fin, habrá que acostumbrarse, pues en aras del espíritu libre, Fabián ha sacrificado su propia felicidad... Hablando de otra cosa, un cliente de la empresa, se ha prendado de vos, Ma. Soledad y me pidió que organizara una cena para conocerte un poco más.
M. S.: (Con cierto halago) -¿Quién?
D. A.: -El Dr. José María Perín.
M. S.: -¡Ah sí! Estuvimos charlando mientras él lo esperaba a Ud..
D. A.: -¿Te interesa? Es soltero, joven, justo para vos... católico comprometido, con un futuro brillante como abogado.
M. S.: -Me resultó agradable... Pero no sé.
A.: -¡Dale! No seás tonta, Soledad. ¿Vas a perder una flor de oportunidad?
M. S.: -Esta bien, Don Alfredo, invítelo para cualquier día de estos.
(Pausa)
M.: (Abre la puerta) –Señor Fabián....
F.: -Hola, Mimí. ¿Hay alguien en casa?
M.: -Solamente se encuentra Don Alfredo. Las chicas se fueron a la peluquería.
F.: -¿A qué se deben tantos preparativos?
M.: -Esta noche vienen a cenar el Dr. José María Perín y el novio de Anabella, Don Francisco Albaine.
FM.: -¿Y José María a que viene?
M.: -Parece que tiene interés en la Srta. Ma. Soledad. Y ella está muy contenta.... ¡Qué suerte ha tenido esa chica!
F.: -Me quedo a cenar....
M.: -¿Y su señora? ¿Viene?
F.: -No... ella no viene....
M.: -¿Todo bien?
F.: -¡Todo Perfecto!
(Entran desde la calle Anabella y Ma. Soledad muy arregladas)
(Mimí recibe unas bolsas de mercadería y se va para la cocina)
M. S.: -¡Hola Fabián! ¿Cómo estás?
F.: -Muy bien.
(Anabella abraza a su hermano)
A.: (Mira para todos lados) -¿Y Marisa?
F.: -Se quedó en casa... ¿Así que te pusiste de novia?...
A.: -¡Sí! Hoy hace una semana... ¿Qué te parece?
F.: -Te felicito, Anabella. ¿Y vos? Parece que tenés un excelente candidato en vista....
M. S.: -No es candidato en vista. Es un amigo... Un buen hombre. Es todo.
F.: -Les molesta si me quedo a la cena...
M. S.: -Yo no tengo problema (Sale hacia su cuarto).
A.: -Dale... Y nos acompañás. No sabés lo agradable que es José María... ¡Todo un caballero!
(Pausa)
(Sentados a la mesa D. A. En la cabecera, de un lado Anabella y Francisco, del otro lado José María, Soledad y Fabián)
(Sobremesa)
Fco.: -Excelente postre, Anabella...
A.: -Gracias... Es una de las primeras reposterías que hago.
Fco.: -Tenés buena mano, mi amor.
F.: (Algo chispeado) El vino... también ha estado bueno, papá. Y... ¿qué tal María Soledad? ¿Dios escuchó tus plegarias y te mandó un pretendiente que vale oro? Decilo... Restregámelo en la cara...
(Incomodidad de todos)
D. A.: -¿Por qué no te vas a tu casa, Fabián? Te llevo en mi coche, si querés...
F.: -¿Los molesto? Quieren deshacerse de mí... Especialmente vos, Ma. Soledad, que un día me dijiste que me querías pero que yo no me merecía tu cariño... Él si... él sí lo merece... Es bueno y es un tipo decente...
M. S.: -¡Basta, Sr. Fabián! No me avergüence delante de estas personas....
D. A.: (Con energía) ¡Vamos, hijo! ¡Te llevo!
F.: (Airado) -¡No querés que cuente, Ma. Soledad! Está bien... pero, a pesar de todo siempre vas a quererme...
M. S.: -(Con energía) ¡Fue Ud., Fabián! Ud. nunca fue libre para elegir... y ahora es demasiado tarde. Déjeme elegir a mí, que yo sí puedo.
(Fabián guarda silencio ofuscado)
D. A.: (De pie, con las llaves del auto en la mano) ¿Vamos?
F.: -Dejá, papá... No voy a causar más problemas... quiero hacer un brindis por la felicidad de todos. (Se pone de pie) ¡Salud!
Todos: -¡Salud!
(Fabián bebe todo de un trago y se retira)
(D. A. sale para llevarlo)
Fco.: -Anabella... me voy. ¿Me acompañás hasta la puerta?
A.: -Bueno.
(Salen los dos)
(M. Soledad queda pensativa, José María a su lado guarda silencio respetuoso).
M. S.: -¿Querés que tomemos un café en el living, José María? Creo que merecés que te dé algunas explicaciones...
J. M.: -No es necesario.
M. S.: -Sí que lo es. ¡Mimí!
M.: -¿Sí señorita?
M. S.: -Nos trae un café, por favor.
M.: -Como no.
(Se sientan en un amplio sillón)
M. S.: -Vos me vas a entender, José María... Sabés de realidades espirituales.... En algún momento estuve enamorada de Fabián... pero él se negó a cambiar, se negó a comprometerse. Por eso no pude aceptarlo.
J. M.: -¿Y te quería?
M. S.: -Dijo quererme... pero también dijo que era un cobarde y que no estaba dispuesto a tanto por mí...
J. M.: -Todavía te ama...
M. S.: -No lo creo, José María... El verdadero amor es una entrega total del corazón en principio. Y él no se atrevió, con la excusa de que era un "espíritu libre"...
J. M.: -¿Y vos, Ma. Soledad? ¿Qué sentís por él?
M. S.: -¿Me permitís no contestarte?
(Mimí trae el café y lo sirve)
J. M.: -Para mí es de vital importancia saberlo... si vos lo seguís queriendo, no tiene sentido continuar con esta relación... Por respeto a nosotros y por respeto al amor.
