El Sacrilegio de Ramón
Le pagaron bien. Creía estar contento.
_ ¿De dónde sacaste esa plata?- le preguntó su mamá.
-Me la dieron en el trabajo.
-¡¿Tanto gana un albañil?!
-He trabajado mucho este mes... hice más horas extras...
-Y bueh... ¿Te vas a tomar la sopa? Ya debe estar fría.
-No quiero más.
-¿Qué te pasa hoy? Estás raro, hijo. ¿En qué pensás?
-En usted y las cosas lindas que le voy a poder comprar con esta plata. -Ramón sonreía soñando. ¿Qué le hace falta? ¿Ah?
-Que vos seás bueno, m’hijito. Eso es todo lo que anhelo en la vida... que vos seás un hombre bueno.
Agachó la cabeza el muchacho y la viejita lo acarició con toda la ternura de que es capaz una madre pobre cuya única riqueza es precisamente ese hijo. Ramón se fue. Aquel cariño se le hacía un reproche. “Que vos seás bueno”... le repicaba en la cabeza. ¿Estaba siendo bueno?
Tomó la campera de lana gris y echándosela al hombro salió a la calle.
-¿Adónde vas, Ramoncito?
Se escabulló por el pasillo sin responder a la madre. Lloviznaba. Las anchas avenidas de la ciudad le parecían callejones sin salida, donde se agazapaban sus recuerdos: la primera comunión, el misal de la abuelita con esos grabados en blanco y negro representando a Jesús con el corderito al hombro, un rosario con cuentas de pétalos de rosa, que dejaban un perfume suave en las manos cuando lo tocaba... Hasta presentía ese olor de rosas. Detuvo en seco su marcha. ¿Dónde estaban las rosas? Se pegó con la yema de los dedos en la frente: ¡Vamos, miedoso... son imaginaciones!... “Que vos seás bueno”. Ella no tenía por qué saberlo nunca. Para nada bueno querría ese tipo las... -no podía nombrarlas, se le trababa la lengua. Veía un cordero blanco sangrando y estaqueado en una cruz de palo (otra figura del misal de la abuela).
Se golpeaba la frente para disipar las imágenes abrumadoras. Enfiló por la calle de la parroquia y al escuchar las campanadas de un lejano reloj que indicaban las nueve , se paralizó en medio del bulevar. ¿Seguía? ¿Para qué? ¿Y si buscaba al tipo y le devolvía la plata ? Se acordó de las palabras de su madre: “que vos seás bueno”. ¿No estaba siendo bueno acaso? Le iba a comprar todo lo que deseaba... No... No podría quejarse. Pero y después... ¿qué otras cosas le pediría ese hombre?
Una fuerza desconocida lo retenía indefenso frente al atrio de la iglesia y no lo dejaba avanzar. No tuvo que forzar la puerta: estaba misteriosamente entreabierta y dentro se notaba una cálida luz rojiza. Volvió a pensar en la primera comunión, se acordó de las figuras del misal: el corderito blanco de los hombros se caía a un precipicio que se desbordaba de roja sangre. Una estampa del Niño Dios en los brazos de su Madre (que su mamá le había puesto en la cabecera de la cama cuando chico) lloraba. A lágrima viva lloraba el Niño y la Madre no hallaba manera de consolarlo.
Sacudió la cabeza y haciendo de tripas corazón ingresó en la humilde nave. Era chiquita como una casa adentro y la única luz encendida provenía de la lámpara votiva del Sagrario.
Su padre...
En esa capilla le habían celebrado la misa de cuerpo presente. Le pareció ver el ataúd sencillo y triste cerca del altar. Su padre había muerto con una sonrisa en los labios: había sido bueno y ahora estaba en el cielo. Por eso su madre se había resignado.
Mi padre...“Dios mío” pensó Ramón... “Dios mío” dijo. Después de nombrarlo apretó los labios hasta que le dolieron y sin arrodillarse ni santiguarse dio tres pasos hacia el Sagrario.
¿Y el tipo que le había encargado el “trabajo”?... ¡Se lo encontró justo!: lo acababan de echar de la obra. Era un tipo desagradable que tenía una cicatriz sanguinolenta que le aplastaba la nariz y la mirada de ojos fieros. Apareció de súbito en la plaza en donde Ramón pensaba cómo le iba a decir a la vieja que estaba cesante. El hombre le ofreció aquello. ¿Por qué a él?... Vio ante sus ojos toda la plata que le había pagado como adelanto. ¡Las cosas que le compraría a su mamá! Un sudor frío le cubrió todo el cuerpo... ¡No! ¡No puedo!- pensó Ramón. Temblaba todo sin poder dominarse. Se le clavó la mirada del tipo del “trabajo”: “Saque el cáliz, eche el contenido en una bolsa y me las trae. Nadie lo va a ver”... Se dijo: ¡Cobarde!... Vos ya no creés en Dios y todos esos cuentos. Latigazos de pobres imágenes acudieron nuevamente a la mente de Ramón.
Rememoró su humilde pasado: allí hacía doce años... Justo ese mismo día... había tomado su primera y última comunión... Pensó en la dulce forma blanca que se había posado en su boca... Entonces no pudo. No pudo.
-¡Es Dios!- sollozó y cayó de hinojos al piso -¡No puedo!- se quedó tirado en el piso...
Una hora después osó mirar el tabernáculo dorado. La puertecita se abría lentamente desparramando un resplandor que iluminaba como un día de sol la capilla. En su interior vio brillar las Hostias y esplender sonriente en ellas el rostro del Niño de la estampita protectora.
Se sintió perdonado. Se sintió comprendido por ese Niñito que lo miraba desde el fondo. Sus venas se hincharon por la fuerza de aquella luz radiante. Vio que atravesaba su pecho una llamarada blanca y brillante, miró para descubrir la fuente: la Hostia pequeña y blanca que había recibido doce años atrás estaba adherida a su corazón formando un todo.
Le dio vaga tristeza dejar sola a su madre, pero sabía que en ese mismo instante la pesadilla terminaba.
Ramón subió por una escalera blanca hasta el centro del Sagrario que en ese instante había adquirido dimensiones gigantescas... parecía un inmenso palacio dorado...Coros de ángeles con túnicas de oro y alas de plata, cantaban alegremente invitándolo a pasar. El Niño Pastor lo llevaba en sus blandos hombros. Todo le parecía un hermoso sueño... Tenía la impresión de que sus problemas se habían terminado... que ahora comenzaría a ser feliz como nunca y para siempre.
* * *
Luisa limpiaba todas las mañanas la Capilla del Buen Pastor. Ella encontró el cuerpo consumido del muchacho a los pies del Sagrario. Cuando se lo llevaron a la morgue le comentó a otra señora:
-Ese pobrecito... tenía una sonrisa tan linda... “Le falló el corazón” dijo el doctor. Para mí que vio a Dios. ¿Y sabe por qué doña Cleme? Porque nadie puede ver a Dios y seguir viviendo.
FIN
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