M. S.: (Triste) –Me encantaría poder decirte que ya no me preocupa, pero el corazón me late fuerte en su presencia y su ausencia me llena de tristeza... No es tan cierto que yo pueda elegir...
J. M.: -Lo elegiste a él, Soledad.... Pero ¿sos consciente de que quizás jamás podrán llegar a nada.
M. S.: -Sí... Y eso me llena de desolación. Pero no puedo cambiar mis sentimientos.
J. M.: -Te entiendo... porque siento lo mismo por vos.
M. S.: -José María... ¡Lo siento tanto!
J. M.: -Son realidades que escapan a nuestras decisiones personales... Ya me tengo que ir.
(Anabella entra)
A.: -Disculpen...
J. M.: -Esta bien: ya me voy.
A.: -No es necesario... Uds. sigan charlando, yo me voy a dormir.
J. M.: -Ya no hay más que hablar ¿cierto, Soledad?
M. S.: -Así es...
(Mutis de Anabella)
(José María da la mano a Ma. Soledad)
J. M.: -Fuiste una bonita ilusión para mí...
M. S.: -Vos también lo fuiste para mí. Las mujeres del campo somos muy soñadoras.
J. M.: -Adiós, Ma. Soledad.
(Besa la frente de Soledad y sale)
(Pausa)
(M. S. atareada con papeles en un escritorio) (Entra Fabián desde la calle)
F.: -Hola... Soledad...
M. S.: (Sin levantar la vista de los papeles) -Hola...
F.: -¿Qué tal va lo tuyo con José María?
M. S.: -Mejor imposible....
F.: (Se sienta frente a M. S.) María... quería pedirte disculpas por las estupideces que dije la otra noche... la verdad es que había tomado de más... y sentía tanta rabia.
M. S.: (Mirándolo) -¿Por qué “rabia”?
F.: -No sé qué me dio... sentí rabia por no poder ser yo como José María... Uds. deben llevarse muy bien... Marisa y yo no soportamos estar mucho tiempo juntos...
M. S.: -¿Por qué me cuenta esto? A mí no me interesa lo que Ud. haga de su vida.
F.: -Vos rezaste por mí.
M. S.: -Tiempo pasado...
F.: -¿Ya no rezás más?
M. S.: -Sí... pero rezo por mí, y por las personas que van a recibir bien mis oraciones.
F.: -Entonces ya no rezás más por mí... justo ahora es cuando yo más necesito de tu oración... mi vida se ha convertido en un infierno... ¿No rezás más por mí?
(M. S. se mete en sus papeles y no responde)
F.: -Entiendo... no lo digás. Pero, al menos, disculpame por mis exabruptos de la otra noche.
M. S.: -Lo disculpo...
(Fabián camina hasta ella y la abraza) (Ella se resiste)
F.: -No me rechacés... quería sentir el calor de un abrazo como el tuyo... Nunca más lo tendré... por mi culpa, ya sé. Lo he lamentado largamente: las cadenas que atan a este “espíritu libre” son cada día más fuertes.
(Mutis de Fabián. Llanto de María)
(Entra Anabella)
A.: (Preocupada) -¿Qué pasa, María Soledad?
M. S.: -Nada... Acaba de irse Fabián y me da pena por él.
A.: -¿Qué? Te dijo que va a separarse de Marisa...
M. S.: -No... no... yo tendría que haberle dicho la verdad.
A.: -¿Cuál es la verdad, María? ¿Cuál?
M. S.: -Ya no importa... Él se ha ido... Y pronto yo también me voy a ir.
(Pausa)
(Suena el teléfono repetidas veces en medio de la noche).
(D. Alfredo atiende y se queda sin palabras)
(El auricular resbala de sus manos).
(Llegan Anabella y M. Soledad en batas).
A.: -¿¡Qué pasa, papá!? ¿Son malas noticias?
M. S.: (Con angustia) ¿Es Fabián?¡¡¡Dios mío!!!
A.: -¿Qué pasó?
D. A.: -Tu hermano chocó con el auto Anabella. Marisa está fuera de peligro, pero Fabián está grave... muy grave...
M. S.: -Cambiémonos y vamos al hospital.
D. A.: -¡Vamos! Está en el Central. Dios Quiera que lleguemos a tiempo...
M. S.: -Dios ha de quererlo.
(Anabella se larga a llorar. Don Alfredo la abraza. Salen. M. Soledad se acerca a la Virgen y pone su mano suplicante al pie de la estatua).
M. S.: -Madre... protegelo... no me lo quités para siempre. (Sale detrás de Don Alfredo y Anabella)
(Pausa)
(Mimí está en bata al lado del teléfono)
(Se abre la puerta y entra M. Soledad con cara de cansada y el pelo desaliñado).
(Mimí se pone de pie).
M.: -¿Cómo está mi Fabián, mi niño?
M. S.: (Se deja caer en una silla) –Sigue en coma... Tiene una pierna destrozada y...
M.: -¿Y qué?
M. S.: -Tuvieron que amputarle la pierna izquierda...
M.: -Santo Dios Bendito ¡Mi niño, mi niño!
M. S.: -Todo el impacto fue en su lado... Marisa saltó del auto y eso la salvó. Pero Fabián tiene un golpe grande en la cabeza y una quebradura en el brazo izquierdo. No sé qué va a pasar.
M.: -Aunque quede en una silla de ruedas... Pero que viva ¡Señor!
M. S.: -No sé si eso lo va a hacer feliz... Va a sufrir demasiado: no lo va a resistir...
M.: -Mientras hay vida, hay esperanza.
M. S.: -Tiene razón, Mimí. Recemos... Recemos por Fabián. (Llora) Yo tampoco quiero que muera... Lo amo tanto...
M.: -Yo lo sabía, Soledad... He visto cómo tratabas de que se enderezara ese muchacho... y ahora... Está luchando por su vida. Si lo hubieras logrado, no lo tendríamos que llorar ahora.
(Suena el teléfono)
M. S.: (Atiende ansiosa) Hola... sí... sí... (Con creciente alegría) Claro... ¡Qué buena noticia! Bueno, Anabella... Enseguida vamos para allá... (Corta)
M.: -¿Qué dice?
M. S.: -Qué Fabián ha salido del coma... En este momento le terminan de operar las piernas... ¡Gracias a Dios!
M.: -Gracias a Dios... sí...
M. S.: -Vamos al hospital, Mimí. Tenemos que estar ahí para saber las buenas noticias.
(Mutis de ambas)

Tercer Acto
(Mimí nerviosa termina de repasar los muebles).
M.: -Dios... dos meses de hospital... parece mentira que ese muchacho se haya recuperado... y ya lo traen... Anabella, Don Alfredo y Ma. Soledad fueron a buscarlo. (Timbre) ¡Son ellos! ¡Son ellos!
(Mimí atiende y entra Fabián con una pierna enyesada, el pelo muy corto y un gesto de desolación frente a la pierna faltante. Lo traen en silla de ruedas. D. A. maneja la silla. Anabella lo lleva de la mano y M. S. lo sigue de cerca) (Mimí abraza a Fabián muy emocionada).
M.: -Me alegro de que esté con vida, mi niño.
F.: -Sí a esto se le puede llamar vida....
A.: -Voy a preparar todo en tu cuarto. (Toma los bolsos de Fabián)
D. A.: -Te voy a ceder mi cuarto, hijo... ya que está e la planta baja... Voy también.
M.: -Les ayudo (entra en la habitación)
(Fabián y M. Soledad quedan solos)
M. S.: -Me alegro mucho de que esté de vuelta en su casa...
F.: -Mejor decí que disfrutás por verme inválido, enfermo y para colmo, abandonado por mi mujer... Soy un estropajo... No valgo nada... ¿Era esto lo que pedías en tus oraciones? ¡Mi derrota total!
M. S.: -Por favor, Fabián... No es así: yo pedía a la Virgen que lo protegiera siempre... Ud. vive por milagro. Debería estar agradecido.
F.: -¿Agradecido yo? Tendría que haber muerto... ¿Para qué me sirve tener la vida ahora si ya no puedo disfrutarla?
M. S.: -Tal vez pueda disfrutar de otra manera, con mayor serenidad... Nada sucede por azar...
F.: -¡Me hartan tus sermones! ¡Y ya tuve muchas peroratas inútiles en mi colegio de curas!... No quiero vivir lisiado... No quiero vivir así.
M. S.: -¿Y qué piensa hacer al respecto?
F.: -Yo sé... No quiero pasar la vida entera, que puede ser mucho tiempo, así, incompleto.
M. S.: -Ud. es un ingrato...
F.: -¡¿Y qué?! No quiero tu lástima, no voy a darte el gusto de humillarme ante vos... ¡Te odio, Soledad! Y cada vez voy a odiarte más por el daño que me has hecho pidiéndole a la Virgen con tanta crueldad....
M. S.: -Usted no entiende todavía que esto que le ha pasado ha sido para su bien...
F.: -¡Andate! No quiero que seás testigo de mi humillación y mi vergüenza y que digas cosas tan atroces. ¿Cómo puede ser bueno lo que me pasó? No quiero verte más.
M. S.: -Está bien. Sólo llámeme, si me necesita.
F.: (Furioso) -¡Eso jamás!
(M. S. toca el pie del cuadro de la Virgen y sale hacia su habitación)
(Fabián reclina la cabeza y llora con rabia)
(Pausa)
(Fabián sale desde su cuarto furioso, despotricando. Lleva muletas, ya no tiene yeso y le falta una pierna)
F.: (Grita) -¡Quiero mi pierna! ¡Quiero mi vida! ¿Por qué me la robaste? (Alza los ojos al cielo) ¡¡Te odio!!
(Cae al piso de espaldas)
(Caído solloza)
(Entra M. S.)
M. S.: (Se arrodilla junto a él) -¡Fabián! ¿Qué le pasó? (Intenta levantarlo)
F.: -No te me acerqués... Estoy harto de tu lástima. Estoy cansado de tu abnegación.
M. S.: -Aunque Ud. lo quiera, yo no voy a dejarlo. Me siento responsable por Ud. y no voy a dejarlo ni a sol, ni a sombra.
F.: (Sentándose en el piso) –El día menos pensado, yo mismo voy a terminar con esta pesadilla. (Zamarrea a M. S.) ¡Dejame morir!
M. S.: -No lo consentiré jamás...
F.: -Gozás, entonces, viéndome destruido, ¿verdad?, decilo... ¡esta es tu venganza pacífica!
M. S.: -¡Eso nunca! Fabián... mi corazón está dolorido por su desgracia, por lo que le ha pasado... La noche de su accidente, mientras rezaba, le preguntaba a Dios por qué había permitido que semejante desgracia cayera sobre Ud. ¡Tan frágil... tan vulnerable... ¡tan desesperado e incrédulo!
F.: -¡Yo no soy frágil! Vos no me conocés en realidad. ¿Y Dios qué te contestó?.
M. S.: -La pregunta en realidad era para mí... ¿qué me tocaba hacer en toda esta cuestión?... ¿qué debía hacer yo para ayudarlo?...
F.: -No necesito de tu ayuda... ya te lo dije...
M. S.: -Yo hubiese querido que ese accidente me hubiera ocurrido a mí con tal de verlo a Ud. contento como antes como cuando pasábamos toda la tarde charlando...
F.: -Vos seguís siendo la misma estúpida de siempre... Fabián Pérez Casado murió esa noche del accidente... (Con gran esfuerzo se pone de pie, sin dejar que M. S. lo ayude).
M. S.: -Ud. no me comprende, Sr. Pérez Casado... nunca me va a comprender y su cobardía no lo ha dejado verme tal cual soy... Me apena que usted quiera interpretar mi cercanía como venganza o compasión... y no siento lástima por usted.
F.: -¿Y que sentís? ¡Odio! ¡Miedo!
M. S.: -Sigo siendo ”la del campo” para usted.... ¿Cierto? Soy una mujer ignorante que no merece todo lo que Ud. es... Eso piensa... y a mi me gustaría sostenerlo e ir a su lado hasta que Ud. vuelva de nuevo a caminar... Sí Fabián, tal vez tiene razón... mi lugar no está aquí. ¡Nunca estuvo aquí! Por eso voy a hacer lo que Ud. desea...
F.: -¿Qué vas a hacer?
M. S.: -Algo que debí hacer el día mismo en que llegué a ésta casa.... Me hubiera ahorrado tantas lágrimas... y el conocerlo a Ud. y ver el monstruo en el que se ha convertido.
F.: -No podés hacerle eso a mi papá... ni a mi hermana... ellos te necesitan en este momento más que nunca.
M. S.: (Desde la escalera) –Mis abuelos también me necesitan. Es hora de regresar. (Sale)
F.: -No lo dice en serio (Se sienta en el sillón) ¡Uf! ¡Que muchacha más terca!
A.: (Entrando) -¿Qué pasa, Fabián? ¿Estás bien?
F.: -Digamos...
A.: -Quería contarte algo. Hoy cuando salimos del restorán con Francisco me encontré con dos amigos tuyos...
F.: -¿A sí? ¿Quiénes?
A.: -Sí... Lisandro y Haroldo Lynch... Me preguntaron por vos y me pidieron venir a verte...
F.: -Yo no quiero verlos...
A.: -Pero ¿Por qué?
F.: -En realidad no quiero que me vean. No les voy a dar el gusto a esos caradura de que me vean vencido... Los conozco bien...
A.: -Ahora desconfiás de todo y de todos.
F.: -¿No harías lo mismo en mi lugar?
A.: -No lo sé....
F.: -Esos tipos son parte de un pasado que no quiero recordar porque me desgarra... Que no vengan. ¡Por favor!
A.: -Hmmm... y Marisa volvió a llamar por teléfono.
F.: -¿Te dijo otra vez que tiene que hablar conmigo?
A.: -Sí... ¿No vas a recibirla?
F.: -En absoluto. Acabábamos de separarnos cuando ocurrió el accidente... Es más, íbamos discutiendo acaloradamente...
A.: -Pero, vos... habías tomado...
F.: -Un poco... lo de siempre.
A.: -Marisa me dijo que es importante lo que tiene que decirte.
F.: -Lo de Marisa es lástima: ella nunca me ha querido de verdad. Antes fue pasión, después conveniencia y ahora, solo la mueve la compasión. Nadie me ha querido de verdad.
A.: -Nosotros, los de tu familia, sí... y...
F.: -¿Y quién más? ¿La gorda Mimí? El perro que tuvimos cuando niños ¿El Panchito?
A.: -No... nada...
(M. S. baja con su bolso y vistiendo las mismas ropas con las que llegó a la casa).
M. S.: -¡Ya está todo listo!
A.: (Sorprendida) –María ¿adónde vas?
M. S.: -A mi pueblo... Al Blanco de los Maitenes, al lugar de donde nunca debí salir.
A.: -¿Por qué? ¡Nadie te ha echado!
M. S.: -¡Ya no tengo nada que hacer aquí, Anabella. Pronto vas a casarte y yo no puedo quedarme sola en esta casa con el señor Fabián.
F.: -Así como estoy no represento un peligro para nadie.
M. S.: -No es por eso... yo estoy sobrando...
F.: -Vos no te vas a ir... Está haciendo esto, Anabella, para que le roguemos que se quede. Ya vas a ver.
(Bocinazos)
M. S.: -Anabella, despedime de Don Alfredo... Ese es mi taxi. Adiós (Abraza a Anabella) Fuiste una hermana para mí. Te deseo que seas muy feliz con tu Francisco... Adiós, Sr Fabián... y por favor, no me guarde rencor. (Le tiende la mano pero él la rechaza).
(Anabella acompaña a M. S. hasta la calle)
(Fabián refunfuña entre dientes)
(Anabella regresa con lágrimas en los ojos desde la calle).
A.: -Fabián... se ha ido...
F.: -¿Y qué querés que le haga?
A.: -Vos la echaste con tu trato despectivo hacia ella... ¡La perdimos!
F.: -Que se haga monja y se vaya a cuidar enfermos a un asilo... (Llaman a la puerta) Ya se arrepintió... ¿Viste?¡Lo sabía!
(Anabella corre para abrir la puerta)
(Entra Marisa Brando. Al ver a Fabián no disimula su desagrado)
M. B.: -¿Cómo estás, Fabián?
F.: -Como me ves... ¿A qué has venido?
M. B.: -Tengo que hablar con vos desde hace tiempo... y te has negado a recibirme.
F.: -Lo nuestro terminó...
M. B.: -Sí... y casi acabó con nuestras vidas.
F.: -A vos se te ve muy bien.
M. B.: -Quedé lastimada por los golpes... Tuve suerte en saltar del auto y rodar por un pedregal...
F.: -Ya sé...
M. B.: -Tuve que ir como quince días a curaciones.
F.: -Pero no te operaron de la cabeza ni te cortaron una pierna ¿A qué viniste? ¿A reanudar lo nuestro? Si es así, te aviso que vas descaminada...
M. B.: -No... no... para nada. Vine a contarte que pude rehacer mi vida.
F.: -¡Qué pronto! ¿No?
M. B.: -Hace siete meses que nos separamos... Riqui y yo nos vamos a vivir juntos este fin de semana. Hemos alquilado un departamento en el Barrio del Campanario.
F.: -Linda zona. ¿Conozco a ese señor?
M. B.: -Sí... Trabaja en la empresa de mi papá... Es uno de los jefes del Directorio.
F.: -Te felicito... Vas a estar muy bien y no te va a faltar nada.
M. B.: -Eso creo... Mirá, Fabián... Lo nuestro fue bueno, yo me he sentido bien con vos, quería que lo supieras... Pasamos muy buenos momentos juntos. Siempre te voy a recordar.
F.: -Tus palabras no me sirven: son parte de tu compasión. Y no la necesito.
M. B.: -De acuerdo... ¡Adiós, entonces! Y que podás salir adelante... de tu problema... y espero que algún día aprendás a ser menos egoísta y a respetar los sentimientos de los demás...
F.: -¡Qué hablás vos de egoísmo, Marisa! Vos que me has usado y me has engañado... ¡Vos que no sabés qué pasó conmigo después del accidente, porque ni siquiera fuiste a verme al hospital!... y yo te necesitaba. Te necesitaba tanto...
M. B.: -Lo siento... pero no podía... no puedo verte así... Con lo que vos has sido... Perdoname. Me tengo que ir.
F.: (Mas calmado) –Andate... sí, es lo mejor...
M. B.: -Y en otra ocasión, cuando estés con alguien, sé sincero... sobre todo si estás enamorado de otra...
F.: -¡Callate!
M. B.: -No me vas a callar... Tu hermana también se ha dado cuenta de que desde el primer momento vos te enamoraste de esa muchacha del campo. Te cegó y te robó el corazón. Y vos sos un fracasado... que te falte una pierna no tiene nada que ver con eso... tu corazón está lisiado.
F.: -¡Chau Marisa! Ya no puedo verte más... Con tu vida hacé lo que te parezca que yo sé lo que debo hacer con la mía. (Gritando)¡¡¡Andate!!!
(Fabián intenta ponerse de pie como para pegarle. Marisa huye de la escena)
A.: -Disculpame. No debí dejarla pasar... Me pescó con la guardia baja.
F.: (Pensativo) Ella sí estuvo conmigo... y rezó por mí todo el tiempo...
A.: -Yo me imaginaba que vos te habías enamorado de ella, pero entonces ¿por qué la dejaste ir?
F.: (Da un suspiro) –Por su bien... sólo por su bien, Anabella.
A.: -A esta hora debe estar llegando a San Isidro... En el tren de las ocho... La perdimos todos, Fabián.
F.: -Sí.... Pero, principalmente, yo...“Del arbol caído todos hacen leña”....
(Pausa)
(D. A. y Fabián a la mesa del comedor)
D. A.: (Algo triste) ¡Qué solos que estamos! Con Anabella preparándose para casarse y M. Soledad ausente tanto tiempo... ¿Cuánto hace que se fue? Dos... tres meses...
F.: (Sombrío) Cincuenta y siete días... Llevo la cuenta exacta.
D. A.: -No escribió... no llamó... ¿Qué fue de esa muchacha?
F.: -Fue mi culpa... yo la espanté.
D. A.: -¿Vendrá para la boda de Anabella?
F.: -No creo... se marchó muy dolida conmigo... y tenía razón.
D. A.: -¿La extrañás?
F.: -Ella era como mi ángel de la guarda, papá... Siempre estaba a mi lado. Me hablaba o rezaba por mí. Ella me cuidaba, me protegía... ahora me siento como desamparado... me siento huérfano otra vez.
D. A.: -Es una buena muchacha... ¿Qué será de ella?
F.: -Si pudiera correr, la iría a buscar y trataría de traerla de nuevo a casa... Pero así no quiero verla... ni quiero que me vea.
D. A.: -El Dr. Tomás me insistió con lo de la pierna ortopédica... Tenés que volver a vivir...
F.: -No me convence...
D. A.: -Pero... con movilidad vas a poder trabajar nuevamente.
F.: -No quiero ser una carga para nadie.
D. A.: -Sabés que no lo digo por eso... Has cambiado mucho desde el accidente... A veces me da miedo de que te enfermés de tristeza.
F.: -Ya estoy enfermo, por si no te has dado cuenta.
(Timbre en la puerta)
D. A.: -Anabella se olvidó la llave otra vez... (Se pone en pie)
(Fabián se muestra hastiado)
(Vuelve D. A. trayendo a M. Soledad por el hombro, muy feliz)
(Fabián se pone en pie al momento y extiende sus brazos instintivamente a M. Soledad)
M. S.: (Dejando un pequeño bolso sobre una silla y dando la mano a Fabián) ¡Fabián! ¿Cómo está? (Tiene la mirada triste)
D. A.: -No lo vas a creer M. Soledad... Estábamos hablando de vos... ¿Viniste para quedarte?
M. S.: -Estoy aquí para acompañar a Anabella en sus últimos preparativos... Ella me escribió y me pidió que viniera...
D. A.: -Me alegro tanto de que estés aquí... Dame... Voy a llevar el bolso a tu cuarto... Todo está igual que como lo dejaste... (Sale)
(Fabián se siente aún muy sorprendido).
M. S.: -También vine porque recibí su carta...
F.: (Avergonzado) Después de que la hice despachar por Mimí, me arrepentí
M. S.: (Seria) Entonces se arrepintió de lo que dice en esa carta... ¡No es verdad!... Me lo temía... (Sale hacia el living) (Se sienta en un sillón)
(Fabián se pone de pie y con sus muletas va hacia ella)
(Se sienta a su lado)
F.: -Jamás en mi vida, Soledad... Jamás he sido más sincero que en esa carta...
M.S.:- ¿Entonces?
F.: -Te he extrañado tanto, que por momentos parecía que me faltaba el aire... Tu ausencia me ha dolido más que la pérdida de mi pierna... Me mantenía con vida la ilusión de que volvieras pronto. (Toma la mano de Ma. Soledad) Un día te dije que no podía quererte porque era un cobarde y tu amor me exigía demasiado... Hoy no tengo nada para darte y no puedo pensar en otra cosa que no sea estar a tu lado...
M. S.: (Sonriendo) Siento que a través de los sufrimientos que pasé ahora sí te merezco... y te sigo amando... pero ahora te amo mejor... Ma. Soledad ¿Te casarías conmigo? ¿Te casarías con un hombre incompleto?
M. S.: -No sos un hombre incompleto. Ahora sí tenés todo lo que hay que tener. Ahora sí sos enteramente para mí. Yo te he amado desde el primer momento y es claro que quiero casarme con vos...
(M. S. se reclina sobre el pecho de Fabián. Él la abraza y besa su frente)
(Pausa)
(Fabián tiene un traje muy elegante, dos piernas y una sonrisa de oreja a oreja) (Se mueve renqueando con ayuda de un bastón)
D. A.: (Entra desde la calle) Ya llegó el auto... ¿Y la novia?
M. S.: (Se para en el descanso de la escalera con un vestido elegante y alegría) ¡Aquí viene!...
(Anabella aparece con un bello vestido de novia y un velo de ilusión, muy sonriente)
D. A.: -Mi hija... mi Anabella... Si te viera tu madre... ¡Qué contenta estaría! (Abraza a la muchacha y besa su frente) ¡Y qué padrino que vas a tener!
F.: (Emocionado abraza también a Anabella) -¡Que Dios te bendiga!
A.: -Lo que más feliz me hace después de mi matrimonio con Francisco, es verte tan bien... Y verte junto a Ma. Soledad.
(M. S. abraza a Fabián y este besa su frente)
F.: (Con gran amor) Y la próxima novia que bajará por esa escalera será mi María Soledad, si Dios quiere... Porque ella me ganó como novio con la fuerza de una fe inquebrantable.
(M. S. sonríe)
(D. A. Muy contento toma del brazo a Anabella y F. llevando por los hombros a M. S. salen de la casa. La luz se apaga: sólo queda iluminado el cuadro de la Virgen).
FIN
Terminado de pasar el 8 de setiembre de 2008.

DOS CUENTOS PREMIADOS EN LA UNC



LA APARICIÓN

Don Gregorio Nacianceno Castillo tendría más o menos veinte años cuando le sucedió aquello. "Fue una noche oscura, de esas que ni luna tienen"... y así comenzaba su relato.
El peón Gordillo y doña Panchita se mataban de la risa por lo venido a menos que estaba el viejo Castillo.
-¡No se ría, 'ña Panchita que es la purísima verdá! -juraba y rejuraba el pobre para ser creído.
- No me venga con esas a mí, don Gregorio, mire que ya soy grandota pa' chuparme el dedo.
-Si me dejara contarle, doña...
-¿Pa' qué saber tonteras? ¡Ni me diga!
-¿Qué? ¿Le agarra julepe?
-¿Julepe yo?... Dios me libre y me favorezca... ¡julepe!... ¡Ja!... mirelón al atrevido...
-Entonce', déjeme que le cuente y dispués se ríe, ¿sí?
-¿No le dije ya que no quiero perder tiempo en tonteras?
-¡Vamos, 'ña Panchita, tiene miedo!...
-¡Callesé Gordillo!... y pa' que vea que no me da ni así de miedo lo voy a dejar a don Gregorio que cuente su cuento... ¡total!... así descanso un rato mientras llega el Lucho.
-¿Empiezo?
-¡Dele pues!, a ver si todavía me arrepiento y no le escucho nada.
-¡No, no!... Güeno, resulta que una noche escura, desas que ni luna tienen, vea, yo iba por el monte solo... eran cuantimás las doce y yo iba a la casa de don Rudecindo Flores... porque se nos había enfermao el "alazán" y el tenía un menjunje pa' caballo que lo podía salvar... y...
-Decía que iba por el monte solo... ¿y?
-¡No me apure si me quiere sacar güeno, 'ña Panchita!... Iba por el monte solo, digo, mirando la cerrazón del cielo negro... cuando ¡velay! vide caer una estrella grandotaza justito enfrente por la güella ande yo iba. Quedó relampagueando, juerte, colorada, vea. Yo era mozo atrevido y nada me daba miedo, al contrario, me entraba un coraje y me apuraba y me arrimaba al bulto ese, brilloso que encandilaba, vea, y no se ría 'on Gordillo que era verdá por la luz que me alumbra...
-Decía don Gregorio que se arrimaba al bulto... ¿y?
-¿Al bulto? ¡ah sí!... y mientras me arrimaba, pensaba qué podía ser. Me encandilaba que daba miedo y cuando me dejó casi ciego el resplandor me di güelta y ¡zas! me topé con un paisano morocho, alto, de bigotes finitos y poncho colorao... los ojos le relumbraban rojos con la fogarata di atrás.
-¿Y usté que hizo?
-Y... ¡me julepié, 'ña Panchita!... ¿qué iba a hacer?... No pude ni hablar de tan fiero que era... El criollo me preguntó quién era yo (tenía una voz gruesa) y qué hacía por áhi. "Vine a ver el fuego" -le dije- "¡si serás sonso! -me dijo- ¿no ves que eso es una estrella cáida del mesmo cielo y yo me la vengo a llevar?... pero a vos, por ser curioso de las cosas que no tenís que saber, te viá contar quién soy y pa' qué quiero el fuego de una estrella"...
Don Gregorio Nacianceno Castillo se interrumpió en su relato para secar con el dorso de la mano las gruesas gotas de sudor que le corrían por la frente.
-¡Güeno, siga, pues, don Gregorio!... ¿ve?, ¡lo corta justo en lo mejor!, diga diuna vez quién era el negro ese del poncho colorao.
-¡Ave María Purísima!... pero, ¿me van a creer?...
-¡Sí!... respondió doña Pancha con impaciencia.
-¡Sí!... -confirmó el peón Gordillo- y ¡apúrese que tengo que irme pa'l rancho mío!...
-El hombre era... ¡el mesmo mandinga!... y venía a llevarse la estrella pa' hacer juerte el fuego del infierno... ¡Dios nos libre!...
-¡Vamos, don Gregorio!, no nos venga con eso...
-Si me deja terminar, 'ña Panchita, va a ser mejor... el mandinga mesmo me juró por el tal Lucibel... y entonce’ la bola de fuego empezó a crecer y crecer. Yo asustao reculé contra el mandinga y me agarró de un brazo. ¡Amalaya!... que me quemaba... parecía un fierro caliente y me dijo que me iba a llevar pa'llá, diande él venía, pa'l mesmo infierno... áhi me terminé de asustar... pero al rato no más se hizo como de día y entonce' apareció "él"...
-¿Quién era "él"? ¿Otro mandinga? -se burlaba Gordillo.
-No 'on Gordillo -contestó muy serio el anciano. ¡Era un Ángel!
-¡¡Güena la hizo, don Gregorio!!... ¡Con ésta sí que se pasó! A ver, avíseme donde jue, ansí voy yo también y en una d’esas se mi aparece Diosito. Pero, ¿no le digo? ¡que un hombre grande invente semejantes choclos!
-Pero si era un Ángel de Dios de veritas... d’esos que tienen como un poncho dioro puro, en la espalda le salían dos alas, así como de avestruz de grandes, pero de plata, vea, y tenía una melena renegrida que le caía por los hombros. Traía una hacha con luz, como si ‘biera agarrao una llamarada denserio... Me miraba con los ojos tan güenos que tenía... me dio una tranquilidá, vea, pero, el que se agarró un jabón flor jue’l mandingazo que me tenía como chicharra d'un ala... ¡cómo habrá sido el susto que me largó pa' un costao!... Lo que vide esa noche a la luz de la estrella me ha quedao clavao en el mate -don Gregorio hizo una breve pausa, se santiguó y continuó. -El "Pata'e chivo" agarró el poncho, se lo enroscó en el brazo y sacó un facón como diún metro 'e largo y áhi mismito se trenzaron... ¡Virgen Santa!... ¡Cómo relampagueaban los fierros, se cruzaban, chocaban, se tiraban tajos parejitos diún lao y diotro!, ninguno de los dos se plantaba, ni hablaban entre ellos siquiera (será por el odio silencioso que hay entre los ángeles de Dios y los mandingas)...
-¡Ay, don Gregorio!, pero si los ángeles y los diablos no esisten... Lo cuentan pa' que los niños se porten bien...
-Mire, 'ña Panchita, yo mesmo lo vide con mis propios ojos ¿y pa' qué le viá mentir?... Con un tajo 'celente el ángel le cortó la cola al malo... y parece que esa es una humillación pa' los mandingas, porque como criollo que l'hi han untao la oreja con saliva se jue chillando montao en un jabalí cerdudo... Yo me quedé ahí un rato, arrinconao, mientras el ángel ese me sonreía suavecito, suavecito... dispués me vido con esos ojazos negros y muy mansito me preguntó qué hacía por áhi a esas horas. Entonce' yo le conté y le di las gracias que me ‘biera salvao la vida mía... con tranquilidá me dijo que no podía dejar que el mandinga me llevara con él pa’allá, porque él era mi ángel de la guardia y que entonce´ me iba a cuidar pa' siempre pa' que el otro no volviera... Yo me puse tan contento que me perdí... y di áhi quedé así medio loco... cuando me disperté... el ángel estaba conmigo pero vestido de persona humana y cumplió porque se quedó conmigo pa' siempre.
-¡Güenísima, don Gregorio! -comentó doña Pancha. -¿Y cómo es que nosotros no lo vimos? ¿ah?
-Capaz que no quedrá, 'ña Panchita... porque ya vide que usté no cré en ángeles ni cosas... pero pa' que me crea... yo le viá decir quién es el ángel mío que me cuida... ¿no se dio cuenta? Es el Ángel Castillo, ese que dicen que’s mi sobrino... él es... así de persona humana... pero no le vayan a decir nada porque no quiere que yo ande cuentiando estas cosas, me quiere mucho, es muy güeno y siempre llega en los momentos justos...
-Buenas noches, doña Pancha... ¿cómo anda, don Gordillo?
Doña Pancha López de Lucero y el peón Aurelio Gordillo, sugestionados por el increíble relato de don Castillo, se asustaron un poco con la sorpresiva llegada del muchacho.
-¡Epa, Ángel!... nos tomó desprevenidos... es que su tío nos contó cada historias...
-¡Ah, sí!, pobrecito... seguro que lo del ángel y el diablo... ¿no es cierto?
-Eso mesmo... ¿y a que no sabe lo que nos dijo de usté?
-Ya me imagino... que yo soy el ángel de la guarda que Dios le puso... -sonrió bondadosamente; mientras le pidió a don Gregorio que fuera yendo para la casa.-Vamos tío que la cena se enfría, el cordero frío hace mal.
El viejo Castillo salió refunfuñando. Cuando el sobrino quedó solo con los otros aclaró:
- Más quisiera ser su ángel de la guarda para cuidarlo mejor... pero como él se pierde mucho... y con la edad, compréndanle la locura y discúlpenlo. Vieron que esas historias de ángeles y diablos son historias para niños. Gracias por escucharlo al menos: él es feliz así...
-No tiene por qué, Ángel, a pesar de todo su tío es muy querido en toda la estancia... ¡Vaya, vaya no más, a ver si se pierde el pobre viejo!
-Hasta pronto. Dios los guarde.
-Hasta pronto.
Ángel salió apurado para no perderle el paso a su tío.
-¡Ah! ¡Mire 'ña Panchita, al Ángel se le cayó una navaja!...
-La voy a guardar pa'darselá cuando venga otro día.
Doña Pancha se agachó en el sitio donde había quedado la puntuda navaja y alzándola la contempló un rato al resplandor del fogón. Luego levantó los ojos asombrados hacia el peón Gordillo.
-¡¡¡Creer o reventar, don Gordillo!!! ¡Creer o reventar!
-Pero, ¿qué pasa 'ña Panchita?
-¡Cosa 'e locos, Gordillo!... ¡ésto que se le cayó al Ángel es una pluma de plata!

FIN
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RUTH


"Al poco tiempo de perder a mi esposo, mi suegra, también viuda por ese entonces, decidió volver a su patria. Orfá, mi concuñada, cuyo marido también era muerto, se quedó en nuestro país con sus padres.
Yo marché de mi tierra querida acompañando a mi anciana suegra.
También yo me sentía sola: si al menos hubiera concebido un hijo de Mahalón, ahora nuestras vidas se alegrarían con la risa de un niño, con la esperanza del fruto que cuaja para empezar a madurar.
Hasta que Mahalón, recién llegado de Betlehem, me condujo a su casa y me desposó, había yo adorado ídolos de bronce, aquellos de mis antepasados, mas mi marido y los suyos me enseñaron a amar a Aquel-a-Quien-no-podemos-nombrar: nuestro verdadero Creador.
Reconozco que no me resultó fácil abandonar mis dioses, pero por amor a Mahalón arrojé lejos de mí las estatuillas con las que me dotaron en mi antigua morada.
Con los vestidos cubiertos de ceniza partimos hacia Betlehem con mi suegra. Cuando llegamos me dispuse a conseguir el sustento.
Mi madre, como la llamé en adelante, apenas podía hacer algo debilitada por los años y aunque me lo pidió muchas veces, no quise abandonarla: me quedé con ella. Me quedé con ella porque la amaba en el recuerdo de su hijo mayor que me había dado a Dios.
Casi a fines del estío, al comenzar la siega, decidí ampararme en la ley levítica que protege a pobres y viudas: podíamos recoger, tras los espigadores, las mieses que cayeran de sus gavillas. Así pues fui a uno de los inmensos sembrados a pedir merced".

* * *
"Este año muchos hay segando en mis campos. El trabajo de administración me insume tanto tiempo que apenas puedo acordarme de mí.
A veces creo haber sido maldecido por el Señor, al encontrarme a esta altura de la vida sin esposa y sin descendencia.
He sido piadoso y, aunque pecador, he tratado de ser justo con mis jornaleros y sirvientes. Sin embargo, ansío llegar a mi casa para que una mano femenina, si la hubiera, refrescara mi frente con una caricia. Necesito unos labios de mujer que callen o hablen cerca de mí. Mi hogar está vacío, sin esa presencia que gobierna una casa, sin murmullo de niños que crecen.
Hoy he pensado en estas cosas porque he visto a la mujer espigando en uno de mis campos. He preguntado por ella a mis segadores: es la nuera viuda de mi pariente Elimelec.
Ella caminaba entre las espigas y, dorada como aquellas, iba recogiendo las que caían de las gavillas abundantes de mis obreros.
Es hermosa. Hermosa con la hermosura exquisita de la virtud y de lo divino. Resplandecían sus ojos de alabastro mientras sus pies parecían hollar apenas la tierra húmeda de rocío. Alargaba acompasadamente sus finos brazos de cera para tomar las enhiestas espigas, confundiendo sus manos en el oro del trigal.
Me acerqué a ella y le pedí que no dejara de venir a mis campos. Cayó humildemente sobre su rostro y me agradeció cuanto hacía por ella".
* * *
"Anoche, por consejo de mi madre, quien ha visto la posibilidad de desposarme con el dueño de la mies, fuime hasta la casa de este gran señor y según el rito, me eché a sus pies. Puesto que él es nuestro pariente, el levirato le exige que me lleve a su casa para dar descendencia a Mahalón.
El hombre despertó a medianoche sobresaltado, me tomó de un brazo preguntándome qué hacía allí. Le rogué que me cubriera con su manto y le recordé su obligación de hacerme su esposa.
Él rió de gozo, como si lo hubiera deseado con todo su corazón y besándome la frente me advirtió acerca de la existencia de un pariente más cercano. Se estrechó entonces mi corazón, porque ya le pertenecía a aquel hombre generoso.
Estuve a sus pies hasta finalizar la noche y antes de aclarar el día, regresé junto a mi suegra, llevando conmigo un precioso cargamento de cebada que me regaló para que no quedasen mis manos vacías.
Hoy hemos orado con mi madre pidiéndole al Señor que me conceda entrar a la casa de este buen israelita.
Cuentan que después de reunirse con nuestro pariente Jefté ante la asamblea de los ancianos, mi hombre ha conseguido el levirato y entregado su zapato a Jefté. Ahora le pertenezco.
Mi madre me ayuda a ataviarme con mis mejores galas para los desposorios. Todo Betlehem nos bendice. ¡Loado sea el Dios de Israel! ¡Loado sea mi Dios!".
* * *
Booz, el bisabuelo del rey David, toma de la mano a la joven y repitiendo el dulce nombre la conduce a su casa. La brisa en el trigal también murmura como profetizando: Ruth... Ruth